– Si Webster debe morir hoy -dijo Holmes a su editor-, no lo hará sin honores.
Se abrió paso en dirección al cadalso, pero cuando llegó ante el dogal del verdugo, se detuvo en seco y emitió un sofocado jadeo. Era la primera vez que veía aquel aterrador lazo desde su niñez, cuando Holmes se escabulló con su hermano menor, John, a Gallows Hill, en Cambridge, en el momento en que un condenado se contorsionaba en su postrer sufrimiento. Holmes siempre creyó que esta visión fue lo que hizo de él a la vez médico y poeta.
Un murmullo recorrió la multitud. Holmes cruzó la mirada con la de Webster, que subía al cadalso tambaleándose, con un guardián agarrándolo fuertemente del brazo.
Cuando Holmes daba un paso atrás, una de las hijas de Webster apareció ante él apretando un sobre contra su pecho.
– ¡Oh, Marianne! -exclamó Holmes, y abrazó estrechamente a aquel pequeño ángel-. ¿Del gobernador?
Marianne Webster le tendió el sobre alargando el brazo cuanto éste daba de sí.
– Mi padre quiso que se le entregara esto antes de irse, doctor Holmes.
Holmes se volvió de espaldas al cadalso. A Webster se le colocó una capucha negra. Holmes abrió el sobre.
Mi muy querido Wendell:
No me atrevo siquiera a intentar expresarle mi gratitud con meras palabras por lo que ha hecho. Usted ha creído en mí sin una sombra de duda en su mente, y yo siempre contaré con ese sentimiento para apoyarme en él. Usted es el único que ha permanecido fiel a mi persona desde que la policía me sacó de mi casa, en tanto otros, uno a uno, se han ido apartando de mi lado. Imagine mis sentimientos cuando los de nuestro propio ambiente, con los que se ha compartido mesa en los banquetes y junto a los que se ha orado en la capilla, lo miran a uno horrorizados. Cuando incluso los ojos de mis dulces hijas reflejan involuntariamente reservas mentales sobre el honor de su pobre papá.
Pero por todo eso considero, querido Holmes, que debo confesarle que lo hice. Yo maté a Parkman, lo descuarticé y luego lo incineré en el horno de mi laboratorio. Compréndalo. Fui hijo único, muy consentido, y nunca fui capaz de mantener el control sobre mis pasiones, que debí haber adquirido tempranamente. Y la consecuencia es ¡todo esto! Todos los procedimientos en mi caso han sido justos, como es justo que deba morir en el cadalso, de acuerdo con esa sentencia. Todo el mundo está en lo cierto y yo estoy equivocado, y esta mañana he enviado relatos completos y veraces del asesinato a varios periódicos, así como al portero al que vergonzosamente acusé. Sería un consuelo para mí que la entrega de mi vida por haber violado la ley me sirva de expiación, aunque sólo sea en parte.
Rompa este papel ahora mismo, sin una segunda lectura. Usted ha venido para contemplar cómo me voy en paz, una paz que no se encuentra en lo que escribo con mano temblorosa porque he vivido en la mentira.
Mientras la nota escapaba flotando de las manos de Holmes, cedió la plataforma metálica que soportaba el peso del hombre encapuchado, golpeando el patíbulo y produciendo un estruendo. Lo que amargaba a Holmes ya no era tanto que hubiera dejado de creer en la inocencia de Webster, cuanto la convicción de que todos hubieran podido ser culpables, de haberse visto en las mismas circunstancias desesperadas. Como médico, Holmes nunca había dejado de considerar lo pésimamente concebido que estaba el género humano.
Además, ¿no podía haber un delito que no fuera un pecado?
Amelia entró en la habitación, alisándose el vestido.
– ¡Wendell Holmes! -llamó a su marido-. Te estoy hablando. No puedo entender lo que te pasa últimamente.
– ¿Sabes las cosas que me metieron en la cabeza de niño, Melia? -dijo Holmes, mientras arrojaba al fuego un fajo de pruebas que había conservado de las reuniones del club Dante de Longfellow.
Guardaba una caja con todos los documentos relacionados con el club: pruebas de Longfellow, notas recordatorias de éste para que acudiera a las reuniones de los miércoles. Holmes pensó que algún día podría escribir una memoria sobre aquellas reuniones. Una vez lo mencionó de pasada hablando con Fields, quien de inmediato empezó a planear quién podría escribir un elogio de la obra de Holmes. Una vez editor, editor para siempre. Holmes arrojó ahora otro lote al fuego.
– El personal de cocina, criado en nuestro país, me decía que nuestro cobertizo estaba lleno de demonios y diablos negros. Otro chiquillo ingenuo me informó de que, si escribía mi nombre con mi propia sangre, el agente de Satán que merodeaba por allí, si no el propio Maligno, se lo echaría al bolsillo y desde aquel día en adelante me convertiría en su sirviente. -Holmes emitió una risita amarga entre dientes-. Por mucho que eduques a un hombre apartándolo de las supersticiones, siempre pensará en lo que la francesa decía de los fantasmas: Je ny crois pas, mais je les crains: No creo en ellos, pero los temo.
– Tú decías que aquellos hombres iban tatuados según sus especiales creencias, como los isleños de los mares del Sur.
– ¿Eso decía, Melia? -preguntó Holmes, y luego repitió para sí mismo-: Es una frase muy gráfica, así que debí haberla dicho. No es la clase de frase que una mujer se inventaría.
– Wendell. -Amelia plantó un pie en la alfombra, frente a su marido, que más o menos era de su estatura cuando se quitaba el sombrero y las botas-. Si tan sólo contaras lo que te preocupa, yo podría ayudarte. Deja que escuche, querido Wendell.
Holmes se molestó y no respondió.
– ¿Has escrito versos nuevos, entonces? Espero que me los leas por la noche, ya sabes.
– Con todos los libros que tenemos en las estanterías de nuestra biblioteca -replicó Holmes-, con Mílton, Donne y Keats en toda su plenitud, ¿por qué esperas que yo haga algo, querida Melia?
Ella se inclinó hacia delante y sonrió.
– Me gustan más los poetas vivos que los muertos, Wendell. -Lo tomó de las manos-. ¿Y ahora me contarás tus inquietudes? Por favor.
– Perdón por la interrupción, señora. -La criada pelirroja de los Holmes asomó por la puerta.
Anunció a un visitante del doctor Holmes. Éste asintió dubitativamente. La criada salió e introdujo al recién llegado.
– Se pasa el día en su vieja guarida. ¡Bien, pues ahora está en sus manos, señor! -dijo Amelia Holmes levantando sus propias manos y cerrando la puerta del estudio tras ella.
– Profesor Lowell.
– Doctor Holmes. -James Russell Lowell se quitó el sombrero-. No puedo entretenerme mucho. Tan sólo quería agradecerle toda la ayuda que nos ha prestado. Le pido excusas, Holmes, por haberme disgustado con usted. Y por no haberle auxiliado cuando se cayó al suelo. Y por decir lo que dije…
– No hace falta, no hace falta -replicó el doctor arrojando otro fajo de pruebas al fuego.
Lowell miró los papeles de Dante luchar y danzar contra las llamas, despidiendo chispas mientras se reducían los versos a cenizas.
Holmes esperaba fríamente que se pusiera a vociferar ante el espectáculo, pero no fue así.
– Si algo sé, Wendell -dijo Lowell, e inclinó la cabeza en dirección a la pira-, sé que fue la Commedia lo que me condujo al escaso conocimiento que poseo. Dante fue el primer poeta que pensó en hacer un poema totalmente ajeno a su propia invención; pensó que no sólo podía escribir la historia de algún personaje heroico, sino también la de cualquier hombre, y que la vía hacia el cielo no estaba fuera del mundo sino que pasaba a través de él. Wendell, hay algo que siempre quise decir, desde que estamos ayudando a Longfellow.
Holmes arqueó sus enmarañadas cejas.
– Cuando lo conocí, hace tantos años, quizá mi primer pensamiento fue lo mucho que me recordaba usted a Dante.
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