Longfellow se detuvo a una manzana de la casa Craigie.
– ¿Podríamos nosotros ser responsables?
Su voz sonaba temerosa, débil a sus propios oídos.
– No permita que ese gusano penetre en su cerebro. Dije eso sin pensarlo, Longfellow.
– Debe ser honrado conmigo, Lowell. ¿Cree usted…?
Las palabras de Longfellow se vieron interrumpidas. El grito de una niña se elevó en el aire y conmovió los cimientos mismos de la calle Brattle.
A Longfellow se le doblaron las rodillas mientras su mente trataba de determinar el origen del grito, lo que lo llevó hasta su casa. Sabía que debería lanzarse a una alocada carrera calle Brattle abajo, a través de la sábana virginal de la nieve. Pero por un momento sus pensamientos lo inmovilizaron en el sitio, acechándolo, haciéndolo temblar ante lo posible, como quien despierta de una terrible pesadilla y busca señales de sangrientas calamidades en la apacible habitación en torno. Los recuerdos inundaron el aire delante de él. ¿Por qué no pude salvarte, amor mío?
– ¿Voy a buscar mi fusil? -exclamó Lowell frenéticamente. Longfellow salió a la carrera.
Ambos hombres llegaron al escalón de entrada de la casa Craigie casi al mismo tiempo, una notable hazaña de Longfellow, quien, a diferencia de su vecino, no había practicado ejercicio físico. Entraron corriendo en el vestíbulo. En el salón encontraron-a Charley Longfellow arrodillado, tratando de calmar a la excitada Annie Allegra, la pequeña, que profería exclamaciones y chillaba alegremente ante los regalos que su hermano le había traído. Trap gruñía encantado y meneaba su rechoncho rabo en círculos, mostrando toda su dentadura en una expresión comparable a una sonrisa humana. Alice Mary salió al vestíbulo para saludarlos.
– ¡Oh, papá! -exclamó-. ¡Charley acaba de llegar a casa para el día de Acción de Gracias! ¡Y nos ha traído chaquetas francesas, con rayas rojas y negras!
Alice se probó la chaqueta para Longfellow y Lowell.
– ¡Vaya garbo! -aplaudió Charley, que abrazó a su padre-. Papá, ¿por qué estás blanco como un papel? ¿No te sientes bien? ¡Mi intención sólo era daros una sorpresita! Quizá te has hecho demasiado viejo para nosotros.
Y se echó a reír. El color volvió a la hermosa tez de Longfellow, quien, a la vez, empujaba a Lowell a un lado.
– Mi Charley ha vuelto a casa -le dijo en tono confidencial, como si Lowell no pudiera verlo por sí mismo.
Más avanzada la noche, cuando las niñas ya estaban durmiendo arriba y Lowell se había ido, Longfellow se sintió profundamente tranquilo. Se inclinó sobre el escritorio en el que trabajaba de pie, y pasó la mano por la suave madera sobre la que había escrito la mayor parte de su traducción. La primera vez que leyó el poema de Dante, tenía que confesárselo a sí mismo, no tuvo fe en el gran poeta. Temía cómo pudiera acabar, tras un inicio tan glorioso. Pero, a lo largo del texto, Dante se comportó tan valientemente, que Longfellow no pudo hacer otra cosa que maravillarse más y más, no sólo por su gran fuerza, sino por la continuidad de ésta. El estilo se elevaba con el tema, y se dilataba como las aguas de la marea cuyo flujo, a la larga, levantaban al lector, cargado de dudas y temores. Lo más frecuente era que pareciese que Longfellow estaba sirviendo al florentino, pero a veces Dante se burlaba, eludiendo toda palabra, todo lenguaje. En tales ocasiones, Longfellow se sentía como un escultor que, incapaz de representar en frío mármol la belleza viva del ojo humano, recurría a artificios como hundir más profundamente el ojo y hacer más prominente la frente, encima, rasgos que no eran los del modelo vivo.
Pero Dante se resistía a las intrusiones mecánicas, y se rehusaba a sí mismo, pidiendo paciencia. Siempre que traductor y poeta llegaban a este punto muerto, Longfellow se detenía y pensaba: «Aquí Dante descansó la pluma, y todo cuanto sigue aún está en blanco. ¿Cómo llenar la página? ¿Qué nuevas figuras aportará? ¿Qué nuevos nombres escribirá?» Entonces el poeta volvía a tomar su pluma y, con una expresión de gozo o de indignación en su rostro, seguía avanzando en la redacción de su libro, y Longfellow continuaba ahora sin timideces.
Un leve sonido de arañazo, como los dedos sobre un encerado, captó la atención de las orejas triangulares de Trap, que se acurrucó hecho una bola a los pies de Longfellow. Sonó como hielo rompiéndose contra una ventana a causa del viento.
A las dos de la madrugada, Longfellow seguía traduciendo. Con la caldera y la chimenea al máximo, no podía conseguir que el mercurio trepara por su pequeña escala más allá del sexagésimo peldaño, y luego descendería, desanimado. Longfellow acercó una bujía a una ventana y miró desde otra los encantadores árboles, como cubiertos de plumas por efecto de la nieve. El aire permanecía inmóvil, y con aquella iluminación parecían como un grande y aéreo árbol de Navidad. Cuando cerraba los postigos, advirtió unas insólitas marcas en una de las ventanas. Volvió a abrir los postigos. El sonido del hielo rompiéndose había sido algo más: un cuchillo deslizándose en el cristal. Y él había estado a unos pocos pies de quien lo manejó. Al principio, las palabras incisas en la ventana le resultaron ininteligibles: ENOIZUDART AIM AL. Pero Longfellow pudo descifrarlas casi inmediatamente. Aun así se puso el sombrero, la bufanda y el gabán y salió de la casa. Allí la amenaza podía leerse tan claramente como si resiguiera con los dedos los ásperos bordes de las letras:
ENOIZUDART AIM AL: «MI TRADUCCIÓN.»
El jefe Kurtz anunció en la pizarra de la comisaría central que unas horas después tomaría el tren para iniciar una gira por los ateneos de Nueva Inglaterra, a fin de explicar a las comisiones locales y a los socios ateneístas los nuevos métodos policiales. Kurtz le confesó a Rey:
– Para salvar la reputación de la ciudad, quiero decir de los concejales. Embusteros.
– Entonces, ¿por qué?
– Para mantenerme lejos, para alejarme de los detectives. Por acuerdo, yo soy el único oficial del departamento con autoridad sobre la oficina de detectives. Así esos bribones tendrán las manos libres. Ahora esta investigación les corresponde por completo a ellos. Aquí no queda nadie con poder para frenarlos.
– Pero, jefe Kurtz, están buscando en el lugar equivocado. Sólo quieren una detención para lucirse.
Kurtz se lo quedó mirando.
– Y usted, patrullero, usted debe permanecer aquí, tal como se le ha ordenado. Ya lo sabe. Hasta que todo esto esté bien aclarado. Lo cual podría suceder dentro de muchos meses.
Rey guiñó el ojo.
– Pero yo tengo mucho que decir, jefe…
– Usted sabe que debo darle instrucciones para que comparta con el detective Henshaw y sus hombres todo cuanto sepa o crea saber.
– Jefe Kurtz…
– ¡Todo, Rey! ¿Tendré que llevarlo yo mismo ante Henshaw?
Rey dudó, y luego sacudió la cabeza. Kurtz le puso la mano en el brazo.
– A veces la única satisfacción consiste en saber que nadie más que uno mismo puede hacerlo, Rey.
Cuando Rey regresaba a casa aquella noche, una figura envuelta en una capa se puso a caminar junto a él. Se quitó la capucha. Respiraba agitadamente, con el vaho que desprendía su aliento tropezando con su oscuro velo y saliendo a través de él. Mabel Lowell se despojó del velo y dirigió una mirada fogosa al patrullero Rey.
– Patrullero, ¿me recuerda de cuando fue a mi casa en busca del profesor Lowell? Tengo algo que creo debería usted ver -dijo, sacando un grueso paquete de debajo de su capa.
– ¿Cómo me ha encontrado, señorita Lowell?
– Mabel. ¿Cree usted que es tan difícil encontrar a un agente de policía mulato en Boston?
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