– Agente, no sabemos cómo responderá al hecho de habérsele malogrado su último asesinato -dijo Fields-. ¿Qué ocurrirá si trata de castigar de nuevo a los traidores? ¿Y si vuelve a intentarlo con Manning?
– Tenemos patrulleros vigilando las casas de todos los miembros de la corporación de Harvard y de los supervisores, incluido el doctor Manning. También montamos guardia en todos los hoteles para proteger a Simon Camp en caso de que Galvin vaya tras él como otro traidor a Dante. Tenemos a varios hombres en el vecindario de Galvin, y vigilamos su casa de cerca.
Lowell caminó hasta la ventana y miró la avenida frente a la casa de Longfellow, donde vio a un hombre con un pesado gabán azul pasar frente a la cancela y luego girar en la dirección opuesta. -¿También tiene usted un hombre ahí? -preguntó Lowell. Rey asintió.
– En cada una de sus casas. Por su elección de las víctimas, parece que Galvin se considera a sí mismo el guardián de ustedes. Así que puede pensar en reunirse con ustedes para decidir qué hacer después de este vuelco de los acontecimientos. Si lo hace, lo cogeremos.
Lowell lanzó su cigarro al fuego. De repente, aquella autocomplacencia lo disgustó.
– Agente, creo que es un asunto desagradable. ¡No podemos quedarnos sentados en esta habitación, inermes, todo el día!
– No les sugiero que lo hagan, profesor -replicó Rey-. Regresen a sus casas, pasen el tiempo con sus familias. El deber de proteger a esta ciudad me corresponde a mí, caballeros, pero a ustedes se les echa mucho de menos en todas partes. Su vida debe empezar a recuperar la normalidad a partir de ahora, profesor.
Lowell levantó la vista, contrariado.
– Pero…
Longfellow sonrió.
– En la vida, gran parte de la felicidad no consiste en librar batallas, mi querido Lowell, sino en evitarlas. Una magistral retirada es en sí misma una victoria.
– Reunámonos de nuevo esta noche -dijo Rey-. Con un poco de buena suerte, tendré buenas noticias para ustedes. ¿De acuerdo?
Los eruditos asintieron, con expresiones de contrariedad y de gran alivio.
El patrullero Rey continuó reclutando agentes aquella tarde; muchos de ellos habían evitado en silencio a Rey por prudencia. Pero él ya sabía desde hacía tiempo quiénes eran. Conocía al instante cuándo un hombre lo miraba sencillamente como a otro hombre y no como a un negro o mulato. Su mirada directa a los ojos precisaba poca persuasión adicional.
Apostó un patrullero frente al jardín de la casa del doctor Manning. Mientras Rey estaba hablando con el patrullero, bajo un arce, Augustus Manning salió en tromba por la puerta lateral.
– ¡Alto! -exclamó Manning, mostrando un fusil.
Rey se volvió.
– Somos la policía… La policía, doctor Manning.
Manning temblaba como si aún estuviera atrapado en el hielo.
– Vi por la ventana su uniforme del ejército, agente. Pensé que aquel loco…
– No tiene usted por qué preocuparse.
– ¿Ustedes…, ustedes me protegerán?
– Mientras sea necesario. Este agente vigilará su casa. Va bien armado.
El otro patrullero se desabrochó la chaqueta y mostró su revólver.
Manning asintió débilmente, como señal de aceptación, y extendió su brazo dubitativamente, permitiendo que el policía mulato lo escoltara al interior.
Luego, Rey condujo su carruaje al puente de Cambridge. Distinguió otro carruaje detenido, bloqueando el paso. Dos hombres estaban inclinados sobre una de las ruedas. Rey se situó en un lado de la calzada, se apeó y caminó hacia los que sufrían la avería, con ánimo de ayudar.
– Detectives, ¿puedo serles útil? -preguntó Rey.
– Creo que deberíamos tener una charla con usted en la comisaría, Rey -dijo uno.
– Me temo que ahora no tengo tiempo.
– Se nos ha informado de que usted interviene en un asunto sin la debida autorización, señor -dijo otro, adelantándose.
– No creo que eso sea de su competencia, detective Henshaw -dijo Rey tras una pausa.
El detective se frotó un dedo contra otro. Un detective se aproximó a Rey amenazadoramente. Rey se volvió hacia él.
– Soy un agente de la ley. Si me golpea, golpea a la comunidad. El detective dirigió un puñetazo al abdomen de Rey y luego le encajó otro en la mandíbula. Rey se dobló sobre sí mismo, protegiéndose con el cuello de la guerrera. La sangre le brotaba de la boca mientras los otros lo cargaban en la trasera de su carruaje.
El doctor Holmes estaba sentado en su gran mecedora tapizada de cuero, haciendo tiempo para acudir a su cita en casa de Longfellow. Una persiana parcialmente abierta dejaba entrar una pálida y religiosa luz sobre la mesa. Wendell Junior subía corriendo al segundo piso.
– Wendy, muchacho -le llamó Holmes-. ¿Adónde vas?
Junior volvió a bajar lentamente la escalera.
– ¿Cómo estás, padre? No te había visto.
– ¿Puedes sentarte un minuto o dos?
Junior se acomodó en el borde de una mecedora verde.
El doctor Holmes preguntó sobre la facultad de Derecho. Junior respondió con indiferencia, esperando la acostumbrada invectiva contra los estudios de leyes, pero tal cosa no sucedió. El doctor Holmes admitió que nunca pudo meterse en la piel de la ley, cuando tuvo que escoger una vez terminada la universidad. La segunda edición mejora la primera, suponía.
El tranquilo tictac del reloj ritmaba su silencio en prolongados segundos.
– ¿Nunca has pasado miedo, Wendy? -preguntó el doctor Holmes en medio de aquel silencio-. En la guerra, quiero decir.
Junior se quedó mirando a su padre, bajo su oscura frente, y sonrió con calidez.
– Es algo estúpido, papá, ponerse a hacer discursos cada vez que uno puede entrar en combate o caer muerto. No hay poesía en una contienda.
El doctor Holmes permitió a su hijo volver a su trabajo. Junior asintió y volvió a subir la escalera.
Holmes debía ponerse en camino para reunirse con los demás. Decidió armarse con el mosquete de pedernal de su abuelo, que había sido utilizado por última vez en la guerra de la Independencia. Ésa era la única arma que Holmes permitía en su casa, y la guardaba como una pieza histórica en el sótano.
Los tranvías continuaban fuera de servicio. Conductores y cobradores trataron de empujar los coches a fuerza de brazos, sin éxito. El Ferrocarril Metropolitano también trató de utilizar bueyes para arrastrar sus vagones, pero sus cascos eran demasiado tiernos para el duro pavimento. Así que Holmes se desplazó a pie, caminando por las calles sinuosas de Beacon Hill, perdiendo por unos pocos segundos el carruaje de Fields, pues el editor acudió a casa de Holmes con el propósito de acompañarlo. El doctor tomó el puente del Oeste, tendido sobre el Charles parcialmente helado, y atravesó Gallows Hill. Hacía tanto frío que la gente se golpeaba las orejas con las manos, encogía los hombros y corría. El asma hacía sentir a Holmes que el recorrido era el doble de largo que en la realidad. Pasó ante la vieja Primera Iglesia de Cambridge, la del reverendo Abiel Holmes. Se deslizó al interior de la capilla vacía y se sentó. Los bancos eran los de siempre, oblongos, con un saliente delante de los feligreses para apoyar los libros de himnos. Había un fastuoso órgano, algo que el reverendo Holmes nunca hubiera permitido.
Holmes padre perdió la iglesia durante una secesión de su congregación, promovida por miembros que deseaban recibir a ministros unitaristas como ocasionales predicadores invitados a su púlpito. El reverendo se negó, y el reducido número de fieles que se quedó se trasladó con él a otra iglesia. Las capillas unitaristas estaban de moda por aquellos días, pues la «nueva religión» ofrecía amparo frente a las doctrinas del pecado innato y la indefensión humana propuesta por el reverendo Holmes y sus hermanos, aún más tremendistas. Fue también en una de esas iglesias donde el doctor Holmes dio la espalda a las creencias paternas y halló otra clase de amparo en la religión razonada antes que en el temor de Dios.
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