Teal trepó por el talud para verlos debatirse, y entonces sonó un disparo. Acertó la corteza de un árbol detrás del asesino.
Lowell volvió a apuntar, agarrando su arma y deslizándose por el hielo.
– ¡Teal! -gritó.
Dispuso el fusil para otro disparo. Longfellow, Holmes y Fields avanzaron a gatas hasta colocarse detrás de Lowell.
– ¡Señor Teal, debe acabar con esto! -chilló Fields.
Lowell no podía creer lo que vio por encima del cañón de su arma. Teal permanecía perfectamente inmóvil.
– ¡Dispare, Lowell, dispare! -lo urgió Fields dando voces.
A Lowell siempre le gustaba apuntar en las expediciones de caza, pero nunca abrir fuego. Ahora el sol se elevaba a una altura perfecta, desplegándose sobre la vasta superficie cristalina.
Por un momento, los hombres quedaron cegados por el reflejo. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado, Teal había desaparecido, y les llegó el eco de los apagados sonidos de su carrera por el bosque. Lowell disparó a la espesura.
Pliny Mead, temblando inconteniblemente, no reaccionaba, mientras su cabeza iba resbalando por 'el hielo y su cuerpo se hundía poco a poco en las mortíferas aguas. Manning pugnaba por mantener agarrados los escurridizos brazos del muchacho; después, sus muñecas y sus dedos, pero el peso era excesivo. Mead hundió ambos brazos en el agua. El doctor Holmes se lanzó, deslizándose por el hielo. Introdujo ambos brazos en el agujero, agarrando a Mead por los cabellos y las orejas y tiró y tiró hasta que pudo abrazarlo por el tórax. Entonces tiró un poco más hasta que el muchacho quedó tumbado sobre el hielo. Fields y Longfellow tomaron a Manning por los brazos y lo deslizaron hasta la superficie antes de que llegara a caer en el agujero. Le desataron las piernas y los pies.
Holmes oyó el chasquido de un látigo y levantó la mirada, para ver a Lowell en el pescante del carruaje abandonado. Azuzaba a los caballos en dirección a los bosques. Holmes dio un salto y corrió hacia él:
– ¡No, Jamey! -gritó-. ¡Necesitamos llevarlos a que entren en calor o morirán!
– ¡Teal escapará, Holmes!
Lowell detuvo los caballos y se quedó mirando la patética figura de Augustus Manning, debatiéndose torpemente sobre el estanque helado como un pez fuera del agua. Allí estaba el doctor Manning casi acabado, y Lowell sólo era capaz de sentir compasión por él. El hielo se curvó bajo el peso de los miembros del club Dante y de las víctimas destinadas a ser asesinadas, y el agua brotaba formando burbujas a través de nuevos agujeros que se abrían conforme avanzaban. Lowell saltó del carruaje en el preciso momento en que uno de los chanclos de Longfellow rompía una delgada franja de hielo. Lowell llegó a tiempo de agarrarlo.
El doctor Holmes se quitó los guantes y el sombrero y luego el gabán y la levita, y empezó a amontonarlos sobre Pliny Mead.
– ¡Envuélvanlos en lo que tengan! ¡Tápenles la cabeza y el cuello!
Rasgó el corbatín y lo ató al cuello del muchacho. Luego se quitó las botas y los calcetines e introdujo en ellos los pies de Mead. Los otros miraron con atención cómo danzaban las manos de Holmes y lo imitaron.
Manning trató de hablar, pero lo que salió de su boca fue un gruñido entrecortado, como una débil cantilena. Trató de levantar la cabeza del hielo, pero estaba enteramente confuso cuando Lowell le encasquetó su sombrero.
Holmes gritó:
– ¡Asegúrense de que los mantienen despiertos! ¡Si caen dormidos, los perdemos!
Con dificultades, transportaron los cuerpos ateridos al carruaje. Lowell, despojado de su ropa hasta quedarse en mangas de camisa, volvió a situarse en el pescante. Siguiendo las instrucciones de Holmes, Longfellow y Fields masajeaban el cuello y los hombros de las víctimas y les levantaban los pies para facilitar la circulación.
– ¡Corra, Lowell, corra! -lo animaba Holmes.
– ¡Vamos todo lo aprisa que podemos, Wendell!
Holmes se había dado cuenta en seguida de que Mead era el que estaba peor. Una terrible herida en la parte posterior de la cabeza, seguramente inferida por Teal, era una mala complicación que se añadía a la letal exposición al frío. Holmes estimulaba frenéticamente la circulación del muchacho durante su breve trayecto de regreso a la ciudad. A su pesar, resonaba en la mente de Holmes el poema que recitaba a sus estudiantes para recordarles cómo tratar a sus pacientes:
Si a la pobre víctima hay que percutir,
no conviertas en un yunque su busto doliente.
(Hay doctores en cientos de millas a la redonda
que golpean un tórax como martillos pilones.)
En cuanto a tus preguntas, por favor, no trates
de sonsacar a tu paciente y dejarlo completamente seco;
no es un molusco retorciéndose en un plato;
tú no eres Agassiz y él no es un pez.
El cuerpo de Mead estaba tan frío que hacía daño al tocarlo.
– El chico estaba perdido antes de nuestra llegada al Fresh Pond. No hubo manera de hacer más por él. Debe aceptarlo, mi querido Holmes.
El doctor Holmes deslizaba entre sus dedos, atrás y adelante, el tintero de Tennyson, propiedad de-Longfellow. Ignoraba a Fields y las puntas de los dedos se le ennegrecían con manchas de tinta.
– Y Augustus Manning le debe la vida -decía Lowell-. Y a mí, mi sombrero -añadió-. Ahora en serio, Wendell, ese hombre hubiera vuelto a ser polvo sin usted. ¿No se da cuenta? Hemos desbaratado los planes de Lucifer. Hemos arrancado a un hombre de las fauces del diablo. Esta vez hemos vencido gracias a que usted se entregó por completo, querido Wendell.
Las tres hijas de Longfellow, primorosamente vestidas para salir, llamaron a la puerta del estudio. Alice fue la primera en entrar:
– Papá, Trudy y las demás niñas están en la colina, deslizándose en trineo. ¿Podemos ir?
Longfellow miró a sus amigos, acomodados en sillones alrededor de la habitación. Fields se encogió de hombros.
– ¿Habrá allí otros niños? -preguntó Longfellow.
– ¡Todos los de Cambridge! -anunció Edith.
– Muy bien -dijo Longfellow, pero luego las estudió como si lo desbordaran sus propias reservas mentales-. Annie Allegra, quizá deberías quedarte aquí con la señorita Davie.
– ¡Oh, por favor, papá! ¡Hoy estreno zapatos! -Annie levantó el pie como prueba.
– Mi querida Panzíe -dijo Longfellow sonriendo-. Te prometo que sólo por esta vez.
Las otras dos salieron brincando, y la pequeña se dirigió al vestíbulo, en busca de su niñera.
Nicholas Rey llegó con uniforme militar de gala, con guerrera azul y capote. Informó de que no se había encontrado nada. Pero el sargento Stoneweather había desplegado varios destacamentos en busca de Benjamin Galvin.
– La Oficina de Salud Pública ha anunciado que ha pasado lo peor de la epidemia caballar, y se ha liberado a varias docenas de animales de la cuarentena.
– ¡Excelente! Entonces, podremos formar un equipo e iniciar la búsqueda -dijo Lowell.
– Profesor, caballeros… -Rey tomó asiento-. Ustedes han descubierto la identidad del asesino. Ustedes han salvado una vida y, quizá, otras que nunca sabremos.
– Esas vidas estaban en peligro, ante todo, por nuestra causa -puntualizó Longfellow suspirando.
– No, señor Longfellow. Lo que Benjamin Galvin encontró en Dante lo hubiera encontrado en cualquier sitio a lo largo de su vida. Ustedes no han invocado ninguno de esos horrores. Pero lo que han llevado a cabo a su sombra es innegable. Y son afortunados por haber salido con bien de todo esto. Ahora deben dejar a la policía terminar el caso, para seguridad de todos.
Holmes le preguntó a Rey por qué vestía su uniforme militar.
– El gobernador Andrew da hoy otro de sus banquetes para soldados en la asamblea legislativa. Está claro que Galvin ha continuado apegado a su servicio militar. Podría muy bien aparecer.
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