Peters se sentó sobre una otomana, reguló la llama del infiernillo y miró a su interlocutor.
Si hubiera sido posible que los ojos húmedos y mates de Peters se mostraran resplandecientes, Latimer habría jurado que resplandecían de placer.
– Coja usted un cigarrillo, mister Latimer. Le contaré una historia.
– Así es, mister Latimer; la mayoría de los hombres van por la vida sin saber lo que buscan. Pero Dimitrios, ya lo sabe usted, no pertenecía a esa clase de personas. Dimitrios sabía muy bien qué quería para sí. Quería dinero y quería poder. Sólo esas dos cosas. Y cuanto más mejor. Lo curioso del caso es que yo he sido quien le ha ayudado a obtenerlo.
»En 1928 puse por primera vez mis ojos en Dimitrios. Fue aquí mismo, en París. Por esos años, yo estaba asociado con un hombre que se llamaba Giraud. Teníamos una boîte en la rue Blanche; el nombre del local era Le Kasbah Parisien; era un lugar muy bonito, muy íntimo, con luces ambarinas y alfombras.
»Giraud y yo nos habíamos conocido en Marrakesh y habíamos decidido imitar un lugar muy sofisticado que frecuentáramos en esa ciudad. Todo era de procedencia marroquí en nuestra boîte . A excepción de la orquesta, que tocaba piezas bailables y que era de origen sudamericano.
»Abrimos nuestro negocio en el año 1926: un año excelente en París. Los americanos y los ingleses (los americanos en especial) tenían dinero para gastárselo en champagne y también los franceses acudían a nuestra boîte . Casi todos los franceses sienten cierta nostalgia de Marruecos, salvo los que han tenido que hacer su servicio militar allá, por supuesto. Y Kasbah, nuestra boîte , era Marruecos. Teníamos camareros árabes y senegaleses y el champagne, realmente, procedía de Meknes. A los americanos les resultaba un poco dulce, pero aun así lo consideraban bueno y barato.
»Durante los dos primeros años hicimos mucho dinero y después, como suele ocurrir en ese tipo de negocios, la clientela comenzó a cambiar.
»Nuestros clientes franceses aumentaron, disminuyeron los americanos, los maquereaux [39]superaban en número a los caballeros, y las poules [40]a las damas elegantes.
»Nuestro negocio nos resultaba rentable todavía, pero no tanto como en los primeros tiempos. Comencé a pensar por entonces que había llegado el momento de irnos de ese lugar.
»Giraud trajo a Dimitrios a Le Kasbah.
»Yo había conocido a Giraud durante mi permanencia en Marrakesh. Este hombre era mestizo, hijo de madre árabe y de padre francés, un soldado francés. Había nacido en Argel y tenía pasaporte francés.
»No sé con exactitud cómo se habían conocido Giraud y Dimitrios. Es posible que fuese en una boîte que estaba rue Blanche arriba; nosotros no abríamos hasta las once de la noche y Giraud iba a bailar, a menudo, antes de esa hora.
»Una noche, pues, mi socio llevó a Dimitrios a Le Kasbah y después se apartó para hablar conmigo. Me recordó que nuestras ganancias habían disminuido y me aseguró que podíamos hacer más dinero si aceptábamos algunas propuestas de un amigo suyo, Dimitrios Makropoulos.
»La primera vez que le vi, Dimitrios no me impresionó. Recuerdo que pensé que era el perfecto maquereau que yo conocía muy bien; llevaba ropas muy ajustadas, su pelo era gris, se hacía la manicura y se pulía las uñas y miraba a las mujeres de un modo que no podía caerles bien a las damas que frecuentaban Le Kasbah.
»Con todo, me acerqué a la mesa junto con Giraud y nos dimos un apretón de manos. Dimitrios me pidió que me sentara en la silla que tenía a su lado. Cualquiera hubiese dicho que yo era un camarero y no el patrón.
En ese momento de su relato, Peters fijó sus ojos acuosos en los de su interlocutor.
– Tal vez piense usted, mister Latimer, que, a pesar de que Dimitrios no me había impresionado, recuerdo las circunstancias con demasiada precisión. Es cierto. Lo recuerdo todo con gran exactitud. Ya me comprenderá usted, entonces no conocía a Dimitrios tal como llegaría a conocerle más tarde. Ese hombre causaba una fuerte impresión, aunque pareciera que no. Lo cierto es que su actitud me irritó aquella noche; sin sentarme, le pregunté qué quería.
»Durante un breve instante clavó sus ojos en mí. Tenía unos ojos afables, castaños, sabe usted. Y luego me dijo:
»-Quiero champaña, amigo. ¿Alguna objeción que hacer? Puedo pagarlo, se lo aseguro. ¿Será usted cortés o debo pensar que será mejor que le proponga mi negocio a personas más inteligentes?
»Soy un hombre de temperamento tranquilo. No me gusta el jaleo. A menudo he pensado que este mundo nuestro sería un lugar mucho más agradable si la gente se comportara con cortesía, si las personas hablaran entre sí serenamente. Sin embargo, hay ocasiones en que es difícil hacerlo.
»Le dije a Dimitrios que nada me movería a ser cortés con él y que podía marcharse a donde le diera la gana.
»De no haber sido por Giraud, se habría ido y yo no estaría sentado aquí, hablando con usted. Mi socio se sentó a la mesa de Dimitrios y le pidió disculpas por mi proceder. Mientras Giraud hablaba, advertí que Dimitrios me observaba: no me cabe duda de que se preguntaría qué clase de persona era yo.
»Tenía la gran seguridad de que no me interesaba ningún negocio, de la índole que fuera, que Dimitrios me propusiera. Pero intervino Giraud y me vi obligado a escuchar. Nos sentamos con aquel hombre para que nos explicara sus planes.
»Hablaba de una manera convincente y, al fin y a la postre, consentí en hacer lo que él quería. Nuestra sociedad con Dimitrios databa ya de varios meses, cuando un día…
– Un momento -le interrumpió Latimer-, ¿qué clase de sociedad era ésa? ¿Era el comienzo del tráfico de droga?
Peters dudaba. Frunció el ceño antes de proseguir con su explicación:
– No, mister Latimer, no lo fue. En aquel tiempo, Dimitrios estaba conectado con lo que usted, supongo, llamaría la trata de esclavas blancas. ¡Oh!, esta frase me parece muy interesante… trata es una palabra llena de significados horribles. Y eso de "esclavas blancas"… considere usted las connotaciones del adjetivo. ¿Quién habla en el presente del tráfico de esclavas de color ? Creo que nadie. Y, sin embargo, la mayoría de mujeres afectadas son de color. Nunca he llegado a comprender por qué motivos las consecuencias de ese tráfico podrían resultar más desagradables para una joven blanca de algún barrio bajo de Bucarest que para una joven negra de Dakar o para una chica de Harbin.
»El Comité de la Liga de las Naciones lucha contra estos prejuicios: ya ha examinado este aspecto del problema. Y sus miembros han demostrado de nuevo su inteligencia al dejar de utilizar la palabra "esclavas". Ahora se refieren al tema llamándolo "tráfico de mujeres".
»Nunca me ha gustado este negocio. No se puede tratar a los seres humanos como si se tratara de mercancías inanimadas. Este negocio siempre acarrea problemas.
»Siempre existe la posibilidad de que el adjetivo "blanca" adquiera un sentido religioso, además del racial. Según mi experiencia, puedo asegurarle que esa posibilidad es remota, pero existe. Quizá sea yo ilógico y sentimental, pero me importa que no se mezclen esos dos conceptos, se lo aseguro.
»Además, los gastos más elementales de un tratante, en este negocio considerado fácil generalmente, son cuantiosos. Siempre hay que conseguir certificados falsos de nacimiento, de matrimonio y de defunción; luego están los costes de los viajes y los sobornos que se deben pagar, por no hablar de lo caro que es mantener varias identidades distintas.
»Es probable que usted no tenga una idea exacta de lo que cuestan los documentos falsos, mister Latimer. En aquellos años, las fuentes de suministro de documentos falsos eran tres: Zürich, Amsterdam y Bruselas. ¡Todas en países neutrales! Es curioso, ¿verdad?
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