Le hice una última pregunta. Me respondió lo siguiente:
– Sí, desde luego; conseguí el nuevo mapa tan pronto como lo hicieron. Por un conducto muy distinto, por supuesto. Después de invertir tanto dinero mío en esa misión, no podía regresar con las manos vacías. Siempre ocurre así: por uno u otro motivo, siempre se presentan ese tipo de demoras, esos derroches de esfuerzos y de dinero. Quizá usted piense que fui poco hábil en el modo como manejé a Dimitrios. Sería una apreciación injusta. No fue más que un pequeño error el juicio por mi parte, eso es todo. Supuse que sería como todos los demás tontos que hay en el mundo, demasiado proclive a la codicia. Pensé que esperaría a que yo le pagara los cuarenta mil dinares antes de intentar arrebatarme el negativo. Pero me cogió por sorpresa. Ese error de juicio me costó mucho dinero.
– A Bulic le costó su libertad.
Temo haber dicho esas palabras con un tono de reproche, porque G. frunció el ceño.
– Mi querido monsieur Latimer -me replicó con acritud-, Bulic no era más que un traidor y ha recibido la recompensa que le corresponde. No es posible ponerse sentimental ante un caso como el suyo. En toda guerra se producen, siempre, algunas bajas.
Y Bulic ha tenido suerte, a pesar de todo. Hubiera podido utilizarle una vez más y con eso le habrían fusilado, al final. Tal como se desarrolló todo, ha ido a parar sólo a la cárcel. Y de acuerdo con la información que poseo, todavía está allí.
No quiero mostrarme demasiado duro, pero es preciso admitir que está mejor dentro. ¿Su libertad? ¡Tonterías! No tenía nada que perder. Y en cuanto a su mujer, no me cabe ninguna duda de que ya se las habrá arreglado lo mejor que habrá podido por sí misma. Siempre me dio la impresión de que esa mujer no soportaba a su marido. Y no se lo reprocharía. Era un hombre desagradable, ese pobrecito Bulic. Creo que le caía la baba al comer. Y más aún, representaba un engorro. ¿Se le ocurrió pensar a usted que aquella noche, después de marcharse del hotel de Dimitrios, fuese a ir al casino de juego, para pagarle la deuda a Alessandro? Pues no lo hizo; al día siguiente, cuando la policía le arrestó, todavía llevaba los cincuenta mil dinares en el bolsillo. Otro gasto inútil.
Amigo mío, en momentos como ése resulta imprescindible un poco de sentido del humor.
Pues bien, mi apreciado Marukakis, esto es todo.
Y creo que más que suficiente. Mientras avanzo entre los fantasmas de estas viejas mentiras, me reconforta pensar que tal vez usted me escribirá para decirme que ha merecido la pena descubrir estas cosas. Quizá lo haga, quizá lo vea así. Yo mismo he comenzado a dudar. Es una historia muy mezquina, ¿no es cierto? No hay héroe; tampoco heroína; sólo bandidos y tontos. ¿O tendría que decir tontos, únicamente?
Pero a primeras horas de la tarde, no es momento apropiado para hacerse esta pregunta. Además, tendré que hacer el equipaje.
Dentro de pocos días le enviaré una tarjeta postal con mi nombre y mi nueva dirección. Espero que tenga usted tiempo para escribirme. De todas maneras, me figuro que pronto volveremos a vernos. Croyez en mes meilleurs souvenirs [37].
CHARLES LATIMER"
Latimer llegó a París en un día gris de noviembre.
Mientras el taxi atravesaba el puente en dirección a la Île de la Cité, observó durante unos momentos el cúmulo de nubes bajas y negras, deslizándose impulsadas por un viento frío y cargado de polvo.
Las grandes fachadas de las casas del quai de Corse se escudaban tras su secreto silencio. Uno hubiera dicho que en cada ventana se ocultaba un observador. Poca era la gente que transitaba por las calles. En esa tarde de finales de otoño, París tenía el macabro aspecto de un grabado antiguo.
Se sintió deprimido al subir las escaleras de su hotel en el quai de Voltaire y se arrepintió profundamente por no haber regresado a Atenas.
Su habitación estaba fría. Era demasiado temprano para tomar un aperitivo. En el tren había comido lo suficiente para que no le apeteciera cenar demasiado pronto. Estaba decidido a inspeccionar, desde fuera, el número 3 de la impasse des Huit Anges.
No sin cierta dificultad logró dar con el pasaje, oculto en una calle que cruzaba la rue de Rennes.
El pasaje, amplio, empedrado, describía una L; a cada lado de la entrada había una alta verja de hierro. Ambas estaban sujetas a las paredes, en las que se apoyaban sus goznes, con unos pesados ganchos de hierro que, evidentemente, no habían sido quitados durante años. Una fila continua de hierros rematados en puntas formaba una reja que separaba un lado del pasaje de la alta pared ciega del edificio contiguo. Otra pared ciega, sin estar protegida por las rejas, pero sí amparada por las palabras: « DÉFENSE D'AFFICHER, LOI DU 10 AVRIL 1929 » [38], escritas con pintura resistente a la intemperie, encaraba a la primera.
Sólo tres casas daban a la impasse agrupadas fuera del alcance de la vista de la calle, al pie de la L y, a través de la estrecha hendidura existente entre el edificio en el que se prohibía fijar carteles y la parte trasera de un hotel en cuyo techo destacaban unos desagües retorcidos como serpientes, aquellas casas miraban hacia un espacio cerrado por muros de cemento.
La vida en la impasse des Huit Anges, pensó Latimer, debía ser como una especie de ensayo para la Eternidad. Otros, antes que él, habían pensado lo mismo: la prueba estaba en que de las tres casas, dos estaban cerradas y vacías, sin duda alguna, y la tercera, el número 3, precisamente, ocupada en el cuarto y en el último piso tan sólo.
Con la impresión de que estaba entrando en una propiedad privada, Latimer caminó por los irregulares adoquines del pasaje hasta llegar a la puerta del número 3.
La puerta estaba abierta; un pasillo embaldosado desembocaba en un pequeño patio trasero, húmedo y oscuro. El cuarto del conserje, a la derecha de la puerta, estaba vacío y no mostraba señales de haber sido utilizado desde hacía cierto tiempo. A su lado, sobre la pared, cuatro cajas de madera cubiertas de polvo, ostentaban cuatro placas de bronce, atornilladas en la parte superior de cada una. Tres de ellas estaban vacías. En la cuarta, un trozo mugriento de papel contenía el nombre «CAILLE», escrito con tinta violeta.
Al margen de esto, lo único que cabía pensar era que mister Peters le había dado unas señas reales, cosa de la que Latimer no había dudado en ningún momento. Giró y se encaminó hacia la calle. En la rue de Rennes compró una tarjeta, escribió su nombre, la dirección de su hotel, puso el nombre de Peters y echó el sobre en el buzón.
También envió una tarjeta postal a Marukakis.
Lo que ocurriera a partir de ese momento dependía, en gran medida, de Peters. Pero había algo que podía hacer, entretanto: averiguar qué dijeron los periódicos de París (si es que habían publicado algo al respecto) cuando en diciembre de 1931 había sido capturada la banda de traficantes de drogas.
A la mañana siguiente, a las ocho en punto, sin haber recibido aún noticias de Peters, se decidió a pasar la mañana en los archivos de la hemeroteca.
El periódico que por fin eligió había hecho algunas referencias al caso. La primera con fecha del 29 de noviembre de 1931. El titular decía:
TRAFICANTES DE DROGAS
ARRESTADOS
y proseguía:
«Un hombre y una mujer, relacionados con la distribución de droga y adictos, fueron arrestados ayer en el barrio de Alésia. Según se ha podido saber, forman parte de una conocida banda extranjera. La policía espera efectuar nuevos arrestos en los próximos días.»
Eso era todo. Es un texto extraño, pensó Latimer. Esas escuetas oraciones parecían haber sido entresacadas de un informe más extenso. También resultaba curioso que no se mencionara ningún nombre. Censura policial, tal vez.
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