Al término de aquella cena, G. y Bulic se apartaron. Ahora, le dijo, podría haber un negocio de telémetros. ¿Podría él prestar alguna ayuda? Claro que podía, por supuesto, pero se había convertido en un personaje astuto. Pero ya que el valor de su cooperación había quedado bien claro, tenía derecho a esperar algún adelanto.
En realidad, a G. no se le había ocurrido esto, pero asintió de inmediato y muy divertido, en el fondo. Bulic recibió un segundo cheque, de diez mil dinares esta vez. Según el trato, recibiría otros diez mil cuando el nuevo pedido llegara a manos de los «jefes» de G.
En esos momentos el yugoslavo era más rico que nunca. Tenía treinta mil dinares. Dos días después, en el comedor de un elegante hote, G. le presentó a un tal Freiherr [34]von Kiessling. No es preciso puntualizar que el verdadero nombre de freiherr von Kiessling era Dimitrios.
– Cualquiera hubiera pensado -me ha dicho G.- que ese hombre se había pasado la vida en ambientes de lujo. Yo mismo hubiera podido engañarme: sus modales eran perfectos. Cuando le presenté a Bulic como un importante funcionario del Ministerio de Marina, adoptó unas maneras encantadoras. Ante madame Bulic esgrimió una cortesía exquisita, como si la considerara una princesa. Sin embargo, advertí con claridad cómo se movían sus dedos en la palma de ella mientras besaba el dorso de su mano.
Dimitrios se había instalado en el comedor del hotel con el fin de que G. pudiera preparar el terreno antes de la presentación. Después de haber señalado a Dimitrios, G. les dijo a los Bulic que el freiherr era un hombre muy importante. Que posiblemente mezclado en actividades un tanto misteriosas, pero que, sin duda, constituía una pieza importante en el manejo de negocios internacionales de gran envergadura. Que era una persona muy rica y que se decía que controlaba no menos de veintisiete compañías comerciales y financieras. Conocer a ese hombre podía ser muy útil para cualquiera.
De modo que a los Bulic les encantó ser presentados a ese personaje: cuando el freiherr aceptó la invitación de tomar una copa de champaña con ellos, se sintieron honrados, por cierto. La pareja, con su inseguro alemán, se esforzó por congraciarse con aquel invitado.
Bulic debió pensar que aquella ocasión era la que había estado esperando durante toda su vida: por fin podía relacionarse con gente brillante, con personas de verdad, con las personas que creaban y destruían a los hombres, personas que podían convertirle en «algo». Tal vez se viera ya como director de una de las compañías del freiherr, dueño de una bonita casa, rodeado de domésticos, leales servidores que le respetarían como a hombre y como a amo.
Y por cierto que a la mañana siguiente, al ir a su despacho del Ministerio, debió sentir su corazón rebosante de alegría, una dulcísima alegría que no podían empañar aún los recelos ni los escozores de su conciencia: todo eso podía sobrellevarlo fácilmente. Después de todo, G. había recibido lo que quería; él, Bulic, no tenía nada que perder. Además, uno nunca sabe adónde pueden ir a parar ciertos hechos. Son muchos hombres que recorren extraños caminos para llegar al seno mismo de la fortuna.
El freiherr se había mostrado muy amable al decir que esperaba que herr G. y sus amigos cenaran con él dos días después de aquella noche de la presentación.
Le he preguntado a G. los motivos de esa demora. ¿No habría sido más lógico golpear mientras el hierro estaba candente? En dos días los Bulic tenían tiempo para pensar.
– En efecto -ha sido la respuesta de G.-; tiempo para pensar en las cosas buenas que tendrían, tiempo para prepararse para la fiesta, para que soñaran.
Después de esta explicación el ex espía adoptó un aire de gran solemnidad y, de pronto, con una sonrisa en los labios, me soltó una cita de Goethe: « Ach! warum, ihr Götter, ist unendlich, alles, alles, endlich unser Glück nur? » [35]. Ya lo ve usted: G. no carece de sentido del humor.
Aquella cena sería el momento decisivo de la operación. Dimitrios no dejó en ningún momento de lisonjear a madame. Era un auténtico placer encontrar a personas como madame… y, por supuesto, como su marido. Ella… y su marido, naturalmente… ¿por qué no iban a hacerle una visita a su casa de Baviera, al mes siguiente? Esa casa era mejor que la de París, sin duda, y Cannes gozaba un clima muy fresco en primavera. Madame disfrutaría en Baviera; también su marido, sin duda. Es decir, si él podía abandonar por un tiempo su trabajo dentro del Ministerio.
Todo muy vulgar, demasiado simple, sí, pero los Bulic eran gente vulgar, simple.
Madame se tragaba aquellas patrañas junto con los sorbos de champaña dulce, mientras Bulic comenzaba a enfurruñarse. Y así llegó el gran momento.
Una vendedora de flores se detuvo junto a la mesa con su cesto lleno de orquídeas. Dimitrios observó las flores con ojos de experto y eligió el ramo más grande y caro y con gran caballerosidad se lo ofreció a madame Bulic, al tiempo que le pedía que lo aceptara como prueba de su estima. Madame aceptó. Dimitrios hizo ademán de echar mano a su cartera para pagar. Junto con la cartera, como sin querer, sacó un grueso fajo de billetes de mil dinares, que cayó sobre la mesa.
Tras disculparse por su torpeza, Dimitrios se guardó el dinero en el bolsillo. G. comenzó a representar su papel: señaló que era mucho dinero para llevarlo en el bolsillo y le preguntó al freiherr si llevaba a menudo sumas tan importantes encima. No, no muy a menudo; ese dinero lo había ganado en Alessandro's esa misma noche y se había olvidado llevarlo a su habitación. ¿Conocía madame ese casino de juego? No, madame no lo conocía. Los Bulic permanecieron en silencio mientras el freiherr seguía hablando: jamás habían visto tanto dinero en manos de una sola persona.
El freiherr opinaba que Alessandro's era el casino de juego más digno de confianza de Belgrado. Allí, lo que contaba era la habilidad de cada jugador y no la del croupier . El, personalmente, había tenido un día de suerte -lo decía dirigiendo una aterciopelada mirada a los ojos de madame- y había ganado un poco más que de costumbre. En ese instante hizo una breve pausa y luego añadió:
– Puesto que no conoce ese lugar, me encantaría que me acompañaran, como mis invitados, esta noche.
Fueron y, por supuesto, ya se habían hecho los preparativos necesarios para recibirles. Dimitrios lo había arreglado todo. Nada de ruleta (es difícil estafar a alguien en la ruleta) sino el trente et quarante . La apuesta mínima era de doscientos cincuenta dinares.
Pidieron una copa y miraron cómo jugaban durante un rato. Y entonces G. decidió probar su suerte. Vieron cómo ganaba dos veces. El freiherr preguntó a madame si querría jugar. La mujer buscó la mirada de su marido. Como excusa, Bulic dijo que llevaba poco dinero encima. Pero Dimitrios estaba preparado para replicar: ¡oh, eso no era ningún inconveniente! El, personalmente, era conocido de Alessandro y cualquier amigo suyo gozaba de la confianza de la casa. En el caso de que perdiera unos pocos dinares, Alessandro aceptaría un cheque o una letra.
La farsa seguía adelante. Se llamó a Alessandro a la mesa y se hicieron las presentaciones. Luego le explicaron la situación. Alessandro alzó las manos como para protestar. Cualquier amigo del freiherr no tenía motivos para hacer de eso un problema. Además, el señor no había jugado aún. Ya habría tiempo de hablar sobre esos detalles si la suerte le era un poquitín adversa.
G. cree que si Dimitrios les hubiera dejado hablar a ambos siquiera un instante, los Bulic no habrían jugado. Doscientos cincuenta dinares era la apuesta mínima y ni el poseer treinta mil podía hacerles olvidar cuánto significaban aquellos doscientos cincuenta en términos de pagos de alquiler y compra de comida.
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