– Muy amable por su parte.
Latimer pensó que su anfitrión estaba a punto de echarse a reír de nuevo. Pero el polaco había cambiado de idea. Su aspecto había adquirido cierta solemnidad.
– Es un placer para mí, monsieur. Peters es un buen amigo mío. Además, usted me ha caído muy bien y en este lugar no abundan los visitantes -Grodek hizo una pausa-. Tal vez me permita que, como amigo, le haga una advertencia, monsieur.
– Hágala, se lo ruego.
– Pues bien, yo de usted, monsieur, no pensaría dos veces lo que le dijo nuestro amigo Peters e iría a París…
– No sé… -comenzó a decir lentamente.
Pero en ese instante entraba a la sala el ama de llaves, Greta.
– ¡La comida! -exclamó Grodek, satisfecho.
Más tarde, cuando se le presentó la ocasión de pedirle a Grodek que le explicara el sentido de su «advertencia», Latimer olvidó hacerlo. En esos momentos tenía otras muchas cosas en las que pensar.
Los hombres han aprendido a desconfiar de su imaginación. Por esto les extraña descubrir que un mundo concebido por la imaginación, fuera del campo de la experiencia, pueda existir en realidad. En este sentido, Latimer recordaría como una de las más extrañas de su vida la tarde que pasara en Villa Acacias, escuchando el relato de Grodek.
En una carta en francés a su amigo, el griego Marukakis, que comenzó a escribir esa misma noche, cuando todo estaba aún fresco en su memoria, y que dio por terminada a la mañana del día siguiente, domingo, Latimer registraría esa rara experiencia.
Ginebra
Sábado
"Mi estimado Marukakis:
Recuerdo que prometí escribirle para informarle de lo que fuera descubierto acerca de Dimitrios. Me pregunto si usted no se sorprenderá tanto como yo al comprobar que así ha sucedido. Me refiero al hecho de haber descubierto algo. Porque, de todas maneras, me había propuesto escribirle para volver a darle las gracias por la ayuda que usted me ofreció durante mi estancia en Sofía.
Al despedirnos, recordará usted que me proponía viajar a Belgrado. ¿Cómo es posible, pues, que le esté escribiendo desde Ginebra?
Mucho me temo que ya se habrá hecho esa pregunta.
Mi querido amigo, yo mismo querría conocer la respuesta. Sólo conozco parte de ella. El hombre, el espía profesional, que empleara a Dimitrios en Belgrado en 1926, vive en las cercanías de Ginebra. Hoy mismo le he visto y he hablado con él de Dimitrios. También puedo explicarle cómo me he puesto en contacto con ese hombre. He sido presentado a él. Pero el motivo y lo que el hombre que ha actuado de intermediario espera obtener de todo esto es algo que se me escapa aún.
Espero descubrir algo eventualmente. Entre tanto, permítame asegurarle que, si a usted le parece éste un misterio irritante, yo no lo encuentro menos desagradable. Ahora, permítame que le hable de Dimitrios.
¿Ha creído usted alguna vez en la existencia de un «jefe» de espías? Hasta hoy yo no lo creía, pero ahora sí. El motivo: he pasado la mayor parte del día hablando con uno de ellos. No puedo decirle su nombre, de modo que, según la mejor tradición de las novelas de espionaje, le llamaré «G».
G. era un «jefe» de espías (está retirado en la actualidad), tal como es jefe de tipógrafos el hombre que trabaja como tipógrafo para mi editor.
G. contrataba a otros para que trabajaran en el espionaje. Su tarea era, sobre todo, de índole administrativa.
Ahora comprendo cuántas son las tonterías que se dicen y escriben sobre los espías y el espionaje. Pero trataré de explicárselo a usted tal como me lo ha explicado G.
Ha comenzado la conversación recordando una frase de Napoleón, quien aseguraba que en la guerra el elemento básico de cualquier estrategia para lograr la victoria debe ser la sorpresa.
Me atrevería a decir que G. es un maníaco de las citas de Napoleón. Sin duda, Napoleón dijo esas palabras u otras muy similares. Pero estoy segurísimo de que no fue el primer jefe militar que las empleó. Alejandro, César, Genghis Khan y Federico de Prusia, todos ellos, expusieron alguna que otra vez esa misma idea. También en 1928 Foch pensó algo parecido. Pero volvamos a G.
Nuestro hombre asegura que las «experiencias del conflicto de 1914-1918» han demostrado que en una guerra futura (eso suena a algo hermosamente lejano, ¿no es verdad?) la capacidad de movimientos y el poder de choque de los ejércitos y de la marina modernos, así como la existencia de fuerzas aéreas, harán que el elemento sorpresa sea más importante que nunca. Tan importante, en rigor, que posiblemente la nación que realice el primer ataque por sorpresa sea la que salga victoriosa de la guerra. Más que nunca, pues, se pensaba durante la posguerra en la necesidad de estar prevenido contra las sorpresas, guardarse de ellas y hacerlo, evidentemente, antes de que la guerra hubiera comenzado.
Ahora bien, en total en Europa existen cerca de unos veintisiete estados independientes. Cada uno posee un ejército y una fuerza aérea y la mayoría tiene un cuerpo de marina, más o menos importante, según los casos.
Para su propia seguridad, cada uno de esos ejércitos, cada fuerza aérea y cada marina debe conocer los recursos de cada fuerza correspondiente en cada uno de los otros veintiséis países y debe saber qué hacen esos grupos militares: de qué poderío disponen, cuál es su eficacia, qué entrenamiento secreto realizan. Todo esto requiere espías… un verdadero ejército de espías.
En 1926, G. había sido contratado por el gobierno de Italia; durante la primavera de ese año, plantó su cuartel general en Belgrado.
Las relaciones entre Yugoslavia e Italia, por ese tiempo, eran muy tensas. Italia se había apoderado de Fiume, hecho que estaba aún tan fresco en las mentes yugoslavas como los bombardeos de Corfú. También circulaban rumores (que más tarde, durante ese mismo año, resultarían ser fundados) de que Mussolini contemplaba la posibilidad de ocupar Albania.
Italia, por su parte, abrigaba sospechas contra Yugoslavia. La ciudad de Fiume permanecía constantemente encañonada por las armas yugoslavas. Una Albania yugoslava a lo largo del Canal de Otranto resultaba ser una propuesta inadmisible. Y la posibilidad de una Albania independiente sólo era aceptable en la medida en que se admitiese una influencia italiana predominante. Lo ideal era consolidar cualquier estado de cosas favorable a Italia. Pero los yugoslavos podrían presentar batalla. Los informes de los agentes italianos en Belgrado indicaban que, en caso de que estallara una guerra, Yugoslavia se proponía proteger su costa obstruyendo de modo deliberado el Adriático con campos de minas que se tenderían al norte del Canal de Otranto.
Mi conocimiento de estas cuestiones es muy pobre, pero al parecer un país no necesita minar doscientas millas marinas para hacer que un corredor marítimo de doscientas millas sea impenetrable. Basta con que plante dos campos de minas, reducidos, o tal vez uno solo, sin dejar que el enemigo se entere de la posición exacta. O sea que el enemigo necesita llegar a conocer la posición de esos lugares minados.
Pues bien, ésa era la labor que debía desarrollar G. en Belgrado. Los agentes italianos se habían enterado de la existencia de esos campos de minas. Y G., espía experto, había sido enviado para descubrir la exacta localización de esas minas, sin que el gobierno yugoslavo (esta condición era la más importante de su trabajo) llegara a saber que el presunto enemigo poseía esa información. Porque, en caso de saberlo, sin duda, Yugoslavia cambiaría de lugar aquellas minas.
En este sentido, la operación planeada por G. fracasó. Y la razón del fracaso fue Dimitrios.
Siempre se me ha ocurrido la idea de que el trabajo de espía debe ser extraordinariamente difícil. Me refiero a que, si yo fuera enviado a la capital yugoslava por el gobierno británico, con la misión de obtener los detalles de un proyecto de minar el Canal de Otranto, ni siquiera sabría por dónde empezar mis averiguaciones.
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