– ¡Viva la Virgen!
Por último, hacia el ocaso, la limusina negra se aproximó a la verja del Vaticano.
Apretadas una junta a otra en el asiento trasero, Anne y Kathleen contemplaron nerviosas las enormes torres envueltas en niebla, los palacios de estuco, las cruces doradas perfilándose en el cielo romano.
Entonces presenciaron un milagro. Sobre el fondo de pequeñas tiendas y trattorias en la via Merulana, desfilaba una gran columna de adoradores, con casi dos kilómetros de longitud, para recibir a la Santísima Virgen. Doscientos mil fieles habían comparecido allí sin tener apenas noticia sobre la llegada de Kathleen.
El pueblo quería creer.
El pueblo necesitaba desesperadamente creer.
Para los ocupantes de la limusina fue imposible apreciar por completo la majestuosa e imponente escena de amor expuesta ante su vista.
Fue imposible no sentirse conmovido ante la magnitud, la devoción, el amor sincero en los ojos de las gentes. Se arrojaron hermosas flores sobre el coche como si éste fuera la escalinata de la plaza de España.
Anne pensó en las grandes multitudes que viajaran durante el verano de 1917 a la aldea deFátima. Imaginó el efecto que podría causar un milagro en esta época presuntamente racional pero sobremanera susceptible.
Todo su cuerpo fue un ascua; sintió una exaltación increíble. De pronto, sin poder atribuirlo a una razón específica, notó que creía.
Súbitamente, Anne creyó en el santo nacimiento virginal.
Un sentimiento raro pero viejo y familiar se extendió por todo su ser.
Dada la inmensa muchedumbre apelotonada y casi histérica fueron precisos cuarenta y cinco minutos para recorrer el kilómetro final. Cuando Anne se incorporó tensa, dejando un poco atrás a Kathleen, no pudo comprender lo que significaba aquel torbellino sólido de rostros…, unos sonriendo, otros gritando o llorando de felicidad.
Se formó una muralla multicolor de guardias suizos en columna de a dos que rodeó la limusina de modo bastante desordenado. Más allá, las turbas de hombres, mujeres y niños emocionados agitando sencillas gorras campesinas, pañuelos de algodón, cuadros del Bambino , e inclinándose a izquierda o derecha para echar un vistazo a la joven virgen. El aroma dulzón del incienso se extendió por doquier. Hileras de sacerdotes vistiendo sobrepellizas blancas y holgadas sotanas negras. Un rugido creciente que estremeció a Anne.
Lo mejor de todo fue que Anne podía percibir la presencia del amor en las calles que confluían ante el hospital romano donde Kathleen daría a luz. El pueblo adoraba a la virgen Kathleen. Todos ellos intentaban comunicarle ese desesperado y abrumador amor. Hasta entonces, ése fue el momento más hermoso y conmovedor. Anne se sintió dominada por una emoción avasalladora. laquel momento incomparable fue tan increíblemente hermoso, tan inconcebiblel
Por último, Kathleen descendió del coche del Estado Vaticano. Un rugido atronador barrió la avenida romana. A Anne se le erizaron los pelos de la nuca. Su cuerpo mostró una sensitividad y vitalidad muy intensas. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y entonces ella se dio cuenta de que no sólo Kathleen le inspiraba un amor tremendo, sino también ese buen pueblo italiano.
Cuando Anne echaba una mirada a aquella masa policroma y enfervorizada, descubrió una brecha en la muralla de guardias vaticanistas y Policía. El corazón se le subió a la garganta.
– ¡Allí, allí! -gritó señalando.
Pero el ensordecedor vocerío ahogó su voz.
Un hombre fornido, vistiendo chaqueta y camisa blanca deportiva estaba abriéndose paso hacia la brecha. De pronto se escurrió por ella y caminó a paso vivo en dirección de la limusina y Kathleen.
– ¡Dios mío! -gritó Anne, pero ni ella misma pudo oír su voz.
El hombre se inclinó hacia adelante y avivó el paso hasta emprender la carrera.
La hermana Anne Feeney afirmó tas piernas y enderezó la espalda. En el último segundo se lanzó entre el atacante y Kathleen. Hubo un choque formidable entre ella y la robusta figura.
Anne sufrió una fuerte torsión de cuello a la derecha. Recibió en el pecho un golpe paralizador. La pierna derecha se le torció y quedó apresada bajo los cuerpos caídos.
Luego hubo una explosión blanca, cegadora en el centro de la gente apelotonada. Algunos policías y soldados cayeron sobre el hombre y el cuerpo de Anne Feeney.
Los horrorizados policías romanos se gritaron algo unos a otros. Luego apareció una porra y empezó a golpear brazos y piernas, mientras Kathleen era conducida en la dirección opuesta… sin que se pensara cuál podría ser la reacción de la enardecida multitud por aquel lado.
Aunque Anne tuviera la vista nublada, pudo ver con suficiente claridad a dos agentes uniformados que la estaban ayudando a levantarse.
– Paparazzi -dijo el más joven -. Fotógrafo. Mal individuo. ¿Se encuentra bien? Ha hecho usted una acción brava. Muy brava.
– Creo que estoy bien -consiguió balbucear Anne.
Miró a todos los rostros que la rodeaban cada vez más cerca. Ahora, aquellas gentes la aclamaban a ella, según pudo comprender Anne.
– ¡Ah, no hagan eso! -musitó.
Luego sonrió agradecida. Los policías la condujeron aprisa hacia el hospital para que estuviera junto a la virgen Kathleen.
Serían las nueve de la noche cuando la Televisión italiana informó que Kathleen Beavier había ingresado en el Salvator Mundi Clinic, un costoso hospital privado donde se operaba a los cardenales de alto rango, donde se había hospitalizado cierta vez la actriz cinematográfica Elizabeth Taylor durante el rodaje de la película Cleopatra , donde un equipo de seis médicos italianos y americanos supervisaría el nacimiento virginal.
El primer informe procedente del Salvator Mundi fue facilitado por el propio cirujano jefe.
Un cuarentón elegante, de pelo oscuro con el rostro marcado por líneas de carácter firme. Recibió a los periodistas en una sala de conferencias, utilizada principalmente para las asambleas del personal hospitalario.
– Kathleen Grace Beavier se halla en excelentes condiciones il dottore habló con los mejores modales y una sonrisa afable-. Cabe anticipar que el nacimiento del niño tendrá lugar entre las próximas doce y veinticuatro horas. No esperamos la menor complicación.
COLLEEN
«Voy a ser madre muy pronto; un minúsculo bebé saldrá de mi cuerpo », pensó Colleen Galaher con serena estupefacción.
La joven campesina siguió preparando el té de hierbas para ella y sor Katherme Dominica. Cortó algunas rebanadas de la hogaza marcada con la cruz tradicional.
La sencilla tarea de hacer té distrajo su pensamiento de otros acontecimientos muy recientes, cosas que no tenían sentido para la joven Colleen.
Ella sabía muy bien cómo hacer la infusión de hierbas. Según le había dicho el párroco, padre McGurk, hacía un excelente té.
¿Cómo era posible que ella tuviese un bebé? Así pensaba Colleen cuando una fina voluta de vapor blanco apareció en el pitón de su tetera.
¿Y cómo cuidaría ella del bebé cuando naciera?
¿De dónde provendría el dinero necesario?
¿Se le permitiría regresar al Holy Trinity School?
– Sólo tengo catorce años -se dijo la joven en voz baja. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Las manos menudas y pecosas empezaron a temblar.
– Sólo catorce… -Colleen Galaher se cubrió la cara con el delantal y estalló en sollozos -. Dios del Cielo, ayúdame. ¡Por favor, por favor!
Por último, Coleen llevó el té y el pan tostado al cuarto de estar. Buscó por todas partes a la hermana Katherine. Primero miró dentro de la casa, luego fuera, en el porche.
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