Con cada punzada, cada dolor agudo se preguntó: ¿Ha llegado el momento? ¿Va a comenzar todo ahora?
Conteniendo el aliento, dándose un lento masaje en el bajo vientre Kathleen esperó a que se manifestara un claro signo físico.
Romper aguas.
Rotura de la mucosa.
No llegó signo alguno. Todavía no.
Kathleen apretó aún más la mano de Anne.
– ¡Todo es tan extraño y aterrador para mí! -Kathleen encorvó la espalda y se meció suavemente en su butaca-. Me pregunto si alguien ha experimentado esto alguna vez. Resurgen todos los temores que desterré al fondo de mi pensamiento. Mis peores temores. Cada vez más florecientes, ¡y tan vividos!
»No ceso de cavilar… ¿Saldrá bien parado mi niño? ¿Lo saldré yo…? ¿Dolerá mucho,…? Ahora, las preguntas se suceden sin pausa, Anne.
Kathleen se tranquilizó de nuevo; ambas quedaron silenciosas y atemorizadas en la habitación del hospital.
El simple acto de unir sus manos fue suficiente.
Entretanto, la negrura total de la noche se había tendido sobre el hospital romano cual una cogulla frailesca. Ante la puerta de Kathleen prestaban servicio cuatro guardias suizos.
Al fin era el 13 de octubre…, el día de la Virgen.
Santísima Virgen María, tu vida de fe y amor y perfecta unidad con Cristo fue proyectada por Dios para mostrarnos claramente cómo deberían ser nuestras vidas… Tú eres el arquetipo de maternidad y virginidad.
CONCILIO VATICANO SEGUNDO, 1964.
EL NIÑO
El infante estaba cabeza abajo cual un acróbata circense en el pequeño útero de su madre. La diminuta criatura se asía levemente con una mano al cordón umbilical, la imagen perfecta del sosiego.
La menuda cabeza estaba empotrada en la mucosa cervicovesical. Los pies, como patas de cangrejo, golpeaban juguetones las delicadas membranas estomacales de la madre.
Extremidades, dedos de manos y pies, uñas, cejas y pestañas del niño estaban plenamente desarrollados. No se podía distinguir el sexo. Los latidos de su corazón eran rítmicos, sin tacha. Los sentidos de la vista, el oído y el tacto estaban casi atrofiados pero prestos a desarrollarse rápidamente apenas se les aplicaran los adecuados estímulos.
El niño media aproximadamente cuarenta centímetros de longitud, pesaba un poco más de tres kilos, es decir, un término medio.
La piel, aunque sonrosada como un pétalo de rosa, estaba cubierta por un suave vello negro y arrugada como la de una persona muy anciana. El cuerpo estaba envuelto por completo en una fina gasa como la piel de un queso.
Cada una de las microscópicas células cerebrales contenía amor y bondad, capacidad sin igual para experimentar felicidad y tristeza, talento, ingenio y sentido de la ironía, amor por la belleza y voluntad para sobrevivir dentro de la raza humana.
En todos esos terrenos era un niño como cualquier otro.
ANNE
Todo se mueve demasiado aprisa y en cielos peligrosos e ignotos, dijo Anne para sí sin poder dominar un estremecimiento.
¿Qué elementos tenían una explicación lógica, a su juicio? ¿Cuáles no la tenían? ¿Quién podría sentarse tranquilamente para valorar con serenidad cualquiera de las cosas ocurridas en aquellas últimas y emotivas horas?
Dos vírgenes, reflexionó Anne mientras caminaba despaciosa por el desierto vestíbulo del hospital cuyo ambiente estaba saturado con los fuertes vapores del alcohol para fricciones.
Pobre Kathíeen. Inconscientemente, Anne apretó los puños, tensó y distendió los músculos dorsales al compás del paso.
Le resultó difícil imaginar cómo podría sobrevivir a todo aquello una chica de diecisiete años. «La vida de Kathíeen no será nunca más la misma -pensó Anne con tristeza-. Cualquiera que sea el giro de los acontecimientos a partir de hoy…»
Anne dio la vuelta a una esquina para entrar en otro vestíbulo idéntico de mármol y piedra. Plantado ante una asombrosa hilera de estatuas religiosas, un joven policía italiano armado con fusil la miró llegar.
– Signorína.
El policía reconoció a sor Anne como la acompañante de la virgen y se llevó dos dedos a la visera.
«A estas horas -pensó Anne-, Justin y el padre Rosetti estarán ya probablemente en casa de Colleen Galaher… Colleen es también una muchacha encantadora. Incluso más joven (¿y más inocente?) que Kathíeen.» Anne recordó haber ayudado a Colleen en la preparación del té y haber charlado con ella sobre una receta para hacer bizcocho. También recordó que Colleen le había gustado apenas se conocieron… ¿Cuál era la razón? Muy sencillo. ¿Qué era ia virgen irlandesa si no otra joven confusa e inocente? ¡ambas chicas parecían tan buenas, tan rectas…!
¿Por qué les habría elegido Dios, a ella y a Justin, para tan importune tarea? Anne se maravilló.
¿Por qué estaba ella, aquí, en Roma, con Kathíeen? ¿Por qué se hallaba él, allá en la Irlanda occidental?
¿Qué les sucedería a todos ellos dentro depocas horas?
Volviendo otra sombría esquina de piedra, Anne vio que había llegado al final del edificio. Así pues, dio media vuelta y se encaminó a la habitación privada en donde dormía todavía Kathíeen.
Millones de personas estarían preguntándose ahora por todo el mundo acerca de la joven virgen… y del misterioso niño sagrado. Pero ella estaba allí, presente. Era algo difícil de creer. Sin embargo, resultaba estimulante el hacer que su cerebro incorporara las duras realidades a los acontecimientos que estaban teniendo lugar.
Cuando entró por el portal de piedra en la habitación de Kathíeen pasando entre el sombrío cuarteto de guardias, notó que su nerviosismo y ansiedad eran ya ingobernables. Su corazón latía a toda prisa.
Anne intentó no alimentarse de excesivas esperanzas.
Procuró desechar las maravillosas posibilidades de este nacimiento en Roma. Por la pequeña ventana de la habitación, sor Anne Feeney contempló un sol entre anaranjado y bermellón flotando sobre el Trastevere.
¡Hermoso amanecer! , se dijo. Un signo.
LOS SIGNOS
El coronel Reese Monash intentó absorberen los círculos internos de su mente la gloria plena de aquel caos magníficamente ordenado, la milagrosa serenidad, la increíble belleza que le había sido dado presenciar.
Había billones de estrellas cual una exhibición de joyas incomparables sobre un fondo infinito azul, casi negro. Había remolinos de gas suavemente coloreado. Meteoritos marmóreos, blancos o negros. Luego, surgía ante la vista un planeta lejano e iridiscente con rojos anillos chinos.
El coronel Monash miró fijamente a los cielos desde su asiento en los mandos del U.S. Skylab VI.
Reese Monash y el capitán Mickey Kane cumplían su décimo séptimo día en el espacio; una prueba espacial rutinaria. Cuatro días más y retornarían a térra ferma : Houston, Texas, donde esperaban a Reese su esposa Janie de veintinueve años y su hijo Wiilie Mac…
Y hablando de eso, la tierra, el coronel Monash divisó encantadoras y parpadeantes luces de numerosas ciudades allá abajo por toda Norteamérica. Vio también desiertos. Y las grandes manchas negras que eran los océanos Atlántico y Pacífico, lo sabía bien.
Cuando subía en uno de los laboratorios espaciales, Reese creía pertenecer a otro planeta. El astronauta creía formar parte de una inteligencia grandiosa, se veía cual un ser sobrenatural, infinito.
Mick Kane afirmaba que él tenía la misma sensación bastantes veces. A su modo de ver, el Skylab VI era como una iglesia, realmente una alambicada capilla interplanetaria que podía inspirarte grandes pensamientos. Y bien sabía Dios que uno no podía pensar ya en tierra.
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