LOS FIELES
Esperanza, expectación y excitación fueron contagiosas en el mundo entero; aquello se generalizó como algo nunca visto durante siglos o quizá milenios.
Un sacerdote joven, rubio se irguió sobre el gran terrazzo pétreo del Palacio Apostólico.
Más de cuatrocientas mil personas se arracimaron ante él cubriendo por completo la majestuosa plaza de San Pedro, extendiéndose más allá de donde alcanzaba su vista.
El joven sacerdote experimentó una sensación de poder abrumador; cayó en la tentación de verse algún día como un gran dirigente de la Iglesia. Cogió el micrófono portátil y empezó a rezar con admirable unción. Su sonora voz de barítono fue
como un trueno arcangélico sobre el mar de cabezas en la plaza de San Pedro.
La multitud respondió a la plegaria con un rugido tronante, apenas concebible. Luego, se cantó el Veni Creator Spiritu: Ven, Santo Espíritu.
En México, un millón aproximado de fieles asistió a la emotiva misa en la Basílica de Guadalupe y sus alrededores, el lugar donde se apareciera por vez primera la Virgen a un indio mexicano allá por el siglo xvi.
En toda España y Holanda, en toda Francia, Polonia y Bélgica, en Alemania Occidental e Irlanda y regiones de Inglaterra, las grandes catedrales se llenaron hasta el límite de su capacidad.
Al comenzar el día laborable, largas líneas surgieron de las iglesias más importantes en Amsterdam y París, Bruselas y Londres., Madrid, Varsovia y Berlín. Las resonancias del Ave María flotaron majestuosamente en el vigorizante aire otoñal.
Por otra parte, el satélite televisivo Telstar de los Estados Unidos proveyó una participación instantánea desde Nueva York, a través del Oeste Medio hasta California. Un número jamás conocido de televidentes para contemplar el nacimiento en el programa de primera hora.
En Boston, todos los escolares de la inmensa Archidiócesis fueron conducidos con autobuses al Fenvay Park, campo de béisbol de los Red Sox, donde se oficiaría una misa al aire libre. Los gloriosos sonidos de la Misa para niños se elevaron hasta el Massachusetts Turnpike, desarticularon la circulación matutina de tal modo que quienes iban hacia el Oeste hubieron de regresar hasta la carretera 128, y los automovilistas en dirección Este tuvieron que volver al Callaghan Tunnel.
En Los Angeles, la concentración más emotiva de todas fue quizá la del anfiteatro Frank Lloyd Wright's Hollywood Bowl.
Con una superficie de 2.023 áreas, el estadio tenía cabida para más de setenta mil personas; las colinas circundantes le procuraban una acústica natural que hacía innecesarios los micrófonos a los asistentes religiosos y demás celebridades. En otros tiempos había sido escenario para los espectaculares oficios de Pascua… Aquella mañana lo era para una inmensa reunión de familiares y amigos de las personas afectadas por la poliomielitis veneciana. Todos juntos rogaron por un gran milagro; rogaron para que la virgen misericordiosa curara a sus seres queridos.
En las últimas horas antes del nacimiento, una revista calculó que se habían hecho por lo menos cinco millones de fotografías, y aproximadamente medio millón de grabaciones. Durante un período breve y esperanzador los pueblos del mundo se unieron y ofrecieron oraciones por la joven Kathleen Beavier y su hijo a punto de nacer.
– ¡Santa Madre de Dios…! -La voz del joven sacerdote siguió resonando entre las grandes columnatas y las monumentales columnas antiguas -. Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
– ¡Confiamos en la voluntad de Dios!
Las gentes rezaron juntas formando un coro ensordecedor, escalofriante.
– ¡Creemos en Dios Todopoderoso!
El pueblo del mundo entero deseaba todavía creer. Después de tantos años dificultosos, años de espiritualidad decreciente, el pueblo deseaba todavía creer.
KATHLEEN
La sala de partos dentro del hospital Salvator Mundi era muy amplia y de una blancura deslumbrante; también un poco aterradora, tal como suelen serlo los quirófanos con su atmósfera antiséptica.
Varias hermanas de El Salvador, algo nerviosas, con sus inmaculados uniformes blancos y todas almidonadas, se atareaban afanosas haciendo lo posible para auxiliar al equipo médico especial.
Cuando dos de ellas trasladaron sin esfuerzo a Kathleen desde la camilla rodante a la mesa blanca y esterilizada de alumbramientos, ella dejó caer los párpados… Notó que empezaban a atarla con vendas. Luego, que le colocaban suavemente los pies en unos estribos obstétricos de frío metal. Acto seguido, hicieron descender un espejo de cromo pulido para que se viera a sí misma, y le pasaron por la frente una esponja empapada con una mezcla picante de alcohol.
Con mucho dolor, pero sintiendo también una calidez adormecedora, Kathleen dejó retroceder el pensamiento hacia su primer encuentro con el Papa Pío. La adolescente creyó estar oyendo todavía las palabras del Santo Padre. Recordó exactamente lo que él le había dicho… sus inflexiones, todo:
– Kathleen, según el mensaje de Fátima… podría entablarse una batalla sobre la superficie terrestre entre el reino de Dios y los dominios del diablo. Ello podría significar el juicio Final pronosticado en las Revelaciones de san Mateo y san Marcos… hay dos vírgenes. Una engendrará al Salvador…, otra al Anticristo.
– ¡No! ¡Por favor!
Kathleen levantó la voz de repente en la atareada sala de partos.
– Todo va bien, Kathleen. Todo marcha perfectamente hasta ahora.
La joven oyó una voz sedante.
Sus ojos se abrieron parpadeantes en la sala del hospital extremadamente luminosa y activa.
Un hombre muy atractivo con una bata blanca y holgada, un médico de hermosos ojos castaños la miraba inclinado sobre ella. Había cierta expresión humorística en el rostro de aquel hombre alto. Una luz de la sala estaba centelleando. Casi parecía un guiño en el ojo derecho del cirujano.
– Soy el doctor Bonnano, ¿recuerdas? Nos conocimos anoche en tu habitación… Escucha, Kathleen, yo quisiera darte algo para facilitar el parto. Lo que llamamos epidoral local.
Kathleen asintió pero lanzó un leve gemido de dolor.
– Lo creas o no, todo es absolutamente perfecto hasta ahora. Gozas de una salud privilegiada, condición fundamental para tener hoy un hermoso bebé.
– Gracias -balbuceó Kathleen, sintiendo que empezaba a perder el dominio de sí misma por alguna razón inexplicable.
Se preguntó si aquello le sucedería a todas las madres poco antes de alumbrar.
Otro doctor le hincó una aguja larga y aguda. El dolor fue terrible.
El médico jefe continuó hablándole, «¡y con cuánta fluidez!», pensó Kathleen.
Mientras tanto, Anne contemplaba la escena con el rostro cubierto por una máscara de gasa. Pero sus ojos parecían expresar terror. Kathleen hubiera querido hablar con ella unos minutos, hubiera querido abandonar aquella mesa de operaciones. Y lo habría hecho si las ligaduras no fuesen tan firmes.
– Vas atener un bebé muy hermoso, Kathleen -dijo el doctor Bonnano -. Fíjate, éste será mi bebé número cuatro mil trecientos sesenta y cuatro. ¿No lo sabías? Absolutamente cierto. Esto no tiene importancia -murmuró el atractivo dottore -. Ahora, obsérvame.
COLLEEN
Justin siguió oyendo una idea obsesiva y única repetida sin cesar en su mente:
Si no puedes creer que quizás ocurra ahora un bendito milagro, un segundo nacimiento divino…, ¿cómo podrás decir que tú siempre creíste?
¿Creíste siempre en Jesucristo, padre O'Carroll?
¿Creíste siempre, de verdad?
Entretanto, Colleen observaba una manga negra y brillante de la sotana del sacerdote que evolucionaba alrededor de su rostro. El sacerdote más joven, el más atractivo, le pasaba delicadamente una esponja por la frente. Mostraba mucha afabilidad y parecía preocuparse por ella.
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