Allí había mayormente brezales, azafrán y galoncillos de la Reina Ana. Las hojas se liberaban y volaban por los aires como flores vagabundas.
Colleen recogía retoños y varillas con rapidez y eficiencia, sin preocuparse de su abultado estómago y del dolor sordo, constante. Ello le hacía recordar cuando recolectaba vegetales en Maam Cross la primavera anterior…, casi nueve meses antes, cuando ella había trabajado en la próspera granja de Mr. Jimmie Dowd.
Aquel día Colleen vestía una bata de un verde oscuro que hacía juego con el sorprendente color de sus ojos. Su larga melena negra estaba sujeta con una cinta de un verde trébol, el matiz exacto de un cerro distante cercano al mar.
La joven canturreaba con una voz dulce, armoniosa, lo que parecía ser en aquel momento su canción predilecta.
Era una hermosa canción de amor que la virgen Colleen había oído por primera vez el invierno pasado… en la noche del veintitrés de enero.
KATHLEEN
Obedeciendo órdenes directas y misteriosas de Roma y la autorización absoluta de su familia, Kathleen Beavier abandonó Newport aquella tarde.
A la una y media, dos «Lincoln» plateados contornearon la elegante porte cochere de Sun Cottage. Como a una voz de mando se abrió la puerta principal; siete personas subieron sigilosas a los vehículos y el convoy partió sin demora.
Mientras los coches se deslizaban fuera del Estado con una nutrida escolta policial, se dijo solamente a la Prensa que Kathleen se encaminaba hacia Nueva York, donde tal vez se ofreciese la oportunidad para una conferencia de Prensa tan pronto como ella estuviera a salvo.
Por primera vez en casi dos semanas la mansión Beavier estuvo tranquila… y sana.
Alrededor de las dos y media, aquella misma tarde, cuando se hubo despejado el terreno de reporteros y mirones, tres sedanes inclasificables hicieron alto ante la puerta principal de Sun Cottage.
Se sacó con gran urgencia más equipaje de la casa. Kathleen y los demás fueron conducidos apresuradamente a los coches; éstos partieron veloces en dirección Norte hacia el Logan Airport de Boston.
Kathleen se encontró a bordo del vuelo 342 antes de que los automóviles conduciendo a doncellas y personal de cocina llegaran a Nueva York; el engaño se descubrió durante una bronca ante el «Waldorf Astoria» en la Park Avenue.
A las 10:45 h. otros tres coches recibieron a la partida Beavier cuando ésta aterrizó en el aeropuerto de Orly.
Un porteador que observaba la curiosa escena se figuró que las indefinibles figuras -incluyendo algunos hombres con vestiduras holgadas-, eran árabes llegados a Francia para celebrar conversaciones secretas sobre el petróleo.
Sin perder ni un instante fue al teléfono y traspasó el soplo a un periodista, que se pasó el tiempo rondando el aeropuerto en busca de visitantes ilustres.
Anne se arrellanó en el mullido asiento de cuero de un sedán con chófer; el almohadón pareciifc estar casi respirando bajo ella.
Entonces empezó a experimentar una tensión ininterrumpida. Un puño cerrado le apretó la cintura. Sufrió una jaqueca constante y aguantó un estómago nervioso cuyo ardor no parecía tener fin. Gruñendo sin cesar. Lamentándose del más ligero giro o sacudida.
El nacimiento virginal -el nacimiento-podría tener lugar de un momento a otro. Allá, en Irlanda, Colleen Galaher, quizás estuviera dando a luz. Kathleen podría estar sufriendo los dolores de parto en uno de los coches que les seguían.
¿ Y qué sucedería después ?
¿Cuáles serían las misteriosas secuelas que se mantenían amenazantes tras el nacimiento divino?
Mientras el coche avanzaba raudo por la sombría y silente campiña europea… -¡Francia, por amor de Dios!- , Anne tuvo una visión fugaz del cuerpo de Mrs. Ida Walsh cayendo. Le pareció estar oyendo todavía los alaridos finales e inhumanos de la pobre mujer. Anne casi rompió a llorar en el asiento trasero del veloz coche.
El padre Rosetti le había dicho que Kathleen atraía en torno suyo al diablo. Satanás Luciferi Excelsi.
¿Qué querría significar? ¿Se estaba exaltando al diablo? ¿Dónde? ¿Cuándo?
¿Cómo había conseguido él averiguar tanto?
¿Cuándo se lo contaría todo a los demás y dejaría de representar su papel de investigador exclusivo?
Anne apartó la vista de la cenicienta e hipnótica autopista. Observó al conductor, un hombre silencioso y cogotudo, cubierto con la tradicional gorra de visera negra. También observó en el suelo unas tizas pisoteadas y un manoseado libro de colorines. Evidencia de tiempos más felices en el coche particular.
– Por el lado intelectual, yo sé lo que sucedió hoy -habló al fin Justin desde el asiento trasero-. Ahora bien, por el emocional, todo aparenta ser una acción durante el sueño. No estoy seguro de las reglas. No estoy seguro siquiera si la escena es en color o en blanco y negro.
– Todo te hace pensar que esto no ha ocurrido hoy día -dijo Anne -. Parece insólito y medieval. Ahora creo haber experimentado esa sensación cincuenta veces al día.
– Lo que está aconteciendo nos recuerda nuestras impresiones durante la infancia. Bueno, por lo menos las mías -dijo Justin -. En Cork nadie daba respuesta a nuestras preguntas. Siempre nos sentíamos desequilibrados y completamente en la oscuridad.
– Como si la vida fuese mágica… y temible -agregó Anne.
– La vida es… . -Justin la miró desde su asiento trasero-. La vida es ambas cosas.
Cuando su «Citroen» gris se lanzaba cuesta abajo pareciendo horadar un borroso túnel, un largo tubo iluminado por modernas y difusas luces de sodio, el padre Eduardo Rosetti intentó elucidar un punto importante a Kathleen.
– Por favor, Kathleen, permíteme referirte una más de mis extrañas teorías -dijo Rosetti-. Es mi creencia personal, pero también algo en lo que cree la iglesia de Roma. Así pues, te pido que lo aceptes como acto de fe. Fe , porque esto es el tipo de asunto espiritual con el cual no suele estar sintonizado este mundo nuestro tan empírico.
– ¿De qué se trata, padre?
– Creo, y la Iglesia lo cree asimismo, que el Mal es una fuerza poderosa y tangible de la Tierra. Según se piensa, ¡el Mal florece y se multiplica mediante un remedo demoníaco de la Naturaleza…! El diablo es un fantástico imitador, Kathleen. ¡Un maestro del fingimiento perverso!
«Quienes niegan la existencia del diablo -sobre una supuesta base racional-están negando realmente lo que ven en el mundo, lo que escuchan a su alrededor, lo que piensan y sienten ellos mismos casi cada día de su vida. Créeme, por favor, Kathleen, el diablo está a tu alrededor en este mismo instante.
Kathleen miró fijamente los ojos oscuros y tristes del sacerdote vaticanista. Desde luego le dio crédito. Ella había visto la odiosa expresión diabólica en el rostro de Mrs. Walsh pocas horas antes en Sun Cottage.
– ¿Qué debo hacer, padre? -preguntó.
Bien avanzada la noche una sombría caravana automovilística entró en la villa de Chantilly, a cuarenta kilómetros de París por el Norte.
Una niebla densa y grisácea que había empezado a caer fuera del aeropuerto de Orly hizo perder el contacto a los coches.
Allí, en Chantilly, el hermano más joven de Charles Beavier habitaba con su mujer y sus hijos una granja señorial. La localidad campestre francesa parecía ser un escondite excelente para Kathleen hasta que naciera el niño…
Cuando los fantasmales coches se deslizaron por las calles desiertas de Chantilly, todo el mundo dio un suspiro de alivio. La finca de Henri Beavier y su familia era un lugar solitario rodeado por una sólida verja negra de hierro y altos setos sombríos. Parecía bastante segura y aislada, aunque un poco impresionante a esas horas de la noche.
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