Se acordó del agente del FBI, Marty Grange, sentado frente a ella en la sala de conferencias, clavándole aquella mirada suspicaz. Pues ahora estaba demostrándole que no se equivocaba.
Sonó de nuevo el teléfono. Era Brown otra vez. Debería ponerle al corriente de lo que estaba haciendo, pero no contestó. Ya hablaría con él más tarde, cuando supiera algo.
¿Cuando supiera qué?
Miró sus zapatos mojados y destrozados. «Vete a casa. Sabes que esto es una tontería. Déjalo.» Pero no se movió. No podía pensar con claridad. ¿Cómo iba a pensar con claridad después de haber dormido sólo tres horas, mal y con pesadillas? Exigirle sensatez sería pedirle demasiado. Sólo sabía que no podía permitir que Andy Stokes desapareciera llevándose con él lo que pudiera saber del asesinato de Richard. Había hecho una promesa, un juramento, a Richard y a ella misma, y pensaba llegar al final fuera cual fuese la verdad. Tenía que averiguarla antes que nadie. Tenía derecho a ello, ¿no?
Alzó la vista hacia el bloque, como si pudiera ver el interior del piso de los Stokes y los secretos que ocultaba. Se preguntó qué averiguaría.
Por un instante rezó para que Noreen no saliera de aquel maldito edificio.
Noreen Stokes apartó las pilas de jerséis cuidadosamente doblados, sacó el joyero escondido en el fondo del armario y lo dejó en la cama. Hacía años que no guardaba allí ninguna joya. El collar de perlas, los sencillos pendientes de oro, hasta el anillo de compromiso, de diamantes, se habían vendido o empeñado hacía mucho tiempo, acompañados de las habituales promesas de Andy de comprarle joyas más grandes y más caras cuando las cosas mejorasen, cosa que no pasó nunca.
Pero a ella le daba igual. Nunca le habían interesado mucho las joyas. Siendo una chica del Medio Oeste con título de bibliotecaria, nunca había esperado demasiado de la vida.
Sacó la parte superior del joyero forrado de terciopelo, acordándose de la primera vez que vio a Andrew Stokes, un chico guapo con cara de niño que se había acercado al mostrador de la biblioteca con aquella sonrisa tan suya. Más tarde, cuando tuvieron su primera cita, no podía creerse que un hombre como Andrew Stokes le prestara a ella la menor atención y mucho menos que, sólo después de salir unas cuantas veces, la pidiera en matrimonio. Cuando Noreen le preguntó por qué quería casarse, él explicó que con ella se sentía seguro, y aunque no era exactamente la respuesta que a ella le hubiera gustado, se quedó conforme. Su padre, banquero, y su madre, bibliotecaria, tampoco entendían nada hasta que al cabo de un año de casados Andy comenzó a pedirles préstamos, a los que ellos accedieron… al menos durante una época.
Noreen sacó del joyero el dinero que llevaba ahorrando en secreto desde que se había dado cuenta de que su marido no era tan buen partido como ella esperaba. En diez años Noreen había conseguido ahorrar más de veinte mil dólares.
Había estado a punto de dejarle más de una vez: sus desapariciones sin explicación, la bebida, las drogas, y sobre todo cuando el detective le dio la mala noticia y le enseñó las fotos de Andrew con aquellas mujeres. Pero aquello era cosa del pasado. Andrew la necesitaba de nuevo, había suplicado su perdón y había confesado sus pecados (por tercera o cuarta vez desde que estaban casados), pero también había reiterado su amor eterno, y eso era lo que contaba. Andrew entendía que se había equivocado y prometía cambiar, le suplicaba otra oportunidad. Podían escaparse juntos, le dijo, comenzar una nueva vida. Y aunque algo le decía a Noreen que tuviera cuidado, no recordaba haberse sentido tan feliz desde el día que vio por primera vez la sonrisa deslumbrante de Andrew Stokes. No pensaba permitir que nadie le arrebatara aquella sensación, y esta vez ella tenía todos los ases.
Ató los fajos de billetes con gomas y los colocó ordenadamente en una bolsa pequeña, escondidos debajo de varias prendas de ropa interior, una blusa, un jersey fino, un bañador y unas sandalias, lo justo para ir tirando unos días. También metió unas cuantas cosas para Andy.
El corazón le latía deprisa. Nunca en su vida había hecho nada parecido, nada tan… emocionante. Iba a huir con Andy, el bribón de su marido. Ella se había ocupado de todo: de poner la casa en venta, abrir una cuenta en el extranjero para que le ingresaran el dinero, reservar una habitación en un hotel de Guadalajara («pequeño, encantador, apartado», según la guía de viajes). Tenía ya los billetes en el aeropuerto JFK. Al día siguiente estarían paseando cogidos de la mano por una solitaria playa de México.
Se metió los pasaportes en el bolsillo, se puso un pañuelo en la cabeza y se lo ató bajo la barbilla. Le gustaría haber tenido una boina o un sombrero de ala, como el que llevaba Ingrid Bergman en Casablanca o Faye Dunaway en Bonnie and Clyde. Quería parecer tan peligrosa y tan elegante como se sentía.
Se imaginó a su pobre marido asustado, escondido en el Bronx. Cómo acudiría ella en su rescate, qué agradecido se sentiría él siempre.
Intentó imaginarse la habitación del hotel de Guadalajara. Esperaba que fuera bonita porque esta vez, si Andy quería, estaba dispuesta a ladrar.
En la esquina norte entre las calles Setenta y dos y Park Avenue, un joven ataviado con una anodina chaqueta gris y una gorra que le tapaba la mitad del rostro, se ocultaba a la sombra de una furgoneta de reparto aparcada en doble fila, junto a un Navy Blue Chevy Malibu. Llevaba allí casi dos horas. La fina llovizna le había empapado los zapatos y tenía los pies entumecidos. Cambió el peso de una pierna a otra, pensando en meterse en el coche, pero al final no lo hizo. Otro joven estaba al volante del Malibu, esperando que le diera la orden.
Echó un vistazo al edificio de los Stokes y luego a Kate. Se metió en la boca dos chicles Doublemint. La estúpida cancioncilla del anuncio seguía sonando en su mente:… doble placer, doble diversi ó n.
Maldita sea, tenía los pies helados. Se asomó por detrás de la furgoneta y vio que Kate también miraba el edificio, esperando, igual que él. Se imaginó lo que le gustaría hacer con ella, pero cuando la fantasía comenzaba a formarse, Noreen Stokes salió de la casa, el portero le abrió la puerta de un taxi y se marchó.
Un instante después, Kate hizo exactamente lo mismo y entonces él se deslizó en el Malibu con la agilidad de una serpiente entre la hierba.
Ahora que se había desvanecido el efecto de las drogas, Andy Stokes estaba tembloroso, le picaba la piel, le ardía el estómago. Se inclinó sobre el retrete de Lamar, sucio y agrietado y vomitó un hilillo de bilis. Se agarró al lavabo para erguirse hasta verse en el espejo. Su pelo rubio raleaba y lo tenía desgreñado, la piel pálida, los ojos inyectados en sangre. «Es sólo una jodida pesadilla, tío.»
Se pasó la mano por el pelo. «Eh, rubiales, ¿dónde te habías metido?» Frunció el entrecejo y se volvió. Tal vez no era más que un mal sueño. Sintió otra náusea, pero tenía el estómago vacío. Dentro sólo llevaba asco y fracaso. Mierda. No era culpa suya, eso lo sabría cualquiera, ¿no? En realidad no era un mal tipo. Lo suyo era… una necesidad. No tenía elección.
¿Un sueño? No, una pesadilla. Como en aquel momento, cuando nada más despertarse supo que Lamar no sólo había desaparecido, sino que además le había robado la cartera.
Cogió la oxidada maquinilla de afeitar que había en el lavabo y se la llevó a la muñeca. «Qué coño, acaba de una puta vez, hazle un favor al mundo.» Pero no podía. Qué demonios, era incapaz de todo.
Entonces se acordó de que Noreen iba a sacarle de aquel hoyo. Saldría del país, lo dejaría todo atrás, comenzaría de nuevo. Noreen iba a salvarle porque él le había dicho cuánto la quería, cuánto la necesitaba.
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