No tenía que pedírselo, Kate ya había decidido hacerlo y se dirigía hacia la puerta.
– Quiero que me tengas informado de cualquier cosa que te diga, ¿entendido? -le dijo Floyd.
– Muy bien. Pero no creo que le saque mucho. Apenas conozco a Noreen Stokes.
En cuanto Kate cerró la puerta, Grange puso su manaza en el brazo de Brown.
– Un momento. -Aguardó a que saliera Perlmutter.
– ¿Qué pasa? -A Brown no le gustaba la expresión del agente.
Grange hizo una seña a Marcusa y Sobieski, indicó la puerta con la cabeza y esperó a que se marcharan.
– Tenemos que hablar.
– ¿Sí?
– Mire, no quisiera ser un aguafiestas, pero si a Rothstein le asesinaron por encargo ya conoce el procedimiento. A la primera que hay que investigar es a la mujer.
Floyd Brown se echó a reír.
– ¿A McKinnon? -Desechó la idea con un gesto de la mano-. Usted no sabe lo que dice.
La expresión del otro se endureció.
– ¿Cree que lo sabe todo sobre ese matrimonio? ¿Sabe, por ejemplo, si Rothstein se tiraba a su secretaria y McKinnon lo descubrió, o…?
– Conozco a McKinnon y conocía a su marido. Lo que está diciendo es una tontería.
Grange suspiró.
– Mire, nada me gustaría más que equivocarme. Lo único que estoy sugiriendo es que nos cercioremos, que miremos el listado de llamadas telefónicas, que interroguemos a algunos de sus amigos…
– Ni hablar.
– Lo siento, pero es mi trabajo. Mi trabajo y el suyo. Tenemos que comprobarlo todo. -Los ojos oscuros de Grange parecían dos canicas negras-. Mire, no tendría por qué decirle nada. No necesito su permiso. Sólo intento que trabajemos en equipo.
«Ya. Seguro.» Brown respiró hondo y exhaló despacio.
– ¿Le importaría decirme por qué McKinnon iba a acabar con su fuente de ingresos?
– ¿Por el dinero del seguro? Rothstein tenía una póliza de cinco millones.
– Le garantizo que Rothstein para ella valía más vivo que muerto.
– Tal vez -replicó Grange-. Pero podrían existir otras circunstancias, como ya he dicho: otra mujer, otro hombre, tal vez hasta se odiaban, quién sabe.
– McKinnon nos está ayudando con el caso, joder. ¿Quiere decirme por qué iba a hacerlo?
Grange le clavó la mirada.
– Podría considerarse la coartada perfecta.
– Yo le pedí que viniera.
– Según tengo entendido, usted le pidió que colaborase con el caso del Bronx, y eso fue antes de que mataran a su marido.
Floyd cogió aire.
– McKinnon fue la primera en señalar que el cuadro encontrado junto al cadáver de su marido era distinto, que no era obra del otro asesino. ¿Por qué haría una cosa así sabiendo que si no decía nada tenía la tapadera perfecta para el asesinato de su marido? Si McKinnon entró en el caso para estar al corriente de las investigaciones, para despistarnos, podría haber mentido, podría haber dicho que los tres lienzos eran obra del mismo pintor.
– McKinnon es muy lista.
– ¿Y qué?
– Y nada. Que es muy lista. -Grange tensó los labios-. No me gusta hacer esto, pero hay que investigarlo todo y a todos.
– Siempre y cuando tenga sentido.
– Sólo estoy haciendo mi trabajo. -Dio unos golpecitos en la ficha de Baldoni-. Tenemos un sospechoso relacionado con el crimen organizado, un hombre al que el gobierno federal cree responsable de media docena de asesinatos por encargo, eso por lo menos.
– Asesinatos de la mafia -replicó Brown-. No por encargo de mujeres y maridos dispuestos a acabar con sus parejas.
– Pero no sabemos por qué mataron a Richard Rothstein, ¿verdad? -Grange juntó las manos con calma-. De todas formas, pienso averiguarlo.
El piso de los Stokes estaba decorado con poca inspiración: el sofá y las sillas del comedor eran de ante marrón topo, las cortinas un poco más claras, las alfombras de un tono casi idéntico y en las paredes, de un marrón más pálido, colgaban algunos cuadros de paisajes en colores pastel, impresionistas norteamericanos. No eran de primera categoría, pero Kate reconoció algunos de segundo nivel que no eran baratos ni mucho menos.
Andy y Noreen Stokes vivían en uno de esos edificios altos entre las avenidas Madison y Park. Igual que su colección de arte, no era exactamente lujoso pero sí bastante caro. Kate admiró las vistas desde el piso catorce: se veían principalmente edificios, un atisbo de Central Park y mucho cielo, lo cual en Manhattan era un lujo. Estaba un poco sorprendida, no pensaba que el sueldo de Andy le permitiera llevar aquel tren de vida.
En la pared que dividía el salón del comedor había unos cuantos cuadros, paisajes y bodegones. Kate se acercó a ellos. El dibujo no era muy bueno y los colores un poco chillones.
– A Andy le gusta pintar -explicó Noreen.
Kate volvió a mirar. Los colores estaban desentonados, pero no de forma tan exagerada como en las telas del Bronx. A pesar de todo, se sintió incómoda.
– ¿No tienes ni idea del paradero de Andy?
– No. He llamado a todos sus amigos. No me imagino dónde puede estar. Incluso he llamado a los hospitales.
Noreen Stokes llevaba una bata larga de ante marrón rosáceo, tan parecida a las tonalidades de la habitación que la cabeza y las manos parecían flotar en el aire. Era una mujer pequeña y anodina, de pelo castaño y piel tan traslúcida que dejaba ver el entramado de capilares en sus sienes y debajo de los ojos, lo cual le confería un aspecto frágil, casi como si pudiera romperse.
– Estoy preocupadísima -añadió, aunque en su voz había poca emoción.
Si Richard hubiera desaparecido, pensó Kate, ella estaría paseándose y fumando como una loca. La idea la frenó en seco: Richard hab í a desaparecido. De pronto tuvo envidia de Noreen Stokes, con un marido ausente que podía reaparecer.
– ¿Te importa que me siente? -preguntó.
Noreen señaló el sillón de ante.
– ¿Te apetece tomar algo?
– Si fuera un poco más tarde te pediría un whisky, pero no, gracias. -Kate forzó una risita que ayudó a reforzar la pantomima de serenidad que estaba representando-. Perdona que te lo pregunte, pero ¿te había pasado esto antes? Quiero decir, ¿es la primera vez que Andy desaparece?
Noreen se la quedó mirando. Una venilla púrpura le palpitaba bajo un ojo. Entreabrió los labios como para hablar, pero no dijo nada. Se sentó en una butaca y se quedó inmóvil.
– No. Claro que no -contestó por fin.
Kate la miró a la cara, preguntándose cómo aquella mujer tan anodina, tan frágil, había terminado casándose con Andy Stokes, quien, según los tópicos al uso, debía considerarse un buen partido.
– Lo siento, pero es que no conozco mucho a Andy. La verdad es que no me implicaba mucho en el trabajo de Richard porque a él no le hacía mucha gracia. Ya se sabe, los hombres son muy suyos con las cosas del trabajo.
– Sí, supongo que tienes razón. -Noreen se enrolló en el dedo un hilo suelto de la manga de la bata.
– Vaya, no te imaginas lo difícil que era sacarle algo a Richard. -Notó que su interpretación era forzada, pero estaba intentando encontrar una forma de acercarse a aquella mujer-. No te cuento la de veces que me despertaba a las tres de la mañana y él no estaba en casa. ¡Me llevaba unos sustos de muerte! Y cuando le llamaba a la oficina, preocupadísima, él estaba tan tranquilo, que si perdona, que si no me había dado cuenta de la hora… -Suspiró para disimular el dolor que le causaba hablar de Richard-. ¡Es que nunca piensan en nosotras!
– Andy se marchaba muchas veces, desaparecía varios días, pero… -Noreen se interrumpió de pronto, tensando tanto el hilo de la bata que el dedo se le quedó blanco.
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