Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Ahora miró a la puta, que se había puesto a estirar la manta otra vez. Patético.

Aquello no iba bien. No se le terminaba de poner dura y además seguía preocupado por todo. Podían detenerle y meterle en la cárcel. Y ahora hasta su esposa, su fiel Noreen, amenazaba con dejarle. Noreen. ¡Joder, si supiera de la misa la mitad! Bueno, que le dieran por el culo. Que se largara si le daba la gana. Noreen se negaba a ladrar, por más que él llevara años pidiéndoselo y suplicándoselo.

– ¡Que te den por el culo, Noreen!

– Yo no me llamo Noreen.

– ¿Acaso estaba hablando contigo? -Se dejó caer en la horrible cama, miró la bombilla desnuda del techo y quedó cegado un momento. Cerró los ojos con fuerza y las estrellas danzaron contra un telón negro.

¿Qué demonios estaba haciendo allí? Se imaginó junto a un mar azul y suspiró. ¿Cómo había llegado a caer tan bajo? Se sentía sucio y despreciable. Miró a la chica, que seguía a gatas, y lanzó una risa amarga.

– ¿De qué te ríes? -preguntó ella, todavía trasteando con la manta.

– De nada. -Le dieron ganas de matarla, de aplastarle la cabeza contra el suelo y ver cómo se le salían los sesos, si es que tenía.

Le parecía que había pasado mucho tiempo. Tantas promesas, tantos sueños evaporados, muertos o agonizantes. Debería suicidarse. Debería haberse matado hacía años, antes de que todo aquello se le fuera de las manos.

Miró de nuevo a la prostituta. No le estaba ayudando a olvidar, y eso era lo que él quería, lo que necesitaba, olvidar. Estaba cansado. Demasiado cansado para hacer nada.

– Vete -dijo.

– ¿Qué?

– ¡Que te largues! -Arrugó un par de billetes de veinte dólares y los arrojó al suelo.

La chica echó a andar a gatas detrás de ellos y él se incorporó para mirarla.

– Eso es. ¡Corre como una perra! -Saltó de la cama y montó a la chica, meneándose la polla medio fláccida para ponerla dura-. ¡Y ahora ladra!

– Esto te va a costar veinte más -dijo ella, mirándole sobre el hombro.

– ¡Que ladres, coño! ¡¡Ladra!!

14

– Me alegro mucho de que hayas venido, Liz. -Kate se apoyó contra la pared de ladrillo de la comisaría Seis, buscando el tabaco en el bolso. Era un alivio salir de la asfixiante sala de conferencias.

– Bueno, ya que estoy en la ciudad, también puedo trabajar un poco. No ha sido nada. Me debían unos favores. Pero yo ya no hago trabajo de campo, Kate. No creo que me dejen participar otra vez. Y tampoco creo que a Grange le haya hecho mucha gracia que viniera.

– ¿Has visto cómo me mira?

– Mira así a todo el mundo. Va con el trabajo del FBI: paranoia e intimidación. Pero si quieres que te diga la verdad, creo que le gustas.

– ¡Venga ya! ¡Tú ves alucinaciones!

– Y no creas que a ti no te he visto el plumero: que si la manita en el brazo, que si una sonrisita…

– Oye, estoy desesperada. Es evidente que ese tío quiere sacarme del caso.

– No depende de él. Bueno, a menos que el FBI asuma todo el control de la investigación -replicó Liz-. Y tú has hecho un buen trabajo. El cuenco de rayas que encontraste en casa de Martini demuestra que el bodegón lo pintó él.

– Pero no demuestra que fuera el asesino. -Kate encendió un Marlboro con una cerilla-. No tenía ningún móvil. Martini fue siempre un artista, se ganaba la vida de cualquier manera para poder seguir pintando. -No se podía creer que estuviera buscando excusas para el hombre que, según la policía, podía haber asesinado a su marido. Pero tenía el presentimiento de que la policía buscaba una solución fácil-. Yo no creo que fuera el.

– ¿No podría haber alguna relación entre Richard y Martini? Richard coleccionaba arte y Martini era pintor.

– Si la hubiera habido yo lo sabría. -La pregunta le trajo a la cabeza aquel recuerdo de hacía ya un año: habían encontrado un gemelo de Richard en el lugar de un crimen y él había mentido al respecto. «¿De verdad lo sabría?»-. A Richard le interesaban los artistas de primera fila o las jóvenes promesas. Leonardo Martini no era ni lo uno ni lo otro. -Kate dio una calada y suspiró mirando el humo.

Liz le puso la mano en el hombro.

– ¿Estás bien?

Kate esbozó una sonfísa demasiado radiante.

– Claro que sí.

– No tienes por qué esforzarte tanto conmigo, ¿sabes?

– ¿Quieres que demos un paseo o algo?

– Me encantaría, pero le he prometido a mi hermana hacerme cargo del niño. -Liz se despidió con un beso, pero se detuvo a medio camino de los escalones de piedra-. ¡Y tira de una vez ese cigarrillo!

Mientras su amiga se alejaba, Kate aplastó la colilla con el tacón y se hizo el propósito de comprar una caja de Nicorette.

¿Y ahora qué? Perlmutter necesitaba un par de horas para escribir el informe de otro caso antes de reunirse con ella en la copistería donde trabajaba Leonardo Martini.

¿Y si se iba a su casa? Con eso sólo se sentiría más tensa y más sola. Necesitaba un descanso, un sitio donde pensar.

El nuevo museo de arte contemporáneo, creación del que había sido director de uno de los grandes museos del centro, se había convertido, en sus veinticinco años de vida, en toda una institución, con su propio equipo de conservadores, una trayectoria de innovadoras exposiciones e incluso una pequeña librería de lo más moderna.

Mientras subía por las escaleras hacia el segundo piso, Kate todavía estaba pensando en Leonardo Martini y el cuenco de rayas azules encontrado en el depósito de la cisterna. De pronto vio tina esfera perfectamente redonda, de color carne, un poco más pequeña que una bola de bolos, mágicamente suspendida en el aire en un rincón de la pared.

Kate leyó la etiqueta («Aproximadamente quinientos chicles») y sonrió.

El artista, Tom Friedman, era un escultor, sólo que esta vez, en lugar de trabajar con yeso o arcilla, se había dedicado a mascar chicles para luego modelarlos. Era curioso, divertido y, a su manera, hermoso.

Kate sonrió de nuevo al ver una esponjosa masa blanca que flotaba sobre el suelo. Advirtió que la habían hecho a base de relleno de almohadas, separando hebra por hebra. Los artistas estaban constantemente inventando y reinventando el arte. Kate se acordó de las líneas blancas de Martini, con el lienzo sin pintar. Estaba segura de que era el autor del bodegón encontrado junto al cadáver de Richard.

Pero ¿por qué?

Por mucho que ella dijera, los de Homicidios todavía querían creer que era posible que Martini hubiera realizado las tres pinturas. Pensó en Marty Grange, siempre acompañado de sus agentes: Marcusa, que jamás abría la boca, y Sobieski, un tipo chulo de aspecto marcial. Se creían que habían encontrado al asesino. Pero se estaban agarrando a un clavo ardiendo, Kate estaba segura. Alguien había encargado a Martini que pintara el bodegón, lo cual explicaba los cinco mil dólares encontrados debajo del colchón de aquel artista muerto de hambre.

Todavía estaba pensando en el papel de Martini cuando se acercó a un pedestal blanco sobre el que al parecer no había nada. Hasta que advirtió una pequeña esfera marrón del tamaño de una pastilla. Esta vez no tuvo que leer el texto de la pared, porque sabía muy bien lo que era: un trozo perfectamente modelado de los excrementos del autor. Ya había visto aquella pieza, en una exposición colectiva donde un visitante, creyéndose que el pedestal estaba vacío, se había sentado en él. Cuando se levantó, la mierda había desaparecido. Kate se preguntó si no se le habría colado de alguna forma en los pantalones, buscando un hogar conocido, y se echó a reír.

Le encantaba la idea de utilizar materiales no convencionales para el arte. Pero la risa se le cortó en seco al pensar en el psicópata del Bronx y su enfoque de la pintura, nada convencional. ¿Qué era exactamente lo que quería expresar?

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