Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Ella termina la frase:

¡ En McDonald's!

– ¡Vaya! -exclama él.

Ella se echa a reír y cambia el peso de pie mientras sus pechos bailan una rumbita bajo su camiseta ajustada.

– Me encantaría. -Le mira pensando que es guapísimo y suspira-. Pero tengo que irme a casa porque si no mi compañera de piso, o sea, me mata.

– ¿De verdad? -pregunta él muy serio-. ¿Eso crees?

– ¡Eres la monda! -La chica se echa a reír-. Otro día. -Le quita despacio el lápiz de entre los dedos y escribe su número de teléfono en el reverso del cuaderno-. Soy Annie. Llámame.

Y se marcha trotando calle abajo. Se gira una vez y le dedica una sonrisa provocativa, pero él no se molesta en devolvérsela porque acaba de advertir que el chico moreno sale del edificio. Es su oportunidad y no quiere dejarla pasar.

– ¿Qué te parece, Tony? ¿Es él?

S í . ¡ Es geniaaaaaal!

El muchacho moreno se detiene en el último escalón, deja en el suelo su maletín de pintura, se pone un cigarrillo en los labios y se toma su tiempo para encenderlo. Luego se apoya contra la pared y deja que el humo le salga lentamente de la boca. Es una pose que pide a gritos una banda sonora, uno de esos grupos femeninos que a ella tanto le gustaban, las Shirelles o las Chiffons, con sus uuhs y sus aahs, sus instrumentos de cuerda y sus canciones lastimeras. Will you still love me tomorrow… (Me seguirás queriendo mañana…) Es evidente que el chico está posando para él. Se echaría a reír a carcajadas si no fuera tan importante.

Al cabo de un momento el muchacho tira el cigarrillo y lo aplasta con el tacón, luego se acaricia la melena negra, recoge su maletín de pintura y cruza la calzada corriendo, esquivando coches y taxis como si se estuviera filmando una persecución. Se detiene para recuperar el resuello justo a su lado. Se inclina sobre él. El aliento le huele a tabaco.

– Ese dibujo mola, tío.

– Gracias.

– ¿Qué te has hecho en la mano? -pregunta al ver la cicatriz amoratada.

– Ah. -Se cubre la muñeca con la camisa-. Eso fue hace mucho tiempo. Estaba… afilando un lápiz con una cuchilla. -Se quita las gafas porque todo el mundo, no sólo la chica, dice que tiene unos ojos muy bonitos. Qué ironía. Era para echarse a reír. O a llorar, nunca atina bien con las emociones. Pero quiere distraerle de la cicatriz, quiere volver las cosas a su cauce. Sonríe, esforzándose por no entornar los ojos. Es evidente que ha dado resultado, porque la sonrisa del otro se ensancha y se torna un poco soñadora.

»¿Te gusta el sitio? -pregunta, señalando la escuela con la cabeza.

– Sí, mola.

– ¿Eres un artista?

– Eso intento. -El chico se muerde el labio, nervioso o tal vez flirteando-. ¿Y tú?

– Yo soy un artista.

– Qué guay. ¿Dónde expones?

¿Exponer? La palabra le despista un momento, pero se le ocurre una respuesta:

– En museos.

– ¡Jo! Qué guay. -Y se queda allí haciendo lo mismo que la chica, pasando el peso de un pie a otro.

¡ Adelante! ¡ Recuerda que eres geniaaaaaal!

– ¿Vives por aquí? -le pregunta al chaval.

– Pues… bueno, tengo un sitio en el centro, en East Village. No puedo pagarme otra cosa hasta que tenga obras en los museos, como tú. -Suelta una risita nerviosa, casi femenina.

– ¿Pintas allí?

– Pinto, vivo, lo que sea. Mola.

– Qué guay -contesta él, imitando el argot del chico-. ¿Vives solo?

– Sí. -Otra risita nerviosa-. Oye… ¿quieres venir a casa?

– ¡Geniaaaaal!

El chaval se echa a reír.

– ¿Tony el Tigre? -aventura.

– ¿Lo conoces?

– ¿Y quién no?

– ¿De verdad conoces a Tony?

– Tienes mucha gracia, tío -replica el chico moreno y suelta otra risita.

El se pone de nuevo las gafas y sonríe.

13

Mientras Brown investigaba el historial de Leonardo Martini, Kate observaba a través del cristal la sala de interrogatorios donde Nicky Perlmutter entrevistaba a Lamar Black, el novio de Suzie White. Con sus antecedentes por drogas, pequeños hurtos y prostitución, no había sido difícil localizarle. Ahora estaba sentado en una silla de madera y tenía en la mano un cigarrillo que fumaba como si fuera un porro. Intentaba dárselas de duro, pero parecía derrotado, con los ojos cansados y los músculos de la mandíbula trémulos. Según Brown, Perlmutter llevaba interrogándole un par de horas.

– Dice que no tiene ni idea de quién ha podido hacerle eso a su «pequeña Suzie», que estaban enamorados -informó Nicky al salir de la sala. Él también parecía agotado. Tenía los labios secos y los ojos inyectados en sangre-. Puede que esté diciendo la verdad. Dio un buen respingo cuando le puse en las narices las fotos del fotomatón. Jura que la noche que mataron a Suzie él estuvo en unos billares hasta altas horas de la madrugada.

Kate se quedó mirando a Lamar Black a través del cristal. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los fluorescentes iluminaban una fea cicatriz en forma de media luna que iba del lóbulo de la oreja izquierda hasta la otra oreja. Era la marca que Rosita Martínez había mencionado.

– ¿Qué más?

– Por lo visto Suzie White había escapado de su casa siendo menor de edad. No se acuerda de dónde era. Del culo del mundo, vete a saber. Tal vez podamos localizar a su familia. Dice que Suzie solía trabajar en las calles del centro para un chulo italiano, un listillo. Black piensa que pertenece al crimen organizado, pero quién sabe. Suzie se largó porque el listillo le pegó una paliza, y dio con Black a través de una de las chicas de su harén, aunque la chavala ha tomado las de Villadiego y no habrá manera de interrogarla.

– Alguien debería ir al Bronx para hablar con las chicas.

– Ya estamos en ello -contestó Nicky.

– No tiene mucho sentido que la haya matado él. ¿Para qué se iba a cargar su propia inversión? -Kate echó otro vistazo a Black, que ahora estaba encorvado y sujetándose la cabeza entre las manos-. Y no me lo imagino como nuestro asesino pintor.

– Probablemente no, pero él no lo sabe. Lo único que sabe es que, con su expediente, lo podemos meter en chirona si nos da la gana.

– ¿Conocía a la otra víctima, Marsha Stimson? -preguntó Kate.

– Dice que no. Pero puede que alguna de sus chicas la conociera.

– ¿Y el cliente habitual de Suzie que Rosita Martínez mencionó?

– Sí, según Black, Suzie tenía un cliente a quien veía una o dos veces a la semana, por lo general en el centro de la ciudad. Por lo visto el tío este conocía al chulo italiano y la amenazó con irse de la lengua si ella no le atendía cuando él quería.

– ¿Tenemos la descripción?

– Black dice que sólo lo vio una o dos veces, y de lejos. Es más o menos joven y atractivo.

– ¿Y Suzie nunca le contó nada de él?

– Decía que le gustaba oírla ladrar.

– Pues que los agentes pregunten a las prostitutas por los aficionados a los ladridos -dijo Kate, poniendo los ojos en blanco-. Puede que todavía siga viendo a las chicas de ese chulo italiano. A lo mejor no estaría de más tenerlas vigiladas.

Perlmutter asintió con la cabeza.

– ¿Tú crees que el tío iría hasta el Bronx, nada menos, para echar un polvo? Muy desesperado tendría que estar.

– O muy obsesionado -apuntó Kate.

– Me parece que se os ha escapado -dijo Floyd Brown, girando la pantalla del ordenador para que Kate y Nicky la vieran-. Leonardo Alberto Martini. Fallecido.

– Mierda. ¿Cuándo? -preguntó Kate.

– Anteayer. Suicidio.

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