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Cara Black: Asesinato en Montmartre

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Cara Black Asesinato en Montmartre

Asesinato en Montmartre: краткое содержание, описание и аннотация

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Al intentar salvar a una amiga de la niñez (ahora policía) de ser acusada de asesinato, Aimée se cruza en el camino de los personajes más curiosos de Montmartre: separatistas corsos radicales, gánsteres, los Servicios de Seguridad, prostitutas, descendientes de artistas y otros bohemios… Identificar al verdadero asesino acerca a Aimée a la resolución del misterio que rodea la muerte de su propio padre, unos años antes, en una explosión en la plaza Vendôme, una muerte que todavía acecha sus pensamientos. No descansará hasta que descubra quién fue el responsable.

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Buscó un mechero en el bolsillo. En el peor de los casos, tiraría las latas de gasolina y… no, eso sería una tontería. ¡Había cajas de munición almacenadas al lado de los paquetes de Ariel!

¿Qué podía hacer? Echó un vistazo a las ruedas de espigas de metal corroído y a los escombros en su vía de escape y trató de memorizar la ruta. ¡Suponiendo que llegara tan lejos!

Para enfriar el motor expuesto, el generador tenía un ventilador que giraba y las hojas estaban protegidas por una carcasa de metal oxidado. Tuvo una idea. Rebuscó con las manos intentando encontrar algo, cualquier cosa, que fuera lo suficientemente larga para lo que necesitaba. Y la encontró.

El ruido del generador amortiguaba los gritos y juramentos en corso. Vio a Lucien tirado en el suelo con los brazos en la espalda y vio también como lo empujaban detrás de unas grandes bobinas de cable metálico. Echó un vistazo hacia un lado del generador. Conari, con la camisa manchada de sangre, estaba sentado y atado detrás de la carretilla elevadora. No podía distinguir quién era la otra figura parcialmente oculta por Lucien. ¡Un momento! Los zapatos. Conocía esos zapatos.

Alguien se acercó hasta el generador. Un brazo se agachó para coger una lata de gasolina. Tenía que hacerlo justo ahora.

Con todas sus fuerzas empujó un tubo largo de metal sobre el suelo de tierra y lo enganchó en el ventilador que daba vueltas. Se produjo un chirrido ensordecedor al triturarse el metal y atascar el motor. Luego el ruido de algo que se aplastaba y crujía a la vez que emitía una lluvia de chispas y escupía fragmentos de metal mientras el motor engullía el tubo. Una nueva lluvia de metralla compuesta por trocitos de metal cayó sobre la vagoneta. El hombre gritaba.

La luz vaciló. El generador rugió y chirrió hasta detenerse dejando la caverna sumida en la oscuridad. Todo su cuerpo se estremecía y temblaba. Hubo chillidos y más gritos de dolor. Solo habían transcurrido veinte segundos, pero parecían veinte minutos. Siguió el olor vomitivo del aceite del generador que se quemaba, tan rancio que hasta podía paladearlo. Una voz gemía de dolor.

– ¿Qué ha sido eso? ¡Imbéciles! ¡Id al generador de seguridad!

Los haces de las linternas barrieron la grisácea humareda. A través del eco de un megáfono escuchó palabras incomprensibles. ¿Serían los flics? ¿Morbier quizá? Siguieron cortas ráfagas de disparos y los impactos de las balas al caer. Mon Dieu. ¡Lucien se encontraba expuesto a una lluvia de disparos! Se agachó y vio los zapatos que corrían sobre la gravilla hacia el túnel.

¡Se escapaba! Hizo un esfuerzo por incorporarse. Se agarró al rollo de metal para sujetarse mientras tosía y le pitaban los oídos.

Se repuso y, esperando recordar el camino, echó a correr por el túnel siguiendo la vía del tren. Le guiaban los pasos que resonaban frente a ella. El gélido túnel se estrechaba. Entonces, dejó de oír los pasos.

Se detuvo, jadeando, y se apoyó en la pared de piedra. Estaba en el cementerio y los panteones se recortaban contra el cielo despejado, solo una fina neblina rodeaba el perlado halo de la luna.

¿Cómo lo encontraría en esta necrópolis?

De la derecha le llegó el sonido del cristal al romperse.

Se tropezó con las raíces de un árbol que serpenteaban sobre una lápida, intentó detener el temblor de sus manos y retirar el húmedo manto vegetal de su cara. Obligó a sus piernas a moverse, pero no tenía ni idea de hacia dónde la dirigían.

Se dijo que tenía que concentrarse. Concentrarse en las sensaciones que la rodeaban, tal y como había hecho durante el tiempo en el que estuvo ciega: los sonidos, las corrientes de aire, la sensación de cambios en el terreno. El brazalete de jade en su muñeca, de un verde opalescente, brillaba a la débil luz de la luna.

Su mente se despejó y la calma se apoderó de ella. Guió sus pasos alrededor de las irregulares tumbas sin tropezarse. Y entonces se detuvo.

Podía sentirlo rondando a su alrededor. Olía el sudor del pánico. El aroma que Laure había sentido en el andamio.

– Yann, sé que estás ahí -dijo Aimée-. Te delatan tus zapatillas de correr.

De la nada surgió una bandada de búhos asustados que echaron a volar agitando las alas.

– Pero eres brillante, Yann -continuó-. Viniendo de mí, eso es mucho.

Por delante de ellos una sombra alargada se movía en el húmedo aire.

– El albañil de la obra confirmó que los contenedores se vacían los miércoles. Era imposible que se hubiera desbordado la noche en la que «encontraste» el diagrama. Pero eso es una minucia, un detalle sin importancia. Puede que hicieras el servicio militar en Córcega.

– ¿Sabías eso?

Ella no lo sabía, lo había adivinado. Igual que lo del contenedor.

– No hay duda de que hablas corso y descubriste el alijo de armas. Contrataron a mi padre para encontrar las armas robadas hace seis años.

– Eres como un fantasma -le dijo mientras avanzaba para que lo viera.

Ella se dio cuenta de que estaba cubierta de polvo de escayola blanco. Un fantasma que se encontraba como en casa aquí, con los demás.

– Conari se metió en ello. Lo amenazaste, así que siguió adelante. Jacques exigió más dinero y Zette sabía demasiado.

– Jacques quería abandonar, el muy idiota -dijo Yann.

Aimée sintió que presionaban contra su sien el frío metal de un arma. Yann jadeaba en su oído, y le agarró y retorció los brazos a la espalda. La empujó hacia delante.

Tenía que conseguir que siguiera hablando. De cualquier cosa. ¿No había dicho René que el ministerio exigía que las empresas que tenían contratos de construcción con ellos tuvieran analistas de sistemas?

– Qué ingenioso. Trabajaste en contratos con el ministerio. ¿Es así como conseguiste pinchar las comunicaciones de Orejas Grandes?

– ¿Pincharlas? -Puso los ojos en blanco. Le colgaba la coleta sobre el hombro. Tenía la chaqueta del traje salpicada de trocitos irregulares de metal. Se le había adherido el olor a aceite quemado-. Tal y como salieron las cosas, a pesar de todos los preparativos, no necesité hacerlo. Instalé el sistema de comunicaciones en Solenzara, donde trabajé con todos estos tipos. Solo compartí con ellos una botella de Courvoisier y me puse al corriente. Muy fácil.

Y sencillo. Así funcionaban las cosas entre los viejos camaradas del ejército. No le sorprendía que siempre llegara a callejones sin salida.

– Así que escuchaste la línea de Conari en el piso de la DST y supiste que estaban vigilando tu «operación».

– Como en los viejos tiempos. -El aliento de Yann se helaba y flotaba formando un rastro de vapor sobre las lápidas irregulares-. Ya entonces, en Córcega, Jacques estaba metido en el juego. Me chantajeó, hasta que no me dejó opción.

– ¿Jacques amenazó con contarlo todo cuando descubrió la clave? La clave a la que solo tú tenías acceso. Lo único que probaba tu implicación. Así que lo silenciaste de una vez por todas.

¿Dónde estaban los flics? Le temblaban las manos. Tenía que conseguir que siguiera hablando.

– ¿No fue eso lo que ocurrió? Te diste cuenta de que Petru trabajaba de incógnito para la DST. Sabías que estaban acercándose -continuó apresuradamente-. Yo también me acerque demasiado, así que lanzaste las sospechas sobre Lucien.

Él le retorció los brazos con tanta fuerza que se le paró la circulación.

– Un poco tarde, Chica Maravilla [13].

Gotas de sudor le bañaban el labio superior. ¿No se habrían dado cuenta los flics de que Yann se había escapado en medio de la confusión?

– ¿Por qué ahora? ¿Por qué trasladar tantas armas ahora?

– Conari y sus camiones de construcción. Un poco aquí, un poco más allá. No le importaba siempre y cuando se le pagara. -Los ojos de Yann brillaban-. Es alucinante cómo, al final, todo se reduce al dinero. Nunca se tiene el suficiente.

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