Cara Black - Asesinato en Montmartre

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Asesinato en Montmartre: краткое содержание, описание и аннотация

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Al intentar salvar a una amiga de la niñez (ahora policía) de ser acusada de asesinato, Aimée se cruza en el camino de los personajes más curiosos de Montmartre: separatistas corsos radicales, gánsteres, los Servicios de Seguridad, prostitutas, descendientes de artistas y otros bohemios… Identificar al verdadero asesino acerca a Aimée a la resolución del misterio que rodea la muerte de su propio padre, unos años antes, en una explosión en la plaza Vendôme, una muerte que todavía acecha sus pensamientos. No descansará hasta que descubra quién fue el responsable.

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– Si la está viendo un médico, ¿podría decirle que estoy aquí? Está en peligro.

– Eso les ocurre a todas nuestras mujeres -dijo Odile encogiéndose de hombros.

Aimée vio los panfletos que hablaban sobre el comercio sexual y los albergues para mujeres en situaciones críticas, las gastadas plataformas de la mujer que estaba haciendo el crucigrama y los moratones en sus piernas que el maquillaje no conseguía ocultar.

– No la he visto -reveló Odile.

Desilusionada, Aimée cruzó el bulevar en dirección al metro. Se imaginaba que Cloclo también había estado buscando a Petru. Puede que hubiera averiguado dónde vivía ahora, pero había desaparecido. Probablemente la estaba haciendo dar vueltas sin más ni más.

Echó un vistazo a través de los cristales empañados de varias cafeterías esperando encontrar a Cloclo, pero no la vio. Al llegar al Café la Rotonde, el último antes de llegar a la estación del metro, miró en el interior. Ni rastro de Cloclo en la barra. Sin embargo, cuando estaba a punto de rendirse, Aimée la vio, acurrucada con su abrigo negro, los pies levantados, sentada en una mesa alejada de la entrada, al lado de la pared sucia de tabaco.

Aimée pidió un brandi y lo pagó.

– Parece que le vendría bien algo fuerte -dijo posando el brandi sobre la mesa frente a Cloclo. La decoración del café parecía ser la misma desde los años treinta, a no ser por el estruendo de la televisión que se oía en todo el bar.

– Otra vez usted no -dijo Cloclo. Pero extendió su mano y cogió la pequeña copa abombada.

– ¿Ha sido Petru el que le ha hecho esto?

– ¿Ese? -bufó Cloclo.

– ¿No iba usted de camino al Bus des Femmes?

– No tienen de esto -dijo Cloclo dando un trago al brandi.

– El Bus des Femmes tiene un médico, Cloclo. Tendría que verla -dijo-. ¿Dónde está Petru?

– ¿Por qué?

Y entonces se derrumbó. Dentro de ella se acumulaban el dolor y la ira.

– Petru es su chulo, ¿verdad? Me mintió, incluso después de que le advirtiera del peligro.

Cloclo hizo un gesto de despecho con la mano llena de anillos de bisutería.

– Me estalla la cabeza. Escuche, me pagó para que le dijera cuando la viera a usted -dijo frotándose la sien.

¿Que le pagó?

– Yo le daré el doble. ¿Dónde diablos está?

Y por primera vez, Aimée vio el miedo en el rostro maquillado de Cloclo.

– Tengo que irme -dijo Cloclo mientras rebuscaba en el bolso.

Aimée se acercó aún más y posó las manos sobre los hombros de Cloclo.

– No hasta que me diga dónde puedo encontrar a Petru.

Cloclo echó un rápido vistazo al café.

– No es seguro. Y no es mi chulo.

Cloclo apuró el brandi.

– Ellos se lo llevaron.

Aimée se puso rígida.

– ¿Quiénes?

– Se detuvo una furgoneta; unos tipos lo agarraron y la furgoneta arrancó.

– ¿Unos tipos con gorras negras y plumíferos, uno de ellos con mala dentadura?

Cloclo asintió.

– ¿Dónde fueron?

– Se largaron a toda velocidad, no sé adonde.

Aimée vio los cardenales rojos en el cuello de Cloclo y se imaginó su desolador futuro. Tiró el pendiente y cincuenta francos sobre la mesa con marcas de agua.

– Vaya a que la vea el médico, Cloclo.

Viernes, a última hora de la tarde

La oscuridad había teñido la húmeda calle repleta de taxis y autobuses. Los transeúntes se aferraban a sus bolsas de la compra y se apresuraban con los cuellos del abrigo levantados para protegerse del aire gélido.

Aimée estaba desconcertada, no sabía hacia dónde ir, dónde seguir investigando. Llamó a Strago, pero no obtuvo respuesta. Entonces se le ocurrió una idea.

Sebastian, su primo, conocía el ambiente de los clubes. Contactó con él en su tienda de marcos en Belleville. El ruido de fondo del golpear de los martillos le decía que su primo pequeño se había quedado hasta tarde trabajando.

– ¿Sebastian?

Los golpes cesaron y fueron reemplazados por el lento zumbido de la sierra.

– Es un pedido urgente, Aimée -dijo-. Doce láminas que enmarcar y colgar para un restaurante que abre mañana. No tengo tiempo de trepar tejados esta noche.

Su negocio había despegado. Ella se sentía orgullosa de él. Y llevaba ya cuatro años limpio y alejado de las drogas.

– Una pregunta: estoy buscando un discjockey que pincha vinilo, Luden Sarti. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarlo?

– ¿Cuál es el alias?

– ¿El alias? Ni idea. Es un músico corso, toca una mezcla de tecno y música polifónica.

En el silencio que siguió podía escuchar el ruido del afilado y perforado del metal.

– Podría pinchar un estilo totalmente distinto de su propia música.

– ¿Qué quieres decir?

Jazz tradicional, cibernética, electrónica, industrial de los ochenta, trance. Cualquier cosa.

No tenía toda la noche. ¿Cómo podría encontrarlo?

– Sebastian, por favor sé más concreto.

– Los discjockey ofrecen un servicio a la multitud asidua a los clubes, así se ganan la vida. Los buenos crean su propio estilo y lo protegen. Llevan una doble vida. Sé de un flic que pincha vinilo cerca de République, pero nunca lo sabrías. Un sitio barriobajero y sucio lleno de góticos, punkis, heavies y sin techo.

¿No había dicho Lucien que él dormía en cualquier sitio?

– ¿Cómo se llama?

– Gibus, en la rue du Faubourg du Temple -repuso él.

– Gibus… ¿es ese el argot para un sombrero de copa?

– Eso es. Todos pinchan ahí en algún momento.

Podía empezar por ahí. Y con un poco de trabajo, tenía el atuendo adecuado.

* * *

Encontró Gibus en una calle estrecha bajo las vías del tren. No tenía nombre en el exterior, solo una rozada puerta cubierta de grafitis frente a la que fumaban unos cuantos góticos. Podía escuchar el aleteo de las palomas según emprendían el vuelo desde las roñadas vigas sobre sus cabezas.

La galería cubierta estuvo en su momento ocupada por almacenes para las mercancías que llegaban por ferrocarril. En la actualidad, carteles recién pintados anunciaban que era el lugar escogido para un centro de Internet y software denominado «Silicon Alley» patrocinado por el Gobierno. A juzgar por las paredes desconchadas y los edificios dilapidados les faltaba mucho camino por recorrer.

Aimée atravesó la puerta después de entregar veinte francos a un cabeza rapada con varios dientes de oro.

– ¿Hay discjockey hoy?-preguntó.

Él asintió y desató la gastada cuerda de terciopelo de la entrada que conducía a un pasillo con paredes rosas fluorescentes.

– Hoy tenemos noche gótica. Cuidado con los escalones.

Gótica. No parecería estar demasiado fuera de lugar con su largo vestido negro de red y las enredadas extensiones morenas. Si Sebastian le había dado las indicaciones correctas alguien que estuviera metido en el mundo de los discjockey conocería a Lucien. Descendió a oscuras, agarrándose a la barandilla de metal de una estrecha escalera de caracol y, para no caerse, vio por dónde iba, palpando la húmeda pared del pasillo subterráneo abovedado que vibraba al ritmo del heavy metal. Tenía las manos húmedas y cubiertas de una pátina aceitosa.

El pasillo se ensanchaba formando una caverna que olía a papier d'arménie, las antiguas tiras de color rosa oscuro que se doblaban como un acordeón y se quemaban para dar buen olor a las habitaciones dejando un aroma significativo. Un aroma que ella asociaba con su profesora de piano, una mujer rusa que lo quemaba para ocultar el hecho de que cocinaba en un hornillo en la misma habitación en la que daba clases.

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