P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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P D James Sabor a muerte Nº 7 Serie Dalgliesh A mis hijas Clare y Jane - фото 1

P. D. James

Sabor a muerte

Nº 7 Serie Dalgliesh

A mis hijas Clare y Jane,

y en recuerdo de su padre,

Connor Bantry White

Nota de la autora

Presento mis excusas a los habitantes de Campden Hill Square por mi atrevimiento al erigir allí una casa de sir John Soane y romper con ello la simetría de sus terrazas, y a la Diócesis de Londres por introducir, a modo de aportación a las necesidades pastorales, una basílica de sir Arthur Blomfield, con su campanario, en las orillas del canal Grand Union. Otros lugares descritos son identificables como parte de Londres. Por consiguiente, tiene especial importancia manifestar que todos los acontecimientos descritos en la novela son ficticios, y que todos sus personajes, vivos y muertos, son imaginarios.

Expreso mi agradecimiento al director y empleados del Laboratorio de Ciencia Forense de la Policía Metropolitana, por su generosa ayuda en cuanto a los detalles científicos.

Algunos pueden mirar sin mareo

Pero yo jamás aprendería el juego

Digamos pues que sangre y respiración

Hacen que a la muerte se cobre afición.

A.E. Housman

PRIMERA PARTE. Muerte de un baronet

I

Los cadáveres fueron descubiertos a las nueve menos cuarto de la mañana del miércoles, dieciocho de septiembre, por la señorita Emily Wharton, una solterona de sesenta y cinco años perteneciente a la parroquia de Saint Matthew de Paddington, Londres, y por Darren Wilkes, de diez años de edad, sin parroquia en particular, que él supiera. Esta pareja inusual había abandonado el piso de la señorita Wharton en Crowhurst Gardens, poco antes de las ocho y media, para recorrer a pie el medio kilómetro que separaba el canal Grand Union de la iglesia de Saint Matthew. Una vez allí, la señorita Wharton, como hacía todos los miércoles y viernes, tenía que retirar las flores marchitas del jarro situado ante la estatua de la Virgen, quitar las gotas de cera y los restos de cirios de los candelabros de bronce, limpiar el polvo de las dos filas de sillas de la Capilla de Nuestra Señora, que era el lugar adecuado para la pequeña congregación esperada en la primera misa de aquella mañana, y tenerlo todo a punto para la llegada del padre Barnes, a las nueve y veinte minutos.

Fue en una misión similar, siete meses antes, cuando conoció a Darren. Éste estaba jugando solo en el camino de sirga, si cabe llamar juego a una ocupación tan inútil como la de arrojar latas de cerveza vacías al canal, y ella se detuvo para darle los buenos días. Tal vez él se sintió sorprendido al verse saludado por una persona adulta que no le reprendió ni le asaltó a preguntas. Cualquiera que fuese la razón, lo cierto es que, tras dedicarle una primera mirada inexpresiva, se sintió atraído por ella, siguiéndola primero discretamente, más tarde describiendo círculos a su alrededor, como hubiera podido hacerlo un perro extraviado, y finalmente trotando a su lado. Cuando llegaron los dos a la iglesia de Saint Matthew, él la siguió al interior del templo con tanta naturalidad como si aquella mañana hubieran emprendido juntos el camino desde el principio.

Aquel primer día, la señorita Wharton pudo constatar que él jamás había estado antes en una iglesia, pero ni entonces ni en ninguna otra de las subsiguientes visitas mostró el niño la menor curiosidad acerca de su finalidad. Recorrió alegremente la sacristía y el cuarto de las campanas mientras ella atendía sus obligaciones, observó con expresión crítica cómo disponía los seis narcisos rodeados de hojas en el jarrón a los pies de la Virgen, y presenció con la total indiferencia propia de la infancia las frecuentes genuflexiones de la señorita Wharton, interpretando sin duda aquellos súbitos movimientos como una manifestación más de los hábitos peculiares de los adultos.

Pero ella le volvió a encontrar en el camino de sirga la semana siguiente, y también la otra. Después de la tercera visita, sin que terciara ninguna invitación, el niño regresó con ella a su casa, y compartió con ella su lata de sopa de tomate y sus filetes de pescado.

El almuerzo, como una comunión ritual, confirmó la curiosa y mutua dependencia que, sin mediar palabra al respecto, les unía. Para entonces, ella sabía ya, con una mezcla de gratitud y ansiedad, que el niño había llegado a serle necesario. En sus visitas a Saint Matthew, él siempre abandonaba la iglesia, misteriosamente presente un momento y desaparecido al siguiente, cuando empezaban a entrar en ella los primeros feligreses. Después de la misa le encontraba matando el tiempo en el camino de sirga, y él se reunía con ella como si en ningún momento se hubieran separado. La señorita Wharton jamás había mencionado su nombre al padre Barnes ni a ninguna otra persona de Saint Matthew, y, que ella supiera, tampoco él había mencionado el de ella en su mundo secreto infantil; sabía ahora tan poco sobre él, sus padres y su vida, como el primer día en que se encontraron.

Sin embargo, esto había ocurrido hacía ya siete meses, una fría mañana de mediados de febrero, cuando los arbustos que flanqueaban el camino del canal, separándolo del municipio vecino, eran todavía enmarañados matorrales de espino carente de vida; cuando las ramas de los fresnos estaban cubiertas de brotes negros, tan cerrados que parecía imposible que un día pudiera salir el verde de ellos y las delgadas y desnudas ramas de los sauces, colgantes sobre el canal, trazaban delicadas plumas en la rápida corriente. Ahora, el verano empezaba ya a mostrar tonos pardos, camino del otoño. La señorita Wharton, cerrando brevemente los ojos mientras caminaba sobre la alfombra de hojas caídas, pensó que todavía podía oler, predominando sobre el olor del parsimonioso curso del agua y de la tierra húmeda, un vestigio de las primeras flores del saúco. Era ese olor el que, en las mañanas estivales, más claramente la llevaba con el pensamiento a los caminos de su infancia en Shropshire. Aborrecía el comienzo del invierno y, mientras caminaba esa mañana, le había parecido olfatear su aliento en el aire. Aunque hacía una semana que no llovía, el camino estaba resbaladizo a causa del fango, que amortiguaba el ruido de los pasos. Caminaban bajo las hojas en un silencio ominoso, e incluso el discreto piar de los gorriones quedaba amortiguado. Sin embargo, a su derecha la orilla del canal todavía mostraba el verdor estival, con hierbas que crecían abundantemente sobre las cubiertas de neumáticos rajadas, los colchones abandonados y los jirones de tela que se pudrían por debajo de ellas, y las inclinadas ramas de los sauces dejaban caer sus delgadas hojas sobre una superficie que parecía demasiado aceitosa y estancada para poder absorberlas.

Eran las nueve menos cuarto y se estaban aproximando a la iglesia, pasando ahora por uno de los bajos túneles que flanqueaban el canal. Darren, que tenía manifiesta predilección por esta parte del camino, lanzó un grito de alegría y se adentró en el túnel, buscando sus ecos y pasando las manos, como pálidas estrellas de mar, a lo largo de las paredes de ladrillo. Ella siguió a aquella silueta saltarina, casi temiendo el momento de atravesar el arco que había de conducirla a aquella oscuridad claustrofóbica y húmeda, con olor a río, y que le permitiría oír, con una intensidad fuera de lo corriente, los lengüetazos del agua del canal junto a las piedras de la orilla, así como el lento goteo del agua desde el techo. Aceleró el paso y, poco rato después, la media luna luminosa en el extremo del túnel se había ensanchado para acogerles de nuevo a la luz diurna, y el niño volvió a su lado, temblando.

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