Cara Black - Asesinato en Montmartre

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Asesinato en Montmartre: краткое содержание, описание и аннотация

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Al intentar salvar a una amiga de la niñez (ahora policía) de ser acusada de asesinato, Aimée se cruza en el camino de los personajes más curiosos de Montmartre: separatistas corsos radicales, gánsteres, los Servicios de Seguridad, prostitutas, descendientes de artistas y otros bohemios… Identificar al verdadero asesino acerca a Aimée a la resolución del misterio que rodea la muerte de su propio padre, unos años antes, en una explosión en la plaza Vendôme, una muerte que todavía acecha sus pensamientos. No descansará hasta que descubra quién fue el responsable.

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Intentó hablar con Cloclo, pero no obtuvo respuesta. Subió las escaleras del metro y salió al aire frío que helaba los huesos. Echó a andar rue Lamarck arriba encorvada para protegerse del viento y dejó atrás un aparcamiento, una funeraria, una pequeña tienda de instrumentos musicales de la que salía un hombre con la funda de un violín y un zapatero con el alto escaparate lleno de miniaturas de zapatos de porcelana. Al llegar a la place Froment se encontró frente a seis pequeñas calles que se cruzaban en una isleta ovalada frente a un café con un cartel rojo en el que se leía: «Tabacos». Al otro lado de la isleta se hallaban una escuela para motoristas, una panadería con los paneles de cristal pintados al estilo de la belle époque con descoloridas escenas de trilla, un moderno bar restaurante y una farmacia con la cruz de neón encendida sobre el escaparate. Un enclave burgués. ¿Se habría confundido Conari? ¿Habría hecho el viaje en balde?

Pasó al lado de una tienda de ultramarinos árabe con recipientes de frutas y verduras expuestos en el exterior bajo un toldo. Enfrente se encontraba el Hôpital Bretonneau, que fue en el pasado un hospital infantil y que ahora estaba habitado por okupas a juzgar por el grafiti que decía: «Arte libre, artistas libres». Era enorme y cubría la mayor parte del bloque.

Giró hacia la rue Carpeaux y entró en el café de la esquina que olía a perro mojado. Había un spaniel tumbado detrás del mostrador, al lado de su dueño, que tenía un teléfono móvil en la oreja. Por lo que parecía, el café había sido decorado por última vez en los años cincuenta.

El dueño la saludó con la cabeza, con el teléfono sujeto entre el cuello y el hombro.

– Monsieur, estoy buscando una tienda de ultramarinos turca -dijo Aimée.

Señaló con el pulgar hacia el ennegrecido muro del hospital que rodeaba el cementerio de Montmartre.

Merci.

¿Cómo se habrían sentido los pacientes ante la vista que se contemplaba desde sus ventanas, un cementerio con árboles dispersos rodeado por una alto muro que contenía el lugar del descanso final de Émile Zola, entre otros?

Sin contar con el viñedo y los cementerios, el hospital ocupaba una de las mayores parcelas de la zona. En el muro habían colocado un cartel que confirmaba el acuerdo de demolición y reconstrucción fechado en 1986, pero aún no habían reconstruido el lugar.

Después espió la tienda de ultramarinos turca, un establecimiento a pie de calle con recipientes con fruta, salsa de tomate Parmalat y un polvoriento narguile en el escaparate. En el interior se oía el lamento de música turca y dos hombres jugaban a las cartas sobre el mostrador junto a la caja registradora. La estrecha tienda estaba llena hasta las viejas vigas del techo de conservas, sandalias de goma, artículos sueltos y cintas y videos turcos.

Bonjour, messieurs -dijo, cogiendo una botella de Vittel y dejando unos francos sobre el mostrador-. Salaam Aleikoum.

Aleikoum Salaam -respondió el más viejo de los dos hombres devolviendo el saludo.

– Si me permiten que les interrumpa un momento -dijo ella-, mi amigo Petru solía vivir aquí arriba, pero ha cambiado de casa. ¿Tienen alguna idea de dónde puedo encontrarlo?

– ¿Petru?

– Es corso. Se cambia de color de pelo más a menudo que yo -repuso ella sonriendo-. Me entienden, ¿verdad?

– No lo he visto hace tiempo -dijo el hombre. Su compañero le dijo algo en árabe-. Lo siento, mi amigo dice que lo vio ayer.

Le dio las gracias y salió por la puerta abierta a un pequeño portal en el que olía a detergente de pino. Una mujer joven vestida con una bata azul y con el pelo recogido en un espeso moño negro pasaba la fregona en los agrietados azulejos.

Pardon, madame, busco a Petru, un corso. ¿Ha dejado una dirección en la que se le pueda encontrar?

La mujer puso la fregona en el cubo de metal.

– Se ha ido. -Se detuvo y se pasó una mano por la frente-. Aquí la gente no deja direcciones cuando se marcha -dijo. Tenía acento portugués-. Limpio, todo está limpio, el lugar está vacío.

Del bolsillo de la mujer colgaba un pendiente brillante. A Aimée le resultaba familiar. Se quedó mirándolo fijamente.

– ¡Qué bonito! Es un Diamonique, ¿verdad?

La mujer agarró fuertemente el pendiente y retrocedió.

Madame, ¿se lo ha encontrado usted en las escaleras o en el apartamento de Petru?

La mujer negó con la cabeza.

– Vino una prostituta a buscar a Petru, ¿no? Llevaba bisutería de este tipo -dijo Aimée.

– Yo hago mi trabajo, limpio portales, paso la fregona en las escaleras y…

– ¿Cuándo estuvo aquí? ¿Ayer, ayer por la noche?

La mujer se santiguó.

– Yo no robo.

– Claro que no. Pero, ¿vio usted…?

– ¿Ha dicho que yo lo he robado? -Los ojos de la portuguesa pestañeaban con miedo-. Limpio bien. Verra, mire. No perder mi trabajo. Está herida. Ojo morado, grande, hinchado. ¿Vendrá a por mí?

– ¿Que está herida? ¿Quiere decir que le han pegado una paliza?

La mujer asintió.

– Yo le digo que Dios la perdonará esta vida -dijo la mujer-. Le digo que vaya al Bus des Femmes, que descanse. Ayudan a mujeres como ella. Ella se ríe de mí. Luego lo encuentro esta mañana. -Puso el pendiente en las manos de Aimée-. Lléveselo. No importa. No creo problemas.

Preocupada, Aimée se preguntó si llegaría a tiempo.

* * *

Aimée encontró el Bus des Femmes, la unidad móvil que ofrecía ayuda médica, legal, social y práctica a las prostitutas en activo, aparcado cerca de la porte de St. Ouen. Era una hermosa autocaravana pintada de violeta a través de cuya puerta abierta emanaban el vapor y la fragancia del café. En el interior sobre una pequeña mesa estaban unos folletos y la cafetera. De una ventana colgaba una cesta de paja llena de condones con los colores del arco iris y con la leyenda «Cógeme, soy tuyo» impresa. Dos mujeres charlaban sentadas en unos bancos alargados mientras tomaban café. Otra mujer estaba haciendo un crucigrama.

Por su maquillaje, sus minifaldas y sus corpiños Aimée se imaginó que las mujeres se habían tomado un descanso en el trabajo. El aire cerrado y cálido, lleno de aroma a perfume barato contribuía a una atmósfera relajada, al sentimiento de refugio seguro.

– ¿Un café?

Aimée se detuvo delante de una mujer joven vestida con chándal y que llevaba una carpeta bajo el brazo.

– No, gracias -dijo-. Pensaba que quizá Cloclo estaría aquí.

– Soy Odile, la ayuda legal. -Sonrió y le tendió la mano-. ¿Cloclo es tu amiga?

– Por así decirlo, sí -dijo Aimée-. Creo que a Cloclo le han dado una paliza.

Odile asintió.

– Lo vemos cada vez más. Muchas se han trasladado desde los bulevares hasta zonas más discretas: aparcamientos, salones de masaje. Lo que tratan de evitar es a la Brigade des Moeurs, la brigada moral. O trabajan durante la madrugada, desde las tres hasta las siete cuando la mayoría de la gente está en casa durmiendo. Pero ese trasladarse a lo clandestino las hace un objetivo más fácil de los ataques violentos.

Por supuesto.

– ¿Es de Europa del Este? -preguntó Odile-. Esas chicas hacen entre veinte y treinta servicios al día para evitar que sus chulos les den una paliza.

Aimée esperaba que Odile no la hubiera visto hacer una mueca de asco.

– Es algo mayor y trabaja en la rue André Antoine -respondió Aimée-. Es una chandelle -dijo, una prostituta que espera bajo la luz de una farola-. ¿La ha visto?

– Supongo que se da usted cuenta de que respetamos el derecho de las mujeres a su intimidad. Ni los clientes ni los flics consiguen información. Si no la ve por aquí, lo siento, no puedo ayudarla.

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