Los forenses concluyeron que Gloria había sido estrangulada en torno a la una o las dos del mediodía, poco tiempo después de haberse separado de su amiga Cristina.
Por las señales en la base del cuello, justo sobre la quemadura de la soga, y por los restos de tierra y vegetación hallados en uñas y cabello, incluido un trocito de corteza de alcornoque, más las escarificaciones aparecidas en la espalda de Gloria, los médicos apuntaron a que el estrangulamiento se había producido en el mismo bosque de Los Trastolillos y que el cuerpo había sido arrastrado.
El examen de la zona genital de la víctima reveló restos de semen en su vagina. Al no existir indicios físicos de una violación, los forenses dedujeron que, poco antes de morir, Gloria había mantenido relaciones sexuales consentidas.
Una muestra de semen fue enviada al laboratorio. Mientras aguardaban los resultados analíticos, la Guardia Civil, a la que, por tratarse de un caso acaecido en ámbito rural, se había derivado la investigación, volvió a interrogar a Cristina Paredes, la última persona en ver con vida a Gloria Labot, y el único testigo de sus últimas horas.
El mismo día del funeral de Gloria, y en cuanto los asistentes comenzaron a abandonar el camposanto de El Tejo, dos números de la Guardia Civil recorrieron con Cristina, a pie, el camino que Gloria y ella habían hecho en bicicleta durante la fatal mañana de su muerte. Los guardias apelaron a la memoria de la hija del arquitecto para reconstruir no solo el itinerario exacto, sino cuanto Gloria y ella habían hablado y visto en el monte.
– Algo en particular os llamaría la atención -había sugerido uno de los guardias, intentando activar, induciéndola casi, la memoria de Cristina-. ¿Os cruzasteis con extraños, con algún pastor? ¿Había gente en los aserraderos? ¿Oísteis el motor de algún coche?
Entre otros detalles de menor interés, Cristina atinó a revelar una conversación que había tenido lugar entre ambas, y que abrió los ojos de los investigadores a una nueva pista. Cuando llegaron al bosque, Gloria le había propuesto rodearlo por la izquierda, en lugar de por la senda más corta y sencilla, la que envolvía la masa boscosa por el lado contrario, paralelo a la costa.
– Es decir -concluyeron los guardias, buenos conocedores del terreno-, que, en lugar de seguir hacia San Vicente, os desviasteis en dirección al pueblo de Santana, como si estuvieseis regresando a El Tejo.
– Así es -había admitido Cristina.
– ¿Y qué razón te dio Gloria? En principio, no había ninguna para tomar un desvío que no solo es más largo, sino que se encuentra en peores condiciones para transitar en bicicleta.
Una vez superado el impacto de su muerte, que la había tenido anulada, Cristina empezaba a sentirse capaz de reconstruir los hechos. Les contó a los guardias que, cuando llevaban pedaleando unos cuantos kilómetros, Gloria le había confesado: «He conocido a alguien…, ya me entiendes. Alguien muy especial para mí». «¿Un chico?», le había preguntado automáticamente Cristina, dándolo por supuesto. La respuesta de su amiga había sido difusa: «Bueno, sí…». «¿Os habéis hecho novios?», había insistido Cristina, pero Gloria se había limitado a sonreír, como haciéndose la misteriosa. Picada por la curiosidad, la hija del arquitecto, tal y como habría obrado cualquier otra adolescente, le había instado a confiarle el nombre de aquel amigo «tan especial». Gloria solo había accedido a revelarle que el aludido era «más que eso, porque, en vez de un amigo, es como dos amigos». «No te entiendo», había admitido Cristina, desorientada por la ambigüedad de sus respuestas. «Yo le llamo el Señor Duplicado», había añadido Gloria, riendo. «¿Por qué, eso qué quiere decir?» «Que me está enseñando todas las cosas importantes, a ser persona y a ser mujer, y que cada una de esas cosas me obliga a repetirla dos veces, para que no se me olviden.» «¿Como si fueras tonta?», se había burlado Cristina. «Él se da cuenta de que soy bastante torpe, pero cree que, si le obedezco en todo, puedo llegar a ser perfecta», había contestado Gloria con sorprendente humildad. «Entonces, por fuerza tiene que ser tu novio», se había empeñado Cristina. Pero Gloria lo había negado. A partir de ahí, Cristina ya no había obtenido nada más de su amiga.
La referencia a ese misterioso amigo de Gloria que vivía en Santana tuvo como consecuencia directa que Sergio Torres, residente en la citada pedanía, fuese llamado a declarar. Dos guardias fueron a buscarle a su casa. Le leyeron la citación del juez y lo introdujeron sin demasiados miramientos en un coche patrulla.
Sergio vertió su declaración en el Juzgado de Santander. En calidad de representante legal le asistió un abogado santanderino, Nicolás Leguina, contratado por su padre para hacerse cargo de su asesoramiento.
La coartada de Sergio era débil. Refirió al juez que el día de la muerte de Gloria se había levantado temprano para trabajar en los establos de la vaquería paterna, y que luego, después de almorzar, a eso de las once, había conducido una punta de vacas hasta los pastos familiares, situados en pleno monte, a unos cinco kilómetros de Santana en dirección a las laderas de Larteme. A preguntas del juez, Sergio tuvo que reconocer que no disponía de testigos que refrendasen su versión. Nadie le había visto en los caminos ni en los pastos. Sus padres sí le vieron regresar a casa, más o menos hacia las dos de la tarde. A esa hora, Sergio había cogido el coche de su padre y se había dirigido a Santander para entrevistarse con el abogado Jesús Labot, a quien no conocía, y a quien visitaba a instancias de su hija Gloria.
Sergio negó haber visto ese día a Gloria, aunque admitió haberse citado con ella la tarde anterior a su muerte. Según su versión, dieron un corto paseo por las orillas de la ría de La Rabia. El juez le preguntó si habían practicado relaciones sexuales. El muchacho lo negó. Eran novios, no iba a negarlo, pero su relación se mantenía en un plano relativamente platónico. De hecho, a lo largo de todo un año solo habían mantenido relaciones sexuales plenas en tres o cuatro ocasiones. El juez le pidió que recordara cuándo había sido la última. Sergio afirmó que hacía más de un mes que no se acostaban. Y no, añadió, no la había atacado ni la había herido. Respetaba a su novia, repitió una y otra vez, la quería sinceramente, y también ella estaba enamorada de él. Jamás le habría hecho daño. Muy por el contrario, habría dado su vida por Gloria Labot.
El juez ordenó que a Sergio Torres le fuesen tomadas muestras genéticas. Provisionalmente, lo dejó en libertad.
El equipo de investigación prosiguió sus pesquisas. Los agentes peinaron de nuevo el área de Los Trastolillos y trabajaron discretamente sobre los movimientos de otros posibles sospechosos de la zona, individuos relacionados con el entorno de Gloria. Uno de ellos, fichado por malos tratos. Pero no pudieron establecer relación alguna con la hija del abogado.
No tuvieron que investigar mucho más. El laboratorio remitió sus análisis con inusual prontitud. La coincidencia, casi al cien por cien, del ADN de Sergio con el esperma encontrado en el cuerpo de Gloria demostraba que había sido él quien se había acostado con la víctima poco antes de su muerte. Demostraba, también, que Sergio Torres había mentido en su declaración.
El juez volvió a citarle. Bajo la presión de un nuevo y más duro interrogatorio, Sergio terminó admitiendo que había mantenido relaciones sexuales con Gloria el día anterior a su muerte, reafirmándose en que después de esa tarde ya no la había vuelto a ver. El magistrado no le creyó. Considerando que había pruebas suficientes, dictaminó su ingreso en prisión, donde debería permanecer a la espera del juicio en el que sería acusado del asesinato de una menor.
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