– ¡Por favor! -se escandalizó Sara-. Ninguna de las dos tiene por qué irse de mi casa. ¡Faltaría más! Vamos a comer juntas. Por mi parte, Concha, escucharé con atención lo que tengas que decirme acerca de mi marido. Estoy segura de que Martina guardará total discreción.
– Por descontado -obvió la inspectora, comprendiendo que para Sara era importante mantener una buena relación con su hermana.
– Es usted muy amable, Martina. Me quedaré. Gracias a las dos -reiteró Concha, pero lo hizo con lejanía, como si su mente se hallase enfrascada en el verdadero asunto que la había conducido a casa de los Labot.
Las tres tomaron asiento alrededor de la mesa montada sobre el césped. Mientras la cocinera y la doncella les servían el primer plato, guardaron un silencio un tanto embarazoso. Sara intentó romperlo alabando el sabor de la sopa, en la que flotaban trocitos de marisco. Sus dos invitadas coincidieron en que estaba exquisita.
El sol daba de frente a la inspectora, por lo que pidió permiso para ponerse unas gafas oscuras. Siempre obsequiosa, Sara se ofreció a cambiar la mesa de sitio, o a comer en el porche. Martina insistió en que no era necesario y se protegió con una montura de cristales rojos que modificaba el óvalo de su rostro. Concha aprovechó que la conversación había llegado a un punto muerto y abordó el asunto que la había llevado allí.
– Verás, Sara… Hace algunas semanas, en Santander, en el curso de una de esas recepciones benéficas a las que no tengo más remedio que asistir, tuve ocasión de conversar con el delegado del Gobierno en Cantabria. Un hombre muy… ¿cómo diría?… muy político. ¿Sabe de quién estoy hablando, inspectora?
Martina asintió.
– ¿Le conoce personalmente?
La inspectora volvió a afirmar.
– ¿Qué opinión tiene de él?
– Que es el delegado del Gobierno.
El rostro de Concha, ancho de por sí, se apaisó con una sonrisa astuta.
– Su prudencia es digna de alabanza. Con los políticos hay que ser muy cauto. Nunca se sabe dónde te van a clavar el puñal.
– Pero es seguro que te lo clavarán -sentenció Sara-. No hay que darles la espalda. Al menos, eso es lo que dice Jesús.
– Con un estilo más radical, imagino -apuntó Concha.
Era la segunda vez que la hermana mayor aludía críticamente al abogado. Sara comenzó a ver fantasmas.
– ¿Qué sucede, querida, a qué viene tanto misterio? ¿Te pasa algo con Jesús? ¿Habéis tenido algún roce?
– El caso es que…
– Sincérate, por favor.
– Muy bien. Como veo que no sabes nada, te lo diré de frente y sin tapujos: Jesús va a presentarnos batalla legal.
La mirada de Sara no reflejó la enormidad de esa imputación porque, simplemente, en un principio no acertó a captar su trascendencia. Se quedó como atontada, contemplando a su hermana con la mente en blanco y expresión confusa.
– ¿Batalla legal? -vaciló-. ¿A quién?
– A nosotros.
– ¿A vosotros? ¿Quiénes?
Concha le repitió con lentitud:
– Estoy intentando decirte, Sara, que tu marido va a denunciarnos a Paco y a mí. A los Camargo.
– ¿De qué estás hablando, por el amor de Dios? ¡Si es vuestro abogado!
Concha meneó reprensivamente la cabeza.
– Mucho me temo que, olvidando su condición de asesor del Grupo y, sobre todo, dejando a un lado nuestros lazos de sangre, Jesús ya lo ha hecho.
Un tren que acabara de pasar por el jardín, haciendo temblar la tierra con un trueno sordo, no hubiera aterrado a Sara en mayor medida que esa acusación.
– Explícate, te lo ruego.
La señora de Camargo señaló las dunas de Oyambre. En el dedo corazón llevaba una sortija con un diamante que debía de costar lo que la inspectora De Santo ganaba en un año. Las talladas facetas de la gema refulgieron al sol.
– El proyecto se llama «Ícaro Residencial». Y ni a Paco ni a mí nos gustaría que nadie le fundiese las alas antes de que echara a volar.
No era la primera vez que su hermana le hablaba de aquella operación, pero Sara, para la que el mundo de los negocios reunía escaso interés, no le había prestado mayor atención.
– Se trata de una urbanización, ¿no?
– En efecto -asintió Concha, pero como si para ella significara mucho más-. En ningún caso de una urbanización corriente.
– ¿Qué tiene de especial?
La mayor de las De Cos observó a su hermana pequeña con el mismo gesto que si le hubiese preguntado por la diferencia entre una gabarra y el Queen Mary.
– Trataré de explicártelo en pocas palabras, Sara. Ícaro Residencial responderá a una exclusiva combinación de confort y respeto ecológico. Las energías renovables se darán la mano con las actividades sociales, el deporte, el ocio y…
– Y todo eso… ¿allá enfrente? -la interrumpió la inspectora, señalando el cabo de Oyambre.
– Eso es.
El brazo de Concha se movió de izquierda a derecha, delimitando los futuros espacios que Ícaro Residencial ocuparía a lo largo de la costa. Una ancha franja comprendida entre el promontorio del cabo y la desembocadura de la ría.
– En primera línea irán los chalés. Detrás, unos coquetos adosados y quizá bloques de tres pisos. Arriba, en las lomas…
– Pero si no habrá espacio -objetó Sara.
– Claro que sí, nena. El terreno es enorme. En las laderas de Punta del Águila se instalarán módulos con servicios complementarios, gimnasio, piscina climatizada, restaurantes…
– ¿Qué hay ahora? -preguntó la inspectora, señalando algunas manchas blancas en medio de los pastos.
– Simples vaquerías -repuso Concha con desdén.
Sara cuestionó:
– ¿Sus dueños os venderán los terrenos?
– Por supuesto.
– ¿Estás convencida?
– Así lo han garantizado nuestros técnicos. Todos menos uno. Todos menos Jesús,
Sara no acertó a replicar, refugiándose en un desconcierto que evidenció su falta de recursos. Mucho más débil que su hermana, no iba a atreverse a enfrentarse con ella. Por eso fue Martina quien, supliendo su abatimiento, preguntó:
– ¿Está usted al frente de esa operación urbanística?
La mirada de Concha se ofuscó. «No vayas a desafiarme», pareció indicar.
– La respuesta es sí. Y quiero empezar a construir cuanto antes.
– Pero tú nunca… -empezó a objetar Sara.
– ¿He demostrado mi valía? ¡Lo sé! Tampoco había disfrutado de oportunidades.
– ¿Qué tienes que demostrar a estas alturas?
– Que estoy capacitada para ganarme la vida como una mujer profesional. También aspiro a demostrarme algo a mí misma y a demostrárselo a mi marido.
– ¿Y qué tienes que demostrarle a Paco?
– Esas cosas permanecen archivadas en la carpeta de «asuntos internos» del matrimonio Camargo-De Cos.
Sofocada, Concha hizo una pausa para tomar aliento. Bebió un sorbo de vino, luego otro de agua y preguntó a Martina:
– ¿Está usted casada, inspectora?
– No.
– La felicito.
– Mi amiga va a pensar que estamos unidas a una doble versión de Barba Azul -la amonestó su hermana.
– Y no estaría completamente equivocada.
– ¡Habla en serio, Concha! ¿Qué necesidad tienes de complicarte la vida con esa urbanización?
– No me la estoy complicando yo -le replicó su hermana-. Me la está complicando tu marido.
– Si tienes algo contra Jesús que yo deba saber…
– Paciencia, Sara. Enseguida llegaremos al meollo del asunto. Respecto a lo que antes me preguntabas, déjame añadir que, como bien sabes, no tengo ninguna necesidad de trabajar. Sin embargo, hace demasiado tiempo que vivo demasiado cómodamente. Me sentía aburrida, hastiada. Necesito actuar, sentirme ocupada. Con Ícaro Residencial me ha sonreído la suerte. En cuanto mi marido me mostró los planos, mi entusiasmo se desbordó y le pedí que me dejase coordinar y sacar adelante el proyecto.
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