Camilla Läckberg - Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años.
La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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No podían retrasar el instante por más tiempo. El fotógrafo había tomado las instantáneas necesarias. Provistos de guantes, Ruud y sus colegas se pusieron manos a la obra.

Despacio, muy despacio, fueron abriendo la tapa del ataúd. Todos contenían la respiración.

Annika llamó a las ocho en punto. Habían tenido toda la tarde del día anterior para buscar en los archivos, así que, a aquellas alturas, ya deberían haber encontrado algo. Y tenía razón.

– ¡Qué oportuna has sido! Acabamos de encontrar la carpeta que contiene la lista de clientes del FZ-302. Aunque, por desgracia, no tengo buenas noticias. O, bueno, tal vez sean precisamente buenas noticias lo que tengo. Sólo teníamos un cliente en la zona. Rolf Persson que, por cierto, todavía es cliente nuestro, aunque ya le servimos otro producto, claro. Espera, te doy la dirección.

Annika anotó los datos en un papel autoadhesivo. En cierto modo, se sentía decepcionada de que no le hubiesen facilitado más nombres. No era gran cosa tener sólo un cliente al que comprobar, pero el jefe de ventas tal vez tuviese razón, después de todo, y quizá fuese más positivo que negativo. Un solo nombre era, en realidad, lo que necesitaban.

– ¿Gösta?

Sentada en su silla de trabajo, se deslizó sobre las ruedas hasta la puerta y asomó la cabeza al pasillo antes de llamarlo. Nadie respondió. Volvió a llamar, algo más alto en esta ocasión, y su tesón recibió la justa recompensa cuando vio la cabeza de Gösta que, como la suya, también asomaba al pasillo.

– Tengo una tarea que encomendarte. Tenemos el nombre de un agricultor de la zona que utilizaba el abono hallado en los cuerpos de las chicas.

– ¿No deberíamos preguntarle primero a Patrik?

Gösta se resistía. Aún tenía los ojos adormilados y el primer cuarto de hora que había estado ante su escritorio lo había pasado bostezando y restregándoselos.

– Patrik, Mellberg y Martin están con la exhumación del cadáver y no podemos molestarlos. Sabes que es urgente, Gösta. En esta ocasión no podemos seguir la norma.

Incluso en condiciones normales resultaba difícil llevarle la contraria a Annika cuando se ponía así, pero, en esta ocasión, Gösta estaba dispuesto a admitir que tenía buenas y sobradas razones para insistir. El hombre lanzó un suspiro.

– Pero no vayas tú solo. No buscamos a un simple fabricante clandestino de alcohol, no lo olvides. Llévate a Ernst -le sugirió antes de afirmar como cuchicheando, para que Gösta no lo oyera: «Para algo habrá de servir ese tío de mierda». Después volvió a alzar la voz y añadió-: Procura tener los ojos abiertos a todo lo que veas. Si observáis cualquier cosa sospechosa, fingid que no habéis visto nada, venís y se lo contáis a Patrik, y que él decida lo que hay que hacer.

– Figúrate que no sabía yo que habías ascendido de secretaria a jefa de policía, Annika. ¿Ha sido durante tus vacaciones? -preguntó Gösta con amarga sorna, aunque sin atreverse a decirlo como para que Annika lo oyese. Eso sería una osadía rayana en la imbecilidad. Ya detrás de las cristaleras de la recepción, Annika sonrió para sí con las gafas para usar ante el ordenador en la punta de la nariz, como de costumbre. Conocía a la perfección el tipo de ideas de rebelión que cruzaban la mente de Flygare, pero no le preocupaba especialmente. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de respetar sus opiniones. Lo importante era que hiciese su trabajo sin complicar las cosas. Ernst y él podían formar una combinación peligrosa para enviarlos juntos a una misión, pero en este caso no le quedaba más remedio que decir como Kajsa Warg: «Hay que echar mano de lo que hay a mano».

A Ernst no le hizo mucha gracia que lo sacasen de la cama. Al saber que el jefe no se encontraría en la comisaría, calculó que podría quedarse entre las sábanas un rato más, hasta que reclamasen su presencia en su puesto, y el sonido estridente del timbre vino a arruinar por completo sus planes.

– ¿Qué demonios pasa?

Al otro lado de la puerta aguardaba Gösta, cuyo dedo pertinaz no se apartaba del timbre.

– Tenemos que trabajar.

– ¿No puedes esperar una hora? -preguntó Ernst colérico.

– No, tenemos que ir a interrogar a un agricultor, el que compraba el abono que los técnicos encontraron en los cadáveres.

– ¿Quién ha dado la orden, el listillo de Hedström? ¿Y te dijo que yo te acompañase? Yo que creía que estaba proscrito de esta maldita investigación.

Gösta sopesó las dos posibilidades, la de mentirle y la de decirle la verdad, y optó por la segunda.

– No, Hedström está en Fjällbacka con Molin y Mellberg. Me lo pidió Annika.

– ¿Annika? -repitió Ernst en medio de una carcajada-. ¿Desde cuándo aceptamos tú y yo órdenes de una simple secretaria? ¿Sabes qué te digo? Que no, que voy a meterme en la cama un rato más.

Aún muerto de risa, empezó a cerrarle a Gösta la puerta en las narices, pero el pie que su colega introdujo entre la hoja y el marco se lo impidió.

– Oye, creo que lo mejor será que vayamos a hablar con ese tipo -dijo Gösta, antes de recurrir al único argumento que sabía haría mella en Ernst-. Imagínate la cara que pondrá Hedström si somos nosotros los que resolvemos el caso. Quién sabe, puede que el maldito campesino ese tenga a la chica en su casa. ¿No sería un placer comunicarle la noticia a Mellberg?

El destello que iluminó el rostro de su colega le confirmó a Gösta que el argumento había dado en el clavo. A Ernst Lundgren le parecía oír ya los elogios de su jefe.

– A ver, espera que me vista. Nos vemos en el coche.

Diez minutos después iban rumbo a Fjällbacka. La finca de Rolf Persson estaba precisamente al sur de las propiedades de la familia Hult, y Gösta no pudo evitar preguntarse si sería casualidad. Después de errar el camino una vez, dieron por fin con el sitio y aparcaron en la explanada. No había señales de vida. Salieron del coche fueron echando un vistazo a su alrededor mientras se acercaban a casa.

El edificio era similar al de todas las fincas de la región. Un cobertizo con las paredes de madera en color rojo se alzaba, a pocos metros de la vivienda, que era blanca con los marcos de las ventanas en azul. Pese a todo lo que se escribía acerca del tema de las ayudas concedidas por la UE, que llovían sobre los campesinos suecos como el maná en el desierto, Gösta sabía que la realidad era, por desgracia, bien distinta; en efecto, aquella finca, por ejemplo, ofrecía una lamentable imagen de abandono. Se veía que los propietarios hacían cuanto podían por mantenerla, pero el color había empezado a desvaírse tanto en la vivienda como en el cobertizo, y de las paredes emanaba una difusa sensación de desesperanza. Entraron en la terraza donde la abundante decoración de la madera indicaba que la casa se había construido antes de que los nuevos tiempos hubiesen hecho de la rapidez y la eficacia conceptos sagrados.

– Entrad.

La voz quebrada de una anciana los invitó a pasar. Así lo hicieron, no sin antes limpiarse bien los pies en la alfombra que había delante de la puerta. El techo era tan bajo que Ernst se vio obligado a encogerse; Gösta, en cambio, que nunca había pertenecido al imponente grupo de los altos, pudo entrar derecho sin preocuparse de posibles daños para su testa.

– Buenos días, somos policías. Buscamos a Rolf Persson.

La anciana, que estaba preparando el desayuno, se limpió las manos en un paño.

– Un momento, voy a buscarlo. Está en el sofá, reponiendo fuerzas. Ya ven, cosas que pasan cuando uno se hace viejo -explicó, entre carcajadas huecas, al tiempo que se adentraba en el interior de la casa.

Gösta y Ernst miraron desconcertados a su alrededor y optaron por sentarse ante la mesa. La cocina le trajo a Gösta el recuerdo de su hogar de la infancia, aunque el matrimonio Persson era sólo unos diez años mayor que él mismo. En un primer momento la mujer le pareció mayor, pero, al observarla más de cerca, notó que sus ojos eran más jóvenes de lo que daba a entender su cuerpo. El trabajo duro podía obrar ese tipo de transformaciones en la gente.

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