Camilla Läckberg - Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años.
La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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Por el rabillo del ojo atisbo un rostro que le resultaba familiar. Gabriel Hult se detuvo con su BMW junto a la acera, delante del Centrumkiosken. Ernst se irguió en el banco. Se había mantenido al tanto de la investigación de asesinato de las chicas, de pura rabia al verse excluido, por lo que conocía bien el testimonio de Gabriel contra su hermano. Quizá, sólo quizá, se dijo Ernst, podría sacársele algo más a aquel engreído. La sola idea de la finca y los terrenos que poseía Gabriel Hult le hacía la boca agua de envidia y el hecho de poder apretarle un poco las tuercas lo reconfortaba. Y si existía la posibilidad, por pequeña que fuese, de averiguar algo nuevo para la investigación y restregárselo al cerdo de Hedström no estaría mal de propina.

Arrojó el resto del perrito y del puré en la papelera más próxima y echó a andar indolente en dirección al coche de Gabriel. El color plateado del BMW relucía al sol y Ernst no pudo resistir la tentación de pasarle la mano por el techo con expresión soñadora. ¡Joder, si yo tuviera uno así! Pero retiró la mano rápidamente cuando vio salir del quiosco a Gabriel con un periódico en la mano. El propietario miró suspicaz a Ernst, que se apoyaba tan tranquilo en la puerta del acompañante.

– Perdone, pero el coche en el que se está apoyando es mío.

– No me diga -respondió con todo el descaro de que fue capaz, antes de presentarse para ganar el respeto que merecía su cargo-. Ernst Lundgren, de la comisaría de Tanumshede.

Gabriel lanzó un suspiro.

– ¿Qué pasa ahora? ¿Johan y Robert han vuelto a hacer de las suyas?

Ernst sonrió socarrón.

– Si no conozco mal a esas dos manzanas podridas, es lo más probable, aunque no estoy al corriente de nada. No, lo que yo quiero es hacer algunas preguntas sobre las mujeres que encontramos en Kungsklyftan -dijo, señalando con la cabeza la desvencijada escalera de madera que, encaramada a la loma, conducía hasta allí.

Gabriel se cruzó de brazos sujetando el periódico.

– ¿Y qué se supone que podría saber yo de ese asunto? ¿No será una vez más la vieja historia de mi hermano, verdad? Ya he respondido a cuantas preguntas quisieron hacer sus colegas sobre ese asunto. Por un lado, fue hace muchísimos años y, teniendo en cuenta los sucesos de los últimos días, debería estar claro que Johannes no tuvo nada que ver con aquello. ¡Mire!

Desplegó el periódico y lo sostuvo ante Ernst. En la portada dominaba una fotografía de Jenny Möller junto a una borrosa instantánea de Tanja Schmidt. El titular, como era de esperar, resultaba de lo más llamativo.

– ¿No querrá decir que mi hermano se ha levantado de la tumba para hacer esto, no? -preguntó con voz temblorosa-. ¿Cuánto tiempo piensan perder en remover en las entrañas de mi familia, mientras que el verdadero asesino anda suelto? Lo único que tienen contra nosotros es el testimonio que di hace más de veinte años y, desde luego, entonces estaba seguro, pero, qué coño, tampoco había amanecido del todo aún, yo venía de pasar la noche despierto junto al lecho de muerte de mi hijo y seguramente me confundí.

Con ademán indignado, se dio la vuelta, rodeó el coche a buen paso en dirección a la puerta del conductor y presionó el botón del mando para desbloquear el cierre centralizado. Antes de entrar en el coche, disparó contra Ernst una última invectiva:

– Si siguen así, recurriré a nuestros abogados. Estoy harto; desde que encontraron a las chicas, la gente me mira que parece que van a perder los ojos, y no tengo la menor intención de permitir que mantengan con vida los rumores sobre mi familia sólo porque no tengan nada mejor que hacer.

Gabriel cerró de un portazo y salió derrapando, Galärbacken arriba, a una velocidad que hizo apartarse a los viandantes.

Ernst se carcajeó para sí. Gabriel Hult tendría dinero, pero él, como policía, gozaba, del poder de alterar su pequeño mundo privilegiado. Ahora, de repente, la vida tenía otro color.

– Nos hallamos ante una crisis que afectará a todo el municipio -auguró Stig Thulin, el hombre clave del ayuntamiento, con los ojos fijos en Mellberg, que no parecía muy impresionado.

– Bueno, como ya te he dicho a ti y a todos los demás que han llamado, trabajamos a toda máquina con esta investigación.

– Pues yo recibo a diario decenas de llamadas de empresarios preocupados y comprendo su preocupación. ¿Has visto cómo están los campings y los amarraderos de por aquí? Y esto no sólo afecta a los comerciantes de Fjällbacka, que ya es malo. A raíz de la desaparición de la última chica, los turistas huyen también de las localidades vecinas: Grebbestad, Harmburgsund, Kämpersvik e incluso las de más al norte, como Strömstad, empiezan a notarlo. Quiero saber cuáles son las medidas concretas que estáis adoptando para resolver esta situación.

El rostro de Stig Thulin, que por lo general exhibía siempre una sonrisa de anuncio de dentífrico, ostentaba ahora unas profundas arrugas en su noble frente. Había sido el principal representante del municipio durante más de un decenio y tenía cierta fama de semental en la región. Mellberg se vio obligado a reconocer que comprendía lo irresistible que el encanto de Thulin resultaba para las mujeres de la zona. No porque Mellberg cojease de ese pie, observó enseguida para sí mismo, pero ni siquiera un hombre podía dejar de notar que Stig Thulin estaba en perfecta forma física para sus cincuenta años, además del atractivo que las sienes encanecidas adquirían en combinación con el azul inocente de sus ojos.

Mellberg sonrió con ánimo de tranquilizarlo.

– Sabes tan bien como yo, Stig, que no puedo entrar en detalles sobre nuestro modo de llevar la investigación, pero tienes que creer en mi palabra cuando te digo que estamos aplicando todos los recursos a nuestro alcance para encontrar a la joven Möller y a quien haya cometido estos crímenes tan horribles.

– ¿Crees de verdad que tenéis capacidad para sacar adelante una investigación tan compleja? ¿No deberíais solicitar ayuda de…, yo qué sé, de Gotemburgo, por ejemplo?

Las grises sienes de Stig se llenaban de sudor, tal era la excitación que sentía. Su plataforma política descansaba fundamentalmente en el grado de satisfacción que los empresarios del municipio experimentasen con su actuación y la indignación que habían demostrado los últimos días no auguraba nada bueno para las próximas elecciones. Él se encontraba más que a gusto en las esferas del poder y comprendía que su estatus político contribuía además, de forma nada despreciable, a sus éxitos en la cama.

En ese punto, en la no tan noble frente de Mellberg también empezó a formarse una arruga como señal de irritación.

– No necesitamos ayuda ninguna para esta investigación, te lo aseguro. Y tengo que decir que no aprecio en absoluto la desconfianza que demuestras tener en nuestra competencia al formular semejante pregunta. Hasta ahora, jamás hemos recibido quejas de nuestro modo de trabajar y no veo motivo para que se nos critique sin fundamento en esta ocasión.

Gracias a su profundo conocimiento del género humano, que le había sido de gran utilidad en el mundo de la política, Stig Thulin sabía cuándo llegaba el momento de retirarse. Respiró hondo y se recordó a sí mismo que de nada serviría a sus intereses indisponerse con la policía local.

– Sí, bueno, quizá me haya precipitado al hacer la pregunta. Por supuesto que gozáis de nuestra plena confianza. Sin embargo, quisiera subrayar la importancia de que el caso se resuelva lo antes posible.

Mellberg asintió sin más y, tras las consabidas frases de despedida, arrastró al principal del ayuntamiento fuera de la comisaría.

Se escrutó con mirada crítica ante el gran espejo que se había pasado semanas pidiendo que le pusieran en la caravana. No estaba tan mal, aunque un par de kilos menos no le harían ningún daño. Melanie se estiró la piel de la barriga y la metió para dentro, por probar. Así, mucho mejor. No quería que se le viese ni un gramo de grasa, de modo que decidió que, en las próximas semanas, sólo almorzaría una manzana. Su madre podía decir lo que quisiera, Melanie daría cualquier cosa por no ponerse tan gorda y repugnante como ella.

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