– Sí, claro. Pero ahora ya no funciona. Maldita sea, Anna, tienes que aprender a pensar más allá.
– Sí, claro, para ti es muy fácil decirlo. Tú, que estás aquí con toda la tranquilidad del mundo, con un hombre que te adora y que nunca te haría daño, y ahora, después del libro de Alex, con dinero contante y sonante. Para ti es muy fácil decirlo, sí. Tú no sabes lo que es estar sola con dos niños y trabajar como una negra para darles de comer y vestirlos. A ti todo te va divinamente, claro, y no creas que no te he visto mirar a Gustav con desprecio. Tú crees que lo sabes todo, pero en realidad no tienes ni idea.
Anna no se molestó en darle a Erica la oportunidad de responder a su exabrupto, sino que echó a andar a buen paso hacia la plaza empujando el carrito con una mano y con Emma de la otra. Erica, por su parte, se quedó en la acera a punto de llorar y preguntándose cómo habían llegado a aquella situación. Su intención era buena. Lo único que quería era que Anna tuviese la vida que se merecía.
Jacob besó a su madre en la mejilla y le estrechó la mano a su padre con toda formalidad. Esa había sido siempre la naturaleza de su relación: distante y correcta en lugar de cálida y cariñosa. Le resultaba raro ver a su propio padre como a un extraño, pero esa era la descripción que más se adaptaba a la realidad. Claro que había oído contar cómo su padre se quedaba en el hospital día y noche cuidándolo, junto con su madre, pero él no tenía de aquello más que un vago recuerdo borroso que no les había servido para estar más unidos. La relación íntima la había tenido, en cambio, con Ephraim, en el que veía más un padre que un abuelo. Desde que Ephraim le salvó la vida donándole parte de su médula, Jacob lo veía como a un héroe.
– ¿Hoy no trabajas?
Su madre sonaba tan angustiada como de costumbre, sentada a su lado en el sofá. Jacob se preguntó cuáles serían los peligros que ella imaginaba siempre a la vuelta de la esquina. Aquella mujer había vivido toda su vida como si estuviese haciendo equilibrios al límite del abismo.
– Sí, pero hoy pensaba ir un poco más tarde y quizá trabajar un rato por la tarde. Pensé que estaría bien pasarme a ver cómo estabais. Ya me enteré de que os habían roto los cristales de las ventanas. Pero, mamá, ¿por qué no me llamaste a mí en lugar de a papá? Yo habría podido venir en un santiamén.
Laine sonrió agradecida.
– No quería preocuparte. No te conviene alterarte.
Jacob no respondió, simplemente le sonrió dulcemente, casi para sus adentros.
Su madre le tomó la mano.
– Ya sé, ya sé, pero déjame que te coja la mano un momento. Es difícil enseñarle a un perro viejo, ya sabes.
– Pero, mamá, tú no eres vieja, si aún eres una niña…
La mujer se ruborizó, encantada con el cumplido. Aquella era una conversación habitual entre madre e hijo, y él sabía que a ella le gustaba oír ese tipo de comentarios. Con su padre no se lo había pasado tan bien nunca, los cumplidos no eran el lado fuerte de Gabriel.
Y, en efecto, lo oyeron resoplar impaciente en el sillón, hasta que por fin se levantó.
– Bueno, pues la policía ha estado hablando con el desastre que tienes por primos, así que esperemos que ahora se mantengan tranquilos un tiempo -dijo, al tiempo que empezaba a dirigirse al despacho-. ¿Tienes tiempo de echarle una mirada a los números?
Jacob le besó la mano a su madre, asintió y siguió a su padre. Gabriel había empezado hacía unos años a introducir a su hijo en los negocios de la finca, formación en la que no cejaba desde entonces. Su padre quería asegurarse de que Jacob sería perfectamente capaz de sustituirlo llegado el momento. Por suerte, Jacob tenía una inclinación natural para el negocio y se le daban tan bien los números como las tareas prácticas que requería.
Cuando ya llevaban un buen rato inclinados sobre los libros contables y estudiándolos juntos, Jacob se estiró un poco y comentó:
– Había pensado subir un rato a visitar al abuelo. Hace mucho tiempo que no lo hago.
– Mmm, ¿cómo? Ah, sí, claro, ve -respondió Gabriel, aún sumido en el mundo de las cifras.
Jacob subió la escalera que conducía a la planta superior y se encaminó despacio hacia la puerta de acceso al ala izquierda de la casa. En ella había vivido el abuelo Ephraim hasta el fin de sus días y Jacob había pasado allí de niño muchas horas.
Entró y comprobó que todo estaba intacto. Él mismo les había pedido a sus padres que no cambiasen ni trasladasen nada de sitio, y ellos habían respetado su deseo, conscientes de la relación tan singular que lo unía al abuelo.
Las habitaciones irradiaban fortaleza. Su decoración tan masculina y apagada, tan distinta de la del resto de las habitaciones del caserón, que era alegre y luminosa, provocaba en Jacob la sensación de haber accedido a otro mundo.
Se sentó en el sillón de piel que había junto a una de las ventanas y apoyó los pies en el escabel que tenía delante. Así encontraba Jacob a Ephraim cuando lo visitaba. Él, por su parte, se sentaba en el suelo, delante del abuelo, como un cachorrillo, a escuchar con devoción las historias de tiempos pasados.
Los relatos de las asambleas de evangelización lo atraían poderosamente. Ephraim le describía con todo lujo de detalles el éxtasis reflejado en los rostros de los congregados y su concentración absoluta en la figura del Predicador y sus hijos. Su abuelo poseía una voz profunda y atronadora con la que, sin duda, era capaz de embaucar a la gente. Lo que más le gustaba de las historias que el abuelo le contaba eran los episodios en los que narraba los milagros realizados por Gabriel y Johannes. Cada día obraban un nuevo portento y aquello le resultaba a Jacob tan maravilloso… No comprendía por qué su padre no sólo no quería hablar de ese período de su vida, sino que incluso parecía avergonzarse de él. Ni más ni menos que el don de curar, sanar a los enfermos y a los inválidos. ¡Qué dolor debió de sentir cuando perdió el don! Según Ephraim, desapareció de un día para otro. A Gabriel no le importó, pero Johannes cayó en la más honda desesperación. Por las noches, rogaba a Dios para que le devolviese la gracia y, tan pronto como veía un animal herido, echaba a correr tras él e intentaba concitar el poder que un día poseyó.
Jacob jamás llegó a entender por qué Ephraim se reía de un modo tan extraño cuando hablaba de aquella época. A Johannes debió de causarle un sufrimiento terrible y El predicador, como hombre de Dios, debería haberlo comprendido. Sin embargo, Jacob amaba a su abuelo y no cuestionaba nunca ni lo que decía ni la manera en que lo decía. A sus ojos, era infalible, claro, puesto que le había salvado la vida, no milagrosamente mediante la imposición de manos, pero sí donándole parte de su cuerpo para infundirle nueva vida. Y por eso lo idolatraba.
Claro que lo mejor de todo era el modo en que Ephraim acababa sus relatos. Solía guardar un silencio denso y trágico, miraba a su nieto fijamente a los ojos y le decía:
– Y tú, Jacob, tú también tienes dentro el don. En algún lugar, en lo más hondo de ti, aguarda a que alguien o algo lo despierte.
Jacob adoraba aquellas palabras.
Jamás consiguió activar tal don, pero a él le bastaba saber que su abuelo pensaba que, en su interior, latía aquella fuerza. Durante el tiempo que estuvo enfermo, intentó muchas veces cerrar los ojos y hacerlo surgir para curarse a sí mismo, pero así, con los ojos cerrados, lo único que veía era oscuridad, las mismas tinieblas que ahora lo atenazaban con mano de hierro.
Tal vez habría encontrado el camino si el abuelo hubiese vivido más tiempo. El abuelo le había enseñado a Gabriel y a Johannes, así que ¿por qué no iba a poder enseñarle a él?
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