– Ha matado a tres personas -decía Von Post-. No la puedo dejar libre así como así.
– Es un ejemplo básico de legítima defensa -alegó Måns Wenngren-. Se da cuenta, ¿no? Además, es la heroína del día. Créame. Los periódicos ya están cocinando una historia a lo Modesty Blaise. Salva a dos niñas, mata a los malos… Así que debería preguntarse qué papel quiere representar. El tío de mierda que va a su caza e intenta meterla en la cárcel o la buena persona que quiere estar a la altura y participar del éxito.
El fiscal jefe en funciones paseó la mirada por su alrededor. Se posó en Sven-Erik, de donde no cabía esperar nada, ni el más mínimo apoyo. Pasó la mirada entonces a la manta acolchada de color amarillo del hospital, que estaba remetida por los lados del colchón de Rebecka.
– Habíamos pensado dejar apartados a los medios de comunicación -dijo-. Los pastores muertos tenían familia. Cierta consideración…
Por debajo del bigote y entre los dientes, Sven-Erik aspiró aire.
– Será difícil mantener a la prensa y a la televisión apartadas -dijo Måns, tranquilo-. De alguna manera la verdad siempre se filtra.
Von Post se abrochó el abrigo.
– Vale, pero será interrogada. Antes de que se vaya a ninguna parte.
– Naturalmente. Cuando los médicos digan que puede hacerlo. ¿Algo más?
– Llame cuando pueda declarar -le insistió Von Post a Sven-Erik y desapareció a través de la puerta.
Sven-Erik Stålnacke se quitó el anorak.
– Me sentaré fuera, en el pasillo -informó-. Avíseme cuando se despierte. Me gustaría decirle algo. Iba a ir a buscarme un café de la máquina. ¿Quiere uno?
Rebecka se despertó. Al cabo de sólo medio minuto había un médico inclinado sobre ella. Tenía la nariz y las manos grandes. Ancho de hombros. Parecía un herrero bien vestido, con bata blanca. Le preguntó cómo se encontraba. Ella no respondió. Detrás de él había una enfermera con una sonrisa comprensiva aunque no exagerada. Måns estaba junto a la ventana. Miraba hacia afuera, aunque era imposible que pudiera ver nada más que el reflejo de sí mismo y la habitación detrás de él. Jugaba con la persiana. La abría y la cerraba. La cerraba y la abría.
– Ha tenido que pasar un mal trago -le dijo el médico-. Tanto física como psíquicamente. La hermana Marie le dará un tranquilizante y un poco más de analgésico, si le duele algo.
Lo último lo dijo como una pregunta, pero ella siguió sin responder. El médico se enderezó y le hizo una señal con la cabeza a la enfermera.
La inyección surtió efecto al cabo de un momento. Pudo empezar a respirar normalmente sin que le doliera.
Måns estaba sentado al lado de la cama mirándola en silencio.
– Sed -dijo en un susurro.
– Todavía no puedes beber. Con el gota a gota te dan lo que necesitas, pero espera un momento.
Se levantó. Ella le rozó la mano.
– No estés enfadado -le dijo con voz ronca.
– Eso ya lo veremos -respondió él dirigiéndose hacia la puerta-. Estoy hecho una furia.
Volvió al cabo de un momento. Llevaba consigo dos vasos blancos de plástico. En uno había agua para que se enjuagara la boca. En el otro había dos cubitos de hielo.
– Puedes chuparlos -le dijo haciendo ruido con los cubitos-. Hay un policía que quiere hablar contigo. ¿Puedes?
Ella asintió.
Måns le hizo una señal a Sven-Erik y éste se sentó al lado de la cama.
– ¿Y las niñas?
– Están bien -respondió Sven-Erik-. Llegamos a la cabaña enseguida después de que… de que se acabara todo.
– ¿Cómo?
– Entramos en el piso de Curt Bäckström y nos dimos cuenta de que teníamos que encontrarla. Bueno, ya hablaremos de eso después, pero hallamos un montón de cosas desagradables. En la nevera y en el congelador, entre otros lugares. Así que fuimos a la casa de Kurravaara, a la dirección que dio a la policía. Pero allí no había nadie. Lo cierto es que entramos sin permiso. Después recurrimos al vecino más próximo.
– Sivving.
– Nos llevó hasta la cabaña. La niña mayor nos contó lo que pasó.
– Pero las niñas, ¿están bien?
– Sí, sí. A Sara se le heló un trocito de mejilla. Estuvo fuera intentando poner en marcha la moto.
Rebecka se lamentó.
– Se lo advertí.
– Pero no es nada serio. Están en el hospital, con su madre.
Rebecka cerró los ojos.
– Me gustaría ver a las niñas.
Sven-Erik se restregó la barbilla mirando a Måns. Éste se encogió de hombros y dijo:
– Les ha salvado la vida.
– Bueno, bueno -respondió Sven-Erik, levantándose-. Vamos a hablar con el médico pero no hablaremos con el fiscal, y veremos qué pasa.
Sven-Erik empujaba la cama de Rebecka por los pasillos. Måns iba un paso más retrasado con el destartalado gotero.
– La periodista que retiró la denuncia por maltrato me ha estado persiguiendo -le dijo Måns a Rebecka.
El pasillo donde estaba la habitación de Sanna y de las niñas daba repelús de lo desierto que estaba. Eran las diez y media de la noche. Había una sala de estar un poco alejada, desde la cual se veía la luz azulada de un televisor, pero no se oía nada. Sven-Erik llamó a la puerta y se echó hacia atrás unos metros, junto a Måns.
Olof Strandgård fue quien abrió la puerta. Hizo un gesto de malestar con la cara cuando vio a Rebecka. Detrás de él se veía a Kristina y a Sanna. A las niñas no se las veía. Quizás estuvieran durmiendo.
– Está bien, papá -dijo Sanna saliendo por la puerta-. Quédate dentro con mamá y las niñas.
Cerró la puerta tras de sí y se puso al lado de Rebecka. A través de la puerta se oyó la voz de Olof Strandgård diciendo:
– Fue ella la que puso en peligro la vida de las niñas -dijo-. ¿Es que ahora se ha convertido en una heroína?
Luego se oyó la voz de Kristina Strandgård, pero no fueron palabras de disculpa, sólo un murmullo tranquilizador.
– Sí, y ¿qué? -se oyó decir a Olof-. Así que si tiro a alguien al hielo y luego lo saco, ¿le he salvado la vida?
Sanna le hizo una mueca a Rebecka.
– No te preocupes por él. Todos estamos muy afectados y cansados. Eso es lo que pasa.
– Sara -dijo Rebecka-. Y Lova.
– Están durmiendo y no las quiero despertar. Les diré que has venido a verlas.
«No me dejará verlas», pensó Rebecka mordiéndose los labios.
Sanna alargó la mano y le acarició la mejilla.
– No estoy enfadada contigo -dijo dulcemente-. Entiendo que hicieras lo que te pareció mejor para ellas.
La mano de Rebecka se cerró debajo de la manta. De golpe la sacó afuera agarrando la muñeca de Sanna como una marta coge a un ratón por la nuca.
– ¡Oye, tú…! -le dijo Rebecka con un grito contenido.
Sanna intentó deshacerse de la mano pero Rebecka la tenía bien cogida.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna-. ¿Qué he hecho yo?
Måns y Sven-Erik Stålnacke continuaban hablando un poco alejados, en el pasillo, pero parecía que habían perdido la concentración en su conversación. Estaban atentos a lo que ocurría entre Rebecka y Sanna.
Sanna se recogió en sí misma.
– ¿Qué he hecho? -dijo de nuevo gimiendo.
– No lo sé -respondió Rebecka cogiendo la muñeca de Sanna tan fuerte como podía-. Explica tú misma lo que has hecho. Curt te amaba, ¿no? A su desquiciada manera. ¿Quizá le contaste lo que sospechabas de Viktor? ¿Quizá jugaste con todo tu desamparo hasta que no supiste qué más hacer? ¿Quizá lloraste un poco y dijiste que deseabas que Viktor desapareciera de tu vida?
Sanna dio un respingo como si alguien le hubiera pegado. Por un momento algo oscuro y extraño apareció en sus ojos. Ira. Parecía como si deseara que le crecieran las uñas hasta convertirse en garras de hierro y poder hincarlas en Rebecka para destruirle las entrañas. Aquel momento pasó y su labio inferior empezó a temblar mientras le saltaban unos lagrimones por el rabillo de los ojos.
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