«Por lo menos no es Navidad», pensó.
Su padre había tenido el último infarto el día de Navidad. Hacía ya muchos años, pero Måns todavía podía ver ante sí el intento impotente y fallido del personal del hospital por crear un ambiente navideño en el departamento. Grandes paquetes de galletas de jengibre baratas para el café de la tarde, con servilletas de papel con motivos navideños. Y al fondo del pasillo, un abeto de plástico. Las agujas puestas al revés y aplastadas tras el largo año en la caja, arriba del todo en un estante del trastero. Bolas desiguales colgando de hilos de sutura de las ramas. Debajo de las ramas más bajas, paquetes en los que se sabía que no había nada.
Apartó el recuerdo de su mente antes de que llegara a sus padres. Se volvió sin dejar de andar. El abrigo de lana desabrochado parecía más una capa.
– ¡Estoy buscando a Rebecka Martinsson! -rugió-. ¿Hay alguien que trabaje aquí?
Por la mañana lo había despertado el teléfono. La policía de Kiruna preguntaba si realmente era el jefe de Rebecka Martinsson. Sí, así era. No se había encontrado a ningún pariente en ningún registro. Quizá supiera el bufete si tenía novio o vivía con alguien. No, el bufete no lo sabía. Preguntó qué había ocurrido. Al final, el policía le dijo que habían operado a Rebecka, pero después no le dio más explicaciones.
Måns llamó al hospital de Kiruna. Allí ni siquiera admitieron que estaba ingresada. «Confidencial», fue la única palabra que les había podido sonsacar.
Después llamó a una de las socias del bufete.
– Lo siento, Måns, no puedo hacer nada -le había dicho-. Rebecka es tu ayudante.
Finalmente cogió un taxi hasta el aeropuerto de Arlanda.
Una enfermera lo alcanzó en mitad del pasillo. Lo seguía hablando sin cesar mientras él abría las puertas de las habitaciones y miraba dentro. Sólo entendía la parte legal de la cháchara de ella: «Confidencial… No autorizado… Llamar a seguridad.»
– Vivo con ella -la engañó mientras continuaba abriendo puertas y mirando dentro.
Encontró a Rebecka sola en una habitación con cuatro camas. Al lado de la cama había un armazón para el gotero con una bolsa de plástico medio llena de un líquido transparente. Tenía los ojos cerrados. La cara blanca, pálida, incluso los labios.
Acercó una silla a la cama pero no se sentó. Por el contrario, se volvió gruñendo hacia la pequeña mujer que lo perseguía. Ésta desapareció inmediatamente. Sus zuecos de trabajo repiquetearon apresurados por el pasillo.
Un minuto más tarde apareció otra mujer con bata y pantalones blancos. De dos zancadas Måns se puso casi encima de ella para leer el pequeño cartel que llevaba enganchado en el bolsillo a la altura del pecho.
– Muy bien, señorita Frida -le dijo de forma agresiva antes de que a ella le diera tiempo de abrir la boca.
Señaló las manos de Rebecka. Estaban atadas con gasa a los lados de la cama.
La enfermera Frida parpadeó con sorpresa antes de contestar.
– Acompáñeme afuera -dijo dulcemente-. A ver si nos tranquilizamos y podemos hablar.
Måns movió la mano como si la enfermera fuera una mosca.
– Vaya a buscar al médico que la lleva -dijo irritado.
La enfermera Frida era atractiva. Era rubia natural. Tenía los pómulos altos y llevaba los labios delicadamente pintados con un tono rosa transparente. Estaba acostumbrada a que la gente la obedeciera con su suave tono de voz. Era conocida por ello. Nunca había sido cobarde. Estuvo pensando en si debía llamar a seguridad. O quizá a la policía, teniendo en cuenta las circunstancias tan especiales de la paciente. Pero miró a Måns Wenngren. Pasó la mirada por el increíblemente bien planchado cuello de la camisa, después por la corbata gris a rayas, hasta finalizar en el discreto traje negro y los brillantes zapatos.
– Pues sígame y hablará con el médico -dijo, escueta, dándose la vuelta y saliendo con Måns tras ella.
El médico era un hombre bajo de pelo grueso, rubio y canoso. Tenía la cara morena y la nariz un poco pelada. Probablemente acababa de venir de vacaciones del extranjero. Llevaba la bata desabrochada y debajo se le veía una camiseta color turquesa y unos vaqueros. En el bolsillo de la bata se apretujaban unos cuantos bolígrafos con un bloc y unas gafas.
«Angustiado por la edad, con síndrome de hippy», pensó Måns poniéndose un poco demasiado cerca cuando se saludaron, de manera que el médico tuvo que mirar hacia arriba como un espectador del firmamento.
Entraron en la sala de médicos.
– Es por su bien -le explicó el médico a Måns-. Cuando se estaba despertando se arrancó la cánula del brazo. Ahora le hemos puesto algo para que duerma, pero…
– ¿Está detenida? -preguntó Måns-. ¿O en arresto preventivo?
– No, que yo sepa.
– ¿Se ha tomado alguna decisión respecto a cuidados forzados? ¿Hay algún certificado respecto al cuidado?
– No.
– Vaya, entonces como en el Lejano Oeste -exclamó Måns, desdeñoso-. La atan a la cama sin orden de la policía, ni del fiscal ni del jefe médico. Es privación ilegal de la libertad. Denuncia, multa y sanción por parte de la Comisión de Responsabilidades. Pero no estoy aquí para crear problemas. Explíqueme lo que ha ocurrido. La policía debe haberlo informado. Primero desátela y tráigame un café. A cambio, seré bueno y me sentaré en su habitación, vigilando que no haga ninguna tontería cuando se despierte. No armaré jaleo en el hospital.
– La información que me ha dado la policía es confidencial -dijo el médico sin convicción.
– Give some, get some -respondió Måns sin interés.
Poco después Måns estaba sentado en una incómoda silla, inclinado hacia atrás, al lado de la cama de Rebecka. La mano izquierda la tenía entrelazada en los dedos de ella y en la otra mano agarraba un vaso de plástico en un soporte marrón con café muy caliente.
– Jodida niñata -murmuró-. Cuando te despiertes me vas a oír.
Oscuridad. Después oscuridad y dolor. Rebecka abre con cuidado los ojos. En la pared, encima de la puerta, hay un gran reloj. El minutero tiembla cada vez que salta hacia la siguiente línea. Mira con los ojos entreabiertos, pero no sabe qué hora es, o si es de día o de noche. La luz se le clava en los ojos como un cuchillo. Le abre un agujero de dolor en la cabeza, como si fuera de fuego. Todo salta en pedazos. Con cada respiración siente el dolor y la contracción. La lengua se le pega al paladar. Vuelve a cerrar los ojos y ve la cara asustada de Vesa Larsson delante de ella. «No lo hagas, Rebecka. Te arrepentirás el resto de tu vida.»
Vuelta a la oscuridad. Más profunda. Hacia abajo. Lejos. El dolor va dejando de martillear. Y sueña. Es verano. El sol calienta desde el cielo azul. Los abejorros dan tumbos como borrachos, por los aires, entre las flores del verano. Su abuela está de rodillas en el embarcadero, junto a la playa que forma el río, limpiando las alfombras de trapo. El jabón lo ha hecho ella misma con lejía y grasa. El cepillo de raíces sube y baja sobre las rayas de la alfombra. La suave brisa del río no deja que se acerquen los mosquitos. En el borde del embarcadero hay una niña sentada con los pies en el agua. Ha encerrado un escarabajo en un tarro de mermelada con agujeros en la tapa. Fascinada, observa el paseo del bicho dentro del bote. Rebecka empieza a hundirse en el agua. Curiosamente es consciente de que está soñando y murmura algo para sí misma: «Déjame verle la cara. Déjame ver cómo es.» Después Johanna se vuelve y la ve. Agarra triunfante el tarro de mermelada, enseñándoselo a Rebecka mientras sus labios forman la palabra «Mamá».
Era casi una postal de Navidad. Pero, a la vez, no lo era en absoluto. Tres reyes magos mirando al niño que dormía. Pero el niño era Rebecka Martinsson y los reyes el fiscal jefe en funciones Carl von Post, el abogado Måns Wenngren y el inspector de policía Sven-Erik Stålnacke.
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