Condujo con cuidado por la explanada mientras tres perros se cruzaban por delante del coche sin dejar de ladrar. Alguna que otra gallina revoloteó hasta ponerse a salvo bajo un grosellero. Junto al poste de la valla había un gato inmóvil delante de un nido de musarañas preparado para salir disparado en cualquier momento. Únicamente un pequeño latigazo de irritación con la cola revelaba que se había percatado de la presencia del ruidoso Ford Escort.
Anna-Maria aparcó delante de la casa. Por la ventanilla podía observar las fauces de los perros que saltaban contra la puerta del coche. Las colas se agitaban de un lado a otro, pero aun así. Uno era realmente grande y, además, negro, de manera que Anna-Maria apagó el motor y se quedó sentada donde estaba.
Una mujer salió de la casa y se quedó de pie en la escalinata. Llevaba un abrigo acolchado de color rosa Barbie indescriptiblemente feo. Llamó a los perros.
– ¡Aquí!
Los animales se alejaron inmediatamente del coche y subieron los escalones a toda prisa. La mujer del abrigo les ordenó que se tumbaran y se acercó al coche mientras Anna-Maria se bajaba para presentarse.
Lisa Stöckel rondaba los cincuenta. No llevaba maquillaje y se le notaba el moreno de la cara. En los ojos tenía marquitas blancas que le habían quedado de tanto entornarlos durante el verano. Y el pelo muy corto, al límite de llevarlo a cepillo si se lo cortaba un milímetro más.
«Es guapa -pensó Anna-Maria-. Parece una chica vaquera. Si es que una puede imaginarse a una vaquera con ese abrigo rosa.»
El abrigo era realmente espantoso: estaba cubierto de pelo animal y tenía pequeños agujeros y jirones por los que salía el relleno.
Y tanto como «chica»… Anna-Maria conocía a varias mujeres de cincuenta que tenían cenas de chicas y que seguirían siendo chicas hasta la tumba, pero Lisa Stöckel no era ninguna chica. Había algo en sus ojos que a Anna-Maria le inspiraba una sensación de que quizá nunca había sido una chica, ni siquiera de pequeña.
Y también tenía una línea casi imperceptible que recorría la parte inferior del ojo, desde la comisura del párpado hasta el pómulo. Una sombra oscura por debajo del rabillo del ojo.
«Dolor -pensó Anna-Maria-. En el cuerpo o en el alma.»
Subieron juntas hacia la casa. Los perros estaban tumbados en el porche y gimoteaban con empeño por levantarse y saludar a la extraña.
– Quietos -ordenó Lisa Stöckel.
Se lo decía a los perros, pero Anna-Maria también cumplió la orden.
– ¿Te dan miedo los perros?
– No si sé que son buenos -respondió Anna-Maria mirando al grande de color negro.
Tenía la larga lengua colgando de la boca como una corbata y las patas como las de un león.
– Vale, hay otro en la cocina, pero ésa es buena como una ovejita. Y éstos también, sólo son como una pandilla de chavales de pueblo sin modales. Pasa, pasa.
Le abrió la puerta y Anna-Maria entró al recibidor.
– Malditos vándalos -le dijo Lisa Stöckel amorosa a los perros, y luego levantó el brazo y gritó-: ¡Fuera!
Los perros se incorporaron de un brinco y salieron disparados haciendo grandes marcas en la madera, bajaron la escalinata de un salto llenos de alegría y desaparecieron por la explanada.
Anna-Maria se quedó en el recibidor y miró a su alrededor. La mitad del suelo estaba ocupada por dos almohadas para perros y había también un gran cuenco de acero inoxidable lleno de agua, botas para la lluvia, botas de montaña, zapatillas de correr y otros zapatos de goretex. Apenas quedaba sitio para ella y Lisa. Las paredes estaban atestadas de ganchos y estantes donde había varias correas, guantes de trabajo, gorros y guantes de abrigo, un mono azul y demás. Anna-Maria se preguntaba dónde podía colgar la chaqueta, pues todos los ganchos estaban ocupados, igual que las perchas.
– Deja la chaqueta en la silla de la cocina -dijo Lisa Stöckel-. Si no, se te llenará de pelo. Ni se te ocurra quitarte los zapatos.
En el recibidor había una puerta que daba a una sala de estar y otra que daba a la cocina. En el salón había varias cajas de plátanos llenas de libros y en el suelo había más columnas de libros. La librería, de madera oscura de algún tipo y con vitrina de vidrio de colores, estaba pegada a uno de los laterales cortos, vacía y cubierta de polvo.
– ¿Te mudas? -preguntó Anna-Maria.
– No, sólo… Acabas teniendo tanta basura. Y los libros no hacen más que acumular polvo.
En la cocina había unos pesados muebles de madera de pino barnizada y amarillenta. En un sofá de estilo rústico estaba tumbado un labrador retriever negro que se despertó cuando las dos mujeres entraron y empezó a golpear el lateral con la cola a modo de saludo. Después dejó caer la cabeza de nuevo y siguió durmiendo.
Lisa presentó al perro como Majken.
– Cuéntame cómo era -le pidió Anna-Maria cuando estuvieron sentadas-. Tengo entendido que trabajabais juntas con el grupo Magdalena.
– Ya se lo conté a él… un hombre bastante grande con un bigote así.
Lisa Stöckel midió un palmo con la mano por delante del labio superior. Anna-Maria sonrió.
– Sven-Erik Stålnacke.
– Sí.
– ¿Puedes contármelo otra vez?
– ¿Por dónde empiezo?
– ¿Cómo os conocisteis?
Anna-Maria Mella prestó atención a la cara de Lisa Stöckel. Cuando la gente rebobinaba la memoria en busca de un acontecimiento en concreto, solía bajar la guardia, dando por sentado que no fueran a mentir sobre dicho suceso, claro. A veces se olvidaban por un momento de la persona que tenían sentada enfrente. En la cara de Lisa Stöckel se esbozó media sonrisa que no duró más que un instante. Por un momento hubo algo que se relajó. Le caía bien la pastora.
– Hace seis años. Acababa de mudarse a la vicaría y para el otoño se iba a encargar del catecismo para la confirmación de los jóvenes de aquí y de Jukkasjärvi. Y se puso en marcha como un perro de presa para localizar a todos los padres de los niños que no se habían apuntado. Se presentaba y les explicaba por qué creía que el catecismo era tan importante para la confirmación.
– ¿Por qué era importante? -preguntó Anna-Maria, a quien le parecía que no le había aportado una mierda cuando le tocó hacerla a ella, hacía cien años.
– Mildred concebía la parroquia como un punto de encuentro. No le importaba demasiado si la gente era creyente o no, eso quedaba entre ellos y Dios. Pero si lograba que fueran a la parroquia para bautizarse, confirmarse, casarse y otras festividades para que la gente pudiera encontrarse y se sintiera en la parroquia como en casa, como para ir allí si la vida les resultaba difícil en algún momento, pues… Y cuando la gente decía «pero si no se es creyente, no parece correcto confirmarse sólo por los regalos», ella respondía que a ver si no era genial recibir regalos, que a ningún joven le gustaba estudiar, ni en la escuela ni en la parroquia, pero era una cuestión de cultura general saber por qué celebramos la Navidad, la Semana Santa, la Pascua de Pentecostés, el Corpus Christi y saber enumerar a los evangelistas.
– Así que tú tenías un niño o una niña que…
– No, no. Bueno, sí, tengo una niña, pero ella se había confirmado hacía años. Trabaja en el bar del pueblo. No, se trataba del chico de mi primo, Nalle. Tiene una discapacidad mental y Lars-Gunnar no quería que se confirmara, así que ella fue a hablar con él. ¿Quieres café?
Anna-Maria aceptó.
– Tengo entendido que provocó a más de uno -dijo.
Lisa Stöckel se encogió de hombros.
– Ella era así… Siempre de frente. Sólo sabía poner la directa.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Anna-Maria.
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