– A mi parecer, esto es justo lo que nuestras parroquias requieren -le dijo el pastor a Torsten-. Pero os necesitaría ahora, no dentro de un año cuando todo esto pueda hacerse realidad.
Torsten observaba la pintura. Representaba una hembra de reno de mirada sosegada dándole de mamar a su cría. A través de la puerta del pasillo Rebecka podía ver a una mujer que había surgido de la nada sacando una bandeja con termos y tacitas de café que tintineaban al chocar entre ellas.
– Hemos pasado una época muy difícil en la parroquia -prosiguió el pastor-. Imagino que habéis oído hablar de la muerte de Mildred Nilsson.
Torsten y Rebecka asintieron.
– Tengo que designar a alguien para su puesto -dijo el párroco-. Y no es ningún secreto que ella y Stefan no congeniaban del todo. Stefan está en contra de las mujeres pastoras. Yo no comparto su idea, pero tengo que respetarla. Y Mildred era nuestra mayor feminista local, por así decirlo. No ha sido una labor fácil ser jefe de los dos. Sé que hay una mujer cualificada que solicitará el puesto cuando lo oferte. No tengo nada que objetarle, al contrario. Pero para mantener la paz laboral y la calma en la casa me gustaría darle el puesto a un hombre.
– ¿Menos cualificado? -preguntó Torsten.
– Sí. ¿Es posible?
Torsten se frotó la barbilla sin apartar la mirada del cuadro.
– Por supuesto -dijo tranquilo-. Pero si la mujer que solicita el puesto te demanda la tendrás que indemnizar.
– ¿Y tendré que contratarla?
– No, no. Una vez que el puesto esté cedido a otra persona no se la puede echar. Me puedo enterar de qué cantidad son las indemnizaciones que ha habido que pagar en casos de este tipo. Lo hago gratis.
– Supongo que querrá decir que tú lo haces gratis -le dijo el pastor a Rebecka soltando una carcajada.
Rebecka sonrió amablemente y el pastor se dirigió de nuevo a Torsten.
– Te lo agradecería enormemente -dijo serio-. Después… hay una cosa más. O dos.
– Dispara -le animó Torsten.
– Mildred creó una fundación. Tenemos una loba en los bosques de alrededor de Kiruna a la que le tenía mucha consideración. La labor de la fundación sería la de encargarse de mantener a la loba con vida. Remuneraciones a los samis, vigilancia por helicóptero en colaboración con la Dirección Nacional de Protección de la Naturaleza…
– ¿Sí?
– Quizá la fundación no tenga tanto respaldo en la parroquia como a ella le hubiera gustado. No es que estemos en contra de los lobos, pero queremos mantener un perfil apolítico. Todos, tanto los que odian a los lobos como los que los aman, deben sentirse en casa en la parroquia.
Rebecka miró por la ventana. Allí fuera estaba el presidente de la congregación mirándolos con curiosidad. Cuando bebía de la taza sujetaba el platito por debajo de la barbilla a modo de protección antigoteo. La camisa que llevaba era espantosa. En su día debió de ser beige, pero en algún momento debió de lavarla con un calcetín azul.
«Suerte que ha encontrado una corbata de mercadillo que le hace juego», pensó Rebecka.
– Queremos deshacer la fundación y utilizar los medios para otra actividad que cuadre mejor con la parroquia -comentó el pastor.
Torsten le prometió que remitiría el asunto a alguien que supiera sobre derecho de asociación.
– Y también hay una cuestión un tanto delicada. El marido de Mildred Nilsson sigue viviendo en la vicaría de Poikkijärvi. Me resulta terrible echarle de su casa, pero… bueno, es que necesitamos la vicaría para otras cosas.
– Entiendo, pero eso no debe ser una preocupación -dijo Torsten-. Rebecka, tú tenías intención de quedarte por aquí unos días, ¿no podrías echarle un vistazo al contrato de arrendamiento y hablar con…? ¿Cómo se llama el hombre?
– Erik. Erik Nilsson.
– Si te parece bien -le dijo Torsten a Rebecka-. Si no, puedo encargarme yo. Es una residencia para empleados, así que en el peor de los casos podemos pedirle al agente judicial que nos eche una mano.
El pastor hizo una leve mueca de desagrado.
– Y si se llega a tanto -añadió Torsten sereno-, siempre va bien tener un maldito abogado al que echarle las culpas.
– Yo me ocupo -dijo Rebecka.
– Erik tiene las llaves de Mildred -le comentó el pastor-. O sea, las llaves de la iglesia. Necesito recuperarlas.
– Sí -afirmó Rebecka.
– Entre otras, la llave de su caja de seguridad en la oficina de registro parroquial. Es como ésta.
Se sacó un manojo de llaves del bolsillo y le mostró una en concreto a Rebecka.
– Una caja de seguridad -observó Torsten.
– Para el dinero, las anotaciones de las conversaciones espirituales y, bueno, cosas de las que uno no se quiere deshacer -dijo el sacerdote-. Un pastor no está casi nunca en su despacho y por la casa rectoral pasa mucha gente.
Torsten no pudo reprimir su impulso de preguntar.
– ¿No la tiene la policía?
– No -dijo el pastor sin darle importancia-. No la han pedido. Mira, Bengt Grape ya va por el cuarto trozo de pastel. Vamos, si no, nos quedaremos sin nada.
Rebecka llevó a Torsten hasta el aeropuerto. Se veía un sol de veranillo de San Martín por encima de los abedules con manchas amarillas.
Torsten la miraba desde el lado del copiloto. Se preguntaba si habría habido algo entre ella y Måns. Ahora sí que se la veía enfadada: los hombros subidos hasta las orejas y la boca recta como una raya horizontal.
– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar aquí arriba? -le preguntó.
– No sé -respondió con vaguedad-. El fin de semana.
– Para saber qué le digo a Måns cuando vea que he perdido a su ayudante por el camino.
– No creo que te pregunte.
Hubo un silencio en el coche hasta que al final Rebecka no pudo aguantar más.
– Está claro que la policía no tiene ni puta idea de que esa caja de seguridad existe -exclamó.
La voz de Torsten se volvió exageradamente paciente.
– Se les habrá escapado -dijo-. Pero nosotros no vamos a hacer su trabajo. Nos dedicaremos al nuestro.
– La han asesinado -mencionó Rebecka en voz baja.
– Nuestra labor es resolver los problemas del cliente siempre que no sean ilegales. Y no es ilegal recuperar las llaves de la iglesia.
– Ya. Y de paso les ayudamos a calcular cuánto les puede costar hacer discriminación de género para que puedan seguir montando su club de viejos.
Torsten miró por la ventanilla.
– Y yo tengo que echar al marido de su casa -continuó Rebecka.
– Ya te dije que no hacía falta que lo hicieras tú.
«Venga ya -pensó Rebecka-. No me diste elección. Si no, te habrías encargado de que el agente judicial le diera la patada.»
Pisó el acelerador.
«Lo primero es el dinero -pensó-. Eso es lo más importante.»
– A veces me dan ganas de vomitar -dijo cansada.
– A veces va incluido en el trabajo -la consoló Torsten-. Después te limpias los zapatos y sigues adelante.
La inspectora de policía Anna-Maria Mella subió con el coche hasta la casa de Lisa Stöckel. Lisa era la presidenta del grupo Magdalena. Vivía en una casa solitaria en lo alto de una colina más allá de la capilla de Poikkijärvi. Detrás de la casa, la colina bajaba en picado, con tramos de gravilla, y al otro lado pasaba el río.
Al principio la casa era una cabaña sencilla construida en los sesenta. Más tarde la ampliaron y le pusieron marcos de ventana de color blanco y una escalinata de entrada con trabajos de ebanistería de lo más ostentoso. En la actualidad tenía el aspecto de una caja de zapatos marrón disfrazada de casita de chocolate. Al lado de la casa había una cabaña alargada en ruinas de color rojo, con el tejado de chapa y con una única ventana con cristal sencillo. Leñera, trastero y un viejo establo, aventuró Anna-Maria. Aquí debió de haber otra casa anteriormente. La echaron abajo y levantaron la cabaña. El establo lo dejaron intacto.
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