«Es como en casa», pensó Rebecka mirando el bosque del otro lado del camino, una sala de columnas levantada por pinos jóvenes que salían de la tierra arenosa. Los rayos del sol se abrían paso por entre los troncos cobrizos hasta calentar la pinaza y las piedras recubiertas de musgo.
De pronto pudo verse a sí misma. Una chiquilla con jersey de fibra sintética que te electrizaba el pelo si te frotabas la cabeza con él y unos pantalones de pana alargados por abajo. Aparece corriendo en el lindero del bosque con una taza de cerámica llena hasta el borde de arándanos que acaba de coger. Se dirige al establo que se utiliza en verano donde está su abuela. En el suelo de cemento hay un pequeño fuego encendido echando humo. Es del tamaño perfecto, porque si se le pone demasiada paja las vacas empiezan a toser. Su abuela está ordeñando a Mansikka y le sujeta la cola con la frente apretada contra el costado del animal. La leche cae como inyectada en el cubo y las cadenas traquetean cuando las vacas se agachan para coger más paja.
– Bueno, Pikku-piika -le dice su abuela mientras aprieta rítmicamente las ubres-. ¿Dónde has estado todo el día?
– En el bosque -le contesta la pequeña Rebecka.
Le mete a su abuela unos cuantos arándanos en la boca. Hasta ahora Rebecka no se había dado cuenta de su propia hambre.
Torsten picó en la ventanilla del coche.
«Quiero quedarme aquí», pensó Rebecka sorprendiéndose a sí misma de su propia vehemencia.
Los terrones herbosos del bosque parecían cojines cubiertos con matas de arándano rojo de un reluciente color verde oscuro y hojas gruesas, y con otras de arándano azul aún de color verde pálido que poco a poco se iban tornando rojizas.
«Ven a tumbarte -susurraba el bosque-. Túmbate boca arriba y quédate mirando cómo se mecen las copas de los árboles con la fuerza del viento.»
Otro repiqueteo en la ventanilla. El corpulento chico seguía en la escalera cuando Rebecka entró en el local y ella le hizo un gesto de saludo con la cabeza.
Los dos garajes del antiguo taller se habían reformado y eran ahora un bar-restaurante. En el local había seis mesas de madera de pino barnizadas de color oscuro y dispuestas a lo largo de las paredes, pudiéndose sentar en cada una hasta siete personas al mismo tiempo si una se sentaba en una de las cabeceras. La alfombra sintética imitando mármol de color rojo coral hacía juego con el empapelado rosa, que tenía además una cenefa pintada a mano a lo largo de todas las paredes de la sala, pasando incluso por encima de las puertas batientes que daban a la cocina. En las tuberías que estaban a la vista y también eran de color de rosa, alguien había enrollado lianas de hiedra artificial en un intento de darle más ambiente al lugar. A la izquierda, detrás de la barra también barnizada de oscuro, había un hombre con delantal azul que secaba vasos y los apretujaba en el estante donde estaba la oferta del bar. Cuando Rebecka entró en el salón la saludó. Llevaba una barba corta de color castaño oscuro, un aro en la oreja derecha e iba con las mangas de la camiseta negra arremangadas, dejando ver unos fornidos músculos. En una de las mesas había tres hombres con un cestillo de pan delante esperando la comida con los cubiertos todavía enrollados en las servilletas de papel de color vino. Tenían las miradas clavadas en el fútbol de la tele, los puños en la cesta de pan y las gorras de trabajo apiladas en una de las sillas libres. Los tres llevaban camisa de franela y debajo camisetas con estampados de publicidad y cuellos desgastados. Uno de ellos llevaba pantalones de trabajo azules de tirantes con el logo de una empresa. Los otros dos se habían desabrochado los monos de trabajo y llevaban la parte superior colgando por detrás.
Una mujer sola de mediana edad mojaba trozos de pan en el plato de sopa. Le sonrió rápidamente a Rebecka y se apresuró a meterse el pan en la boca antes de que se le despedazara. A sus pies yacía dormido un labrador negro con canas blancas de vejez en el hocico. En la silla que tenía al lado colgaba un abrigo de color rosa Barbie indescriptiblemente desgastado. Llevaba el pelo muy corto y su peinado se podía describir, en el mejor de los casos, como práctico.
– ¿Te puedo ayudar en algo? -preguntó el tipo del aro en la oreja de detrás de la barra.
Rebecka se giró hacia él y apenas le dio tiempo a decir que sí cuando se batieron las puertas de la cocina al paso enérgico de una mujer de unos veintitantos años que aparecía con tres platos en las manos. Tenía el pelo largo y coloreado a mechas rubias, rojas y negras. Llevaba un piercing en la ceja y dos brillantes en la aleta de la nariz.
«Qué chica más guapa», pensó Rebecka.
– ¿Sí? -le dijo como exigiendo una reacción a Rebecka.
No esperó a que contestara sino que les sirvió los platos a los tres hombres que esperaban. Rebecka había estado a punto de preguntar si servían comida, pero la respuesta era evidente.
– En el cartel pone que tenéis habitaciones -oyó salir repentinamente de su propia boca-. ¿Cuánto cuestan?
El tipo del aro en la oreja la miró desconcertado.
– Mimmi -dijo el hombre-. Preguntan por las habitaciones.
La chica con el pelo de colores se giró hacia Rebecka secándose las manos en el delantal y quitándose un mechón sudado de la cara.
– Tenemos cabañas -dijo-. De esas pequeñas. Salen a doscientas setenta coronas la noche.
«¿Qué estoy haciendo? -se preguntó Rebecka. Y al instante siguiente pensó-: Quiero quedarme aquí. Yo sola.»
– Vale -respondió en voz baja-. Dentro de un momento voy a entrar a cenar con un acompañante. Si él también te pregunta por las habitaciones, le dices que sólo tienes sitio para mí.
Mimmi frunció el ceño.
– ¿Por qué iba a hacer eso? Es un mal negocio para nosotros.
– En absoluto. Si le dices que tienes sitio para él también, yo me echaré atrás y dormiremos los dos en el Palacio de Invierno del centro. Así que o un cliente o ninguno.
– ¿Te está costando librarte del tío o qué? -dijo sonriendo a medias el tipo del aro en la oreja.
Rebecka se encogió de hombros. Que pensaran lo que quisieran. Además, ¿qué les iba a decir?
Mimmi le respondió haciendo el mismo gesto con los hombros.
– Hecho -dijo-. Pero ¿vais a cenar los dos? ¿O le digo también que sólo hay comida para ti?
Torsten leyó el menú mientras Rebecka lo observaba desde el otro lado de la mesa. Tenía las mejillas sonrosadas de felicidad con las gafas de leer pinzadas lo más abajo que podía de la nariz sin que le tapara los orificios para la respiración y el pelo revuelto hacia un lado. Mimmi estaba inclinada sobre su hombro y le leía el menú en voz alta al tiempo que señalaba los platos con el dedo. Parecían el alumno y la profesora.
«Esto le encanta», pensó Rebecka.
Los hombres de brazos robustos y cuchillos enfundados respondieron con un sonido gutural cuando él entró por la puerta saludando alegremente. La hermosa Mimmi, con su exuberante pecho y su voz aguda, era tan radicalmente distinta a las complacientes chicas del club nocturno Sturecompagniet. El pensamiento de Torsten pasó luego a cosas menos profundas.
– Puedes elegir entre el plato del día o algo del congelador -informó Mimmi mientras señalaba una pizarra negra colgada en la pared donde ponía «asado de alce y risotto de setas y verduras»-. El plato del día lo puedes pedir con patatas, arroz o pasta, lo que prefieras.
En la carta señaló unos cuantos platos que aparecían en el apartado «del congelador»: lasaña, albóndigas, revoltillo de morcilla, revoltillo variado, reno asado, reno ahumado y carne estofada.
– Quizá un revoltillo de morcilla no estaría mal -le dijo entusiasmado a Rebecka.
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