– Es un trabajo que se tiene que hacer ahora. En el norte de Suecia.
Se pone tan jodidamente contento al oír su voz, que tiene que esforzarse para hablar despacio cuando responde, para no parecer desesperado. Hace tiempo que va mal de dinero porque sólo ha tenido pequeños encargos como cobrar deudas y cosas así. Pero ese tipo de trabajo lo puede hacer cualquier negrata porque no se paga bien. Ahora sí hay dinero. Podrá vivir bien un tiempo y mudarse a otro sitio mejor.
– El pago habitual en su cuenta tras haber realizado el trabajo. Mapa, información, foto y un adelanto de cinco mil euros para el viaje están en el Coffee House de Schiphol. Pregunte por Johanna y salúdela de…
– No -replica-. Lo quiero ya en el aeropuerto de N'Djili. ¿Cómo voy a saber que no se trata de un engaño?
Se queda callada. Da lo mismo. Que se crea que es un paranoico. La verdad es que no tiene dinero para el billete de Kimbasa a Amsterdam, pero eso no piensa reconocerlo.
– No hay problema, sir -responde ella al cabo de unos segundos-. Lo arreglaremos según sus deseos.
Acaba la conversación y saluda de parte del coronel. Le gusta. Ella le habla con respeto. Esa gente se da cuenta de lo que significa haber sido paracaidista en el ejército británico. Hay tanta gente que no entiende una mierda porque nunca han estado allí.
Morgan Douglas se viste y se afeita. En el espejo del baño crecen las manchas del tiempo. Dentro de poco no podrá verse la cara. El grifo tose, las tuberías hacen ruido y al principio el agua es de color marrón. Una mañana, cuando entró a mear, había una rata enorme que se dio la vuelta y se lo quedó mirando. Se agachó, se introdujo sin prisas debajo de la bañera y desapareció.
Cuando esté listo, despertará a la chica que todavía está durmiendo.
– You have to leave -dice.
Ella se sienta medio dormida en el borde de la cama. Él coge su ropa del suelo y se la tira. Mientras se viste, ella dice:
– My little brother. He must go to doctor. Sick. Very sick.
Miente, seguro, pero él no dice nada. Le da dos dólares.
– You have a little something for me, yes? -le dice ella mirando la silla donde él dejó ayer la pipa de cristal. Él ya la ha envuelto en una tela y se la ha metido debajo de la ropa interior. Ha puesto lo que necesita en los bolsillos de la gabardina y debajo de la ropa. Tiene que dejar la maleta, si no el tipo de la recepción le armará un jaleo de cojones por la habitación y lo acusará de querer marcharse sin pagar, que es justo lo que piensa hacer. Éste es un sitio de mierda y ni siquiera han limpiado la habitación en las semanas que ha estado aquí. Así que puede olvidarse de pagar.
– No, no tengo nada -le responde y la empuja fuera de la habitación.
La manda callar cuando bajan la escalera. El portero está durmiendo detrás del mostrador, probablemente tenga otro trabajo durante el día. El vigilante de noche tampoco está a la vista, seguro que está durmiendo en alguna otra parte.
El fluorescente emite un zumbido y parpadea con su fría luz.
– I stay here -susurra la chica-. Until tomorrow. It's no safe on the street, you know.
Señala un sillón en el triste vestíbulo. Está tan gastado que los muelles asoman a través de la tela.
Morgan Douglas se encoge de hombros. Si el tío de la recepción se despierta antes que ella, le quitará el dinero, pero ése no es su problema.
Coge un taxi hasta el aeropuerto. Al cabo de dos horas ve a un hombre que parece un funcionario de la embajada. No hay mucha gente en la sala de espera. El hombre del traje va directamente hacia él y le pregunta si no tienen un amigo en común.
Morgan Douglas responde como debe y el hombre del traje le da un sobre tamaño A4, se da la vuelta y se va de allí de inmediato.
Morgan Douglas abre el sobre. Toda la información está allí, y el adelanto en dólares, no en euros. Mejor. Falta una hora y media para que salga su avión y es un largo viaje.
Le da tiempo de hacer algunas compras. Sólo para relajarse antes del viaje y así aguantarlo. Entre una cosa y otra, va a estar en marcha tres días seguidos. Lo necesita para hacer el trabajo.
Se sienta en un taxi otra vez y se dirige hacia un barrio periférico. Todavía es de noche cuando llega hasta su camello. No le da tiempo de decir «no hay crédito» porque Morgan Douglas le alarga unos cuantos billetes de dólar sin doblar a través de la ranura de la puerta.
Cuando amanece y el aire se dobla como vidrio caliente, Morgan Douglas ya está sentado en el avión que lo llevará a Amsterdam. Speedballing. Nada de locuras. Felicidad tranquila. Se siente tan estupendamente.
En Amsterdam compra dos botellas de Smirnoff y se bebe una en el avión a Estocolmo. Cuando todos se levantan, lo hace él también.
Después está en alguna otra parte. Mucha gente va de un lado a otro. Alguien lo coge del brazo.
– Mr. John McNamara? Mr. John McNamara?
Es una azafata.
– Boarding time, sir. The plane to Kiruna is ready for take-off.
Una hora y media más tarde está en un lavabo mojándose la nuca con agua fría. Ahora tiene que estar bien despierto. Se siente tan jodidamente mal. Sí, está en el aeropuerto de Kiruna. Alquila un coche y se dice a sí mismo: «E10 hacia el norte.» Va a arreglar ese puto asunto bien rápido. Necesitaría algo para estar en forma, para volver a ser el de antes.
Morgan Douglas ve a Inna Wattrang. Tiene frío en los pies. Ha estado esperando una eternidad. Se empieza a poner nervioso. Se le ha metido en la cabeza que el coche no se va a poner en marcha cuando tenga que volver. Pero ya está aquí. Es como en la foto. Poco más de uno setenta, entre sesenta y setenta kilos. No hay problema. Tiene la llave de la casa en la mano.
Sigue hablando y gesticula para que no se note tanto que los pasos que da hacia ella son rápidos y largos.
En un instante está a su lado. Da otro paso más para quedarse a su espalda y a la vez le pone el brazo izquierdo alrededor de la garganta. La levanta lo justo hasta que el dolor la hace ponerse de puntillas.
Siente como si la nuca se le fuera a romper si pierde el contacto con el suelo, así que cae hacia atrás, hacia él, de manera que la mitad de su cuerpo queda sobre la cadera de él.
Ahora va hacia la puerta. Ella se da cuenta de que ni siquiera se tropieza con ella. Con su fría mano, abre la cerradura de la puerta. Ella ni ha notado que le ha quitado la llave.
Reconoce que la puede manejar a su antojo. «Éste no es un loco. Éste no es un violador. Es un profesional», piensa.
Mira a su alrededor en el recibidor y cuando empieza a dirigirse hacia la cocina, con ella todavía bien sujeta, se resbala un poco. La nieve debajo de sus zapatos ha formado una capa de hielo, pero recupera el equilibrio y la sienta en una silla. Se pone detrás y ella nota que la presión alrededor de su cuello se hace más fuerte a la vez que oye el ruido de un trozo de cinta cuando se separa del rollo.
Todo va increíblemente deprisa. Le sujeta con cinta las muñecas en los apoyabrazos de la silla y las piernas en las patas. No la corta, deja pasar la cinta de una mano a la otra, la baja hasta los pies con un trozo largo y deja el rollo en el suelo cuando ha acabado.
Se pone delante de ella.
– Please -ruega ella-. Do you want money? I have…
No alcanza a decir más que eso. Él le da un golpe en la nariz. Es como abrir un grifo. La sangre mana caliente sobre la cara y baja por la garganta. Ella traga y traga.
– Cuando te pregunte, respondes. Si no, cierras el pico. ¿Lo entiendes? Y si no lo consigues, te pondré cinta en la boca y así tendrás que respirar por esa nariz sangrante.
Ella asiente con la cabeza y vuelve a tragar. Siente el corazón latir entre las orejas.
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