– Para ya -responde con un tono algo cansado y suplicante en la voz.
Pero Diddi está casi desesperado. Siente que la está perdiendo de verdad, o que quizá ya la ha perdido. Inna ha desaparecido en un mundo habitado por viejos malolientes con deseos extraños. Le vienen imágenes a la cabeza de pisos carcomidos en barrios ricos de las capitales de Europa, en los que el aire quieto contiene un ligero olor a sedimentación y suciedad en las tuberías de los grandes cuartos de baño. Apartamentos en los que las cortinas llenas de polvo le impiden siempre el paso a la luz del sol.
– ¿Qué te pasa con los hombres viejos y asquerosos? -le pregunta impregnando la voz intencionadamente de desprecio.
– Para ya.
– Recuerdo cuando tenías doce años y…
– ¡Para! ¡Para, para!
Inna se incorpora. Las drogas ya se han ocupado del dolor del cuerpo. Cae de rodillas delante de él, le agarra la barbilla entre los dedos y lo contempla compasiva. Le acaricia el pelo y lo consuela mientras con voz suave dice lo más terrible:
– Lo has perdido. Ya no eres un niño. Y es tan triste. Mujer, hijo, casa, cenas de pareja, invitaciones a la casa de campo… Te pega de verdad. Y se te está cayendo el pelo. Este flequillo desgreñado y largo es realmente patético. Dentro de poco te lo tendrás que peinar para taparte la calva. Por eso ahora necesitas dinero constantemente. ¿No te das cuenta tú solo? Antes lo tenías todo gratis, compañía, coca. Y ahora lo tienes que comprar.
Se pone de pie y le da una calada al cigarrillo.
– ¿De dónde sacas el dinero? ¿Cuánto te gastas? ¿Ochenta mil al mes? Sé que le robaste dinero a la empresa, cuando Quebec Invest vendió y bajó el valor de Northern Explore. Sé que fuiste tú el que lo arregló. Un periodista del NSD me llamó y me hizo un montón de preguntas. Mauri se volvería loco si se enterara. ¡Loco!
Diddi está a punto de ponerse a llorar. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Cuándo cambió de forma lo suyo con Inna?
Tiene ganas de salir corriendo y dejarla allí, pero al mismo tiempo es lo último que quiere. Tiene la sensación de que si se va ahora no podrá volver nunca más.
Siempre han sido infieles, él e Inna. Bueno, no infieles, pero nunca han dejado que nadie supusiera un peso para ellos. Las personas van y vienen en la vida. Te abres de par en par y al final, tarde o temprano, te acabas yendo. Pero Diddi siempre ha sentido que él e Inna son la excepción, el uno para el otro. Mientras su madre había sido un bastidor de papel siempre ocupada pensando en el dinero y la posición social, Inna ha sido la carne, la sangre, la vida.
Él no es la excepción para Inna. Se ha desprendido de ella y ella lo ha permitido.
– Vete -le dice con su voz amable, esa voz que es para cualquiera.
Es tan sumamente tierna y amable.
– Ya hablaremos de esto mañana.
Diddi niega con su cabeza rubia de modo que el flequillo lacio se agita sobre la frente. Mañana no hablarán de ello, todo está dicho y queda atrás.
Sigue negando con la cabeza mientras baja por las escaleras y cuando cruza el patio, y al atravesar la oscuridad de su jardín hasta llegar junto a su esposa y su hijito.
En la puerta se topa con Ulrika.
– ¿Cómo se encuentra? -pregunta.
El principito está durmiendo y Ulrika se acurruca en el pecho de su marido, que se obliga a sí mismo a rodearla con los brazos. Por encima de su cabeza se cruza con su propia cara en el espejo dorado del recibidor.
No reconoce a la persona que lo está mirando. La piel es como una máscara que se ha soltado de sus puntos de sujeción.
Y resulta que Inna conoce la historia con Quebec Invest, eso es malo, muy malo. ¿Qué era lo que había dicho? Que un periodista del NSD le había estado preguntando.
Inna está tumbada en la cama con una toalla empapada encima de la nariz, que le había empezado a sangrar otra vez. Oye la puerta del recibidor que se vuelve a abrir y a cerrar. Ahora oye la voz de Mauri:
– ¿Hola?
Inna suspira por dentro. No tiene fuerzas para explicar nada, ni para prohibirles que llamen a la pohcía y a un médico.
Mauri por lo menos llama. Primero golpea la puerta de entrada y luego en el marco mientras grita un saludo para que se oiga en el piso de arriba. Casi llama también en la barandilla de la escalera mientras avisa de que va a subir. Y llama con cuidado a la puerta abierta del dormitorio antes de entrar.
Le mira la cara hinchada, los labios rotos, el brazo amoratado y le dice:
– ¿Crees que podrás maquillarte todo eso? Mañana me tienes que acompañar a Kampala a una reunión con la ministra de Comercio.
Inna no puede contener una risotada. Está de lo más encantada de que Mauri se haga el duro y como que pase de todo.
Cuando el tres de diciembre Inna y Mauri llegan a Kampala y abandonan el aire acondicionado del avión, el calor y la humedad les explota en la cara como un airbag. El sudor les cae a chorretones por el cuerpo. El taxi no tiene aire acondicionado y los asientos son de piel sintética, por lo que enseguida están con la espalda y el culo empapados tratando de sentarse sólo en una nalga para evitar el contacto. El taxista se da aire con un abanico grande y canta sin pudor las canciones que la radio va emitiendo de manera incesante. El tráfico es caótico; de vez en cuando se quedan parados y el taxista asoma medio cuerpo por la ventanilla y empieza a discutir con otros taxistas o a gritarles y hacerles gestos a los niños que aparecen misteriosamente de la nada para vender esto y lo otro o simplemente mostrar una mano abierta. «Miss», dicen llamando con ojos lastimeros a la ventanilla de Inna. Ella y Mauri permanecen sentados allí detrás con los cristales subidos como en una urna de vidrio y sudando como animales.
Mauri está enfadado porque se suponía que los iban a ir a recoger en el aeropuerto, pero allí no había nadie, así que han tenido que coger un taxi. La última vez que estuvo en Kampala vio los parques verdes y hermosos y los montes que rodean la ciudad. Ahora no ve más que marabúes que se juntan en bandadas sobre los tejados con sus asquerosas papadas de color rojo.
En el palacio del gobierno el aire acondicionado está en marcha. Está puesto a veintidós grados e Inna y Mauri empiezan a tener frío por la ropa empapada de sudor. Una secretaria los guía por dentro del edificio y tan pronto han subido la ancha escalera de mármol con alfombra roja y barandilla de ébano, la ministra de Comercio acude a su encuentro. Es una mujer de unos sesenta años con caderas anchas y fuertes. Lleva un traje de color azul oscuro y el pelo planchado y recogido en un moño a lo Grace Kelly. Sus zapatos de tacón negros están desgastados y los dedos presionan el cuero por dentro. Riendo y hablando les estrecha la mano derecha abrazándolos con la izquierda. De camino a su despacho les pregunta cómo ha ido el viaje y qué tiempo hace en Suecia, y cuando llegan les invita a sentarse y les sirve té frío.
Junta las manos de golpe y pregunta horrorizada qué le ha pasado a Inna.
– Girl, you look like someone who's tried to cross Luwum street during rush-hour.
Inna le suelta la historia de cómo fue asaltada por una pandilla de chavales en Humlegården.
– Te lo juro -dijo en forma de conclusión-, el más pequeño no tendría más de once.
«Los detalles son lo que hacen más creíble la mentira», piensa Mauri. Inna sabe mentir con una facilidad digna de admiración.
– ¿Hacia dónde va el mundo? -se pregunta la ministra de Comercio mientras sirve más té.
Hay un segundo de silencio. Todos están pensando en lo mismo, pero nadie hace ningún comentario. Que una banda de críos asalte a una mujer y le dé una paliza para robarle el monedero es una misa de domingo comparado con los problemas en Uganda. En la parte norte del país, las fuerzas militares y el LRA infunden terror en la población civil: ejecuciones, torturas y violaciones son parte del día a día. Y el LRA recluta regularmente y por la fuerza a niños para convertirlos en soldados. Llegan por la noche, apuntan a los padres a la cabeza, obligan a los niños a matar a la familia vecina or your mother will die y luego se los llevan. No hay que preocuparse porque vayan a huir. ¿Adónde irían?
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