Su madre revuelve la despensa y encuentra medio paquete de galletas María para invitar y Ester observa asombrada cómo las coloca con esmero en forma de aro en una fuente.
Gunilla Petrini y su marido echan también un vistazo a los cuadros de su madre con cordial interés, pero revuelve las cajas de los de Ester como una liebre en un campo de cultivo.
Al marido le gustan los dibujos de cuando Ester y su madre estuvieron en el balneario de Kiruna. En ellos aparece una mujer. Suri Aidanpää, con los ojos cerrados bajo el aire caliente del secador de pelo. Tiene rulos en la cabeza y pendientes de plata que representan símbolos lapones aunque ella no lo sea. Los grandes pechos están sostenidos por un enorme sujetador sin encajes y tanto la barriga como el culo son de tamaño más que notable.
– Qué hermosa es -dice refiriéndose a la mujer de setenta años.
Ester le ha dibujado las bragas de color salmón. Es el único color de todo el cuadro. Ha visto fotografías coloreadas a mano y perseguía darle esa dulzura.
En la otra imagen del balneario aparecen hombres de mediana edad nadando en fila en la piscina y los antiguos vestuarios de principios de los ochenta, de madera oscura con camastro y un pequeño armario, el cartel junto a las duchas con el texto «Lámpara Ultravioleta» escrito con letras plateadas con tipo de letra futurista. El resto de pinturas son del lago Rensjön y de Abisko.
«Qué pequeño es el mundo», piensan Gunilla Petrini y su marido.
– La cuestión es que soy asesora de Färgfabriken -le vuelve a decir Gunilla Petrini a su madre.
Hablan a solas en una habitación. Ester y el marido de Gunilla, fuera, miran los renos de carga que hay en un cercado más allá de las vías del tren.
– Estoy en el consejo de arte del Estado y trabajo de compradora para una serie de grandes empresas. Tengo influencia en el mundo del arte en Suecia.
Su madre asiente. Le parece haber entendido lo que pasa.
– Estoy impresionada con Ester, y normalmente no me impresiono. Ha terminado la básica, ¿qué va a hacer ahora?
– Ester no es ninguna lumbrera, pero ha entrado en el programa de cuidados especiales.
Gunilla Petrini se controla. Se siente como un caballero que aparece en el último momento para salvar a la niña. ¡El programa de cuidados especiales!
– ¿Os habéis planteado dejarla estudiar arte? -le pregunta con su tono más suave-. Quizá es demasiado joven para Bellas Artes, pero hay estudios preparatorios, como la Escuela Idun Lovén, por ejemplo. El director y yo somos viejos amigos.
– Estocolmo -dice su madre.
– Es una gran ciudad, pero yo cuidaría de ella, por supuesto.
Gunilla Petrini oye mal. Lo que transmite la voz de la madre no es preocupación porque Ester sea tan joven y se vaya a la capital. Es la angustia, su propio desasosiego de estar atrapada en esta vida con familia e hijos. Son todos los cuadros no pintados que tiene perdidos en el alma.
Por la noche se sientan con su padre en la cocina para explicárselo todo.
– Lo que pasa es que les pareces exótica -dice su madre haciendo ruido con los platos en el fregadero-. Una chica india vestida de lapona que pinta montañas con renos.
– No quiero ir -dice Ester en un intento de amansar a su madre sin acabar de entender por qué.
– Sí que quieres -le responde su madre con determinación.
Su padre no dice nada. Cuando la cosa va en serio, la que manda es su madre.
Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke se marcharon de Regla. Por el retrovisor la inspectora jefe vio a Mikael Wiik abrirle la verja a la Chevrolet de los cristales tintados.
– ¿Quiénes eran esos tipos? -preguntó.
Antes de terminar la frase ya lo había comprendido. Las botas, el saludo como de compañeros entre Mikael Wiik y el conductor.
– Personal de seguridad -le dijo a Sven-Erik-. Me pregunto qué tendrán en marcha.
– Igual ellos también tienen reuniones de importancia -dijo Sven-Erik-. Pero a diferencia de los políticos suecos, éstos llevan guardaespaldas.
El teléfono de Anna-Maria Mella empezó a sonar y Sven-Erik tuvo que coger el volante mientras ella lo buscaba en el bolsillo. Era Tommy Rantakyrö.
– Aquí el departamento de telefonía -dijo con voz quejumbrosa.
Anna-Maria se rió.
– El pago ese que se hizo a la cuenta de Inna Wattrang -continuó-. El que se hizo desde la oficina de SEB de la calle Hantverkar. Hay un tipo que ha llamado un montón de veces a Inna Wattrang a su número privado desde una dirección cercana.
– Mándame un mensaje con la dirección, si eres tan amable, que Sven-Erik se estresa si hablo por teléfono, anoto direcciones y conduzco al mismo tiempo.
Le sonrió burlona a su compañero.
– Enseguida -dijo Tommy Rantakyrö-. Las manos al volante.
Anna-Maria Mella le pasó el teléfono a Sven-Erik y medio minuto más tarde llegó el nombre y la dirección.
– «Malte Gabrielsson, Norr Mälarstrand, 34.»
– Vamos directamente -dijo Anna-Maria-. Total, no tenemos nada mejor que hacer.
Una hora y diez minutos más tarde estaban esperando delante del portal de Norr Mälarstrand, 34. Aprovecharon para entrar cuando una mujer salió con un perro.
Sven-Erik buscó el nombre de Malte Gabrielsson en el tablón informativo donde había una relación de los vecinos de la finca. Anna-Maria miró a su alrededor. A un lado estaba el portal y al otro el jardín interior.
– Mira -dijo señalando el patio con la barbilla.
Sven-Erik echó un vistazo, pero no entendía lo que le quería decir.
– Tienen recogida de papel allí fuera. Ven.
Anna-Maria salió al jardín y empezó a revolver las bolsas de papel.
– Bingo -dijo al cabo de unos minutos levantando una revista de golf con el nombre de Malte Gabrielsson en la etiqueta de destinatario-. Esta bolsa es de Malte Gabrielsson.
Siguió hurgando entre los papeles y al cabo de un rato le pasó un sobre a Sven-Erik. En la parte de atrás alguien había anotado en bolígrafo una lista de la compra.
– «Leche, mostaza, crème fraiche, menta…» -leyó Sven-Erik,
– No, fíjate en la letra, es la misma. La del aviso de ingreso: «No por tu süencio.»
Malte Gabrielsson vivía en la tercera planta. Llamaron al timbre y al cabo de un rato la puerta se entreabrió. Un hombre que rondaba los sesenta se los quedó mirando por encima de la cadena de seguridad. Iba en bata.
– ¿Malte Gabrielsson? -preguntó Anna-Maria.
– ¿Sí?
– Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke, de la policía de Kiruna. Nos gustaría hacerte unas preguntas sobre Inna Wattrang.
– Perdona, ¿cómo habéis podido entrar? Hay código de entrada.
– ¿Podemos pasar?
– ¿Soy sospechoso de algo?
– En absoluto, solo queremos…
– Oye, mira, estoy tremendamente resfriado y… bueno, estoy abatido, simplemente. Si tenéis preguntas tendrá que ser más adelante.
– No tardaremos mucho -empezó Anna-Maria, pero antes de terminar la frase Malte Gabrielsson ya les había cerrado la puerta en las narices.
Anna-Maria apoyó la frente contra el marco.
– Dame fuerzas -dijo-. Empiezo a estar hasta el moño de que esta gente me trate como a una de sus chicas polacas de la limpieza.
Se puso a aporrear la puerta como enloquecida.
– ¡Abre, cojones! -rugió.
Empujó la tapita de la rendija para el correo y gritó hacia el interior del piso.
– Estamos investigando un caso de asesinato. Yo de ti hablaría con nosotros ahora. Voy a mandar a mis compañeros de uniforme a tu trabajo para que te interroguen. Llamaré a las puertas de todos tus vecinos y les preguntaré sobre ti. Sé que le pagaste doscientas mil a Inna Wattrang antes de que muriera. Lo puedo demostrar. La letra del aviso del ingreso es tuya. No me voy a rendir.
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