Mi madre instruye y yo relleno con color los espacios en blanco. La nieve, con blanco para mezcla y amarillo cadmio. La sombra de la montaña, con azul cerúleo. Y la roca, tirando hacia el violeta oscuro.
A mi madre le cuesta no sostener ella el pincel y en varias ocasiones me lo quita de la mano.
– Trazos grandes con el pincel, no estés dudando de esa manera y temblando como un corderito. Más color, no seas tan cobarde. Más, más amarillo. No cojas el pincel así, o crees que es un bolígrafo.
Al principio lo aguanto, porque ella sabe lo que hace. Cuando los colores quedan así de estridentes e inquietos, como ella los quiere, los cuadros se hacen difíciles de vender. Ya ha pasado antes que mi padre mira el cuadro recién pintado por la noche y dice: «Así no.» Y entonces ella lo cambia. El contraste de colores tiene que ser más ameno. En esos momentos yo le decía para consolarla:
– El cuadro de verdad está ahí debajo. Nosotras lo hemos visto.
Mi madre continuaba pintando pacientemente, pero aplastaba el pincel contra el lienzo.
– No sirve de nada -decía-. Son todos una panda de idiotas.
«Se volvió más y más impaciente -pensó Ester a medida que avanzaba por entre los árboles-. Yo no lo entendía. Sólo los perros sabían lo que pasaba.»
Mi madre ha preparado un guiso de carne y coloca la gran olla sobre la mesa de la cocina para que se enfríe un poco. Después lo repartirá en tupperwares y lo congelará. Mientras se enfría se mete un rato en el estudio a moldear perdices de cerámica.
Oye un ruido en la cocina y se seca la arcilla de los dedos para ir a ver. Se encuentra a Musta subida a la mesa. Ha empujado la tapa de la olla y está pescando los huesos del guiso. Se quema el hocico al tocar el líquido caliente, pero no puede dejar de intentarlo una y otra vez. Se quema y ladra enfadada como si la sopa lo hubiera hecho adrede y necesitara un poco de disciplina.
– Me cago en la leche -dice mi madre agitando el brazo en el aire para bajar a Musta de la mesa y, si puede, soltarle un guantazo.
Musta arremete como un rayo. Intenta atraparle la mano y levanta el labio superior enseñándole los dientes al mismo tiempo que gruñe amenazadora.
Mi madre retira estupefacta la mano. Ningún perro se ha atrevido jamás a hacerle nada por el estilo. Coge la escoba que hay en la esquina y trata de hacerla bajar de la mesa.
Entonces Musta se vuelve de verdad. El guiso de carne es suyo y nadie se lo va a quitar.
Mi madre se retira de la cocina caminando de espaldas y justo en ese momento llego yo de la escuela, subo las escaleras y casi choco con ella en el pasillo de arriba. Mi madre se vuelve con la cara pálida y la mano ensangrentada apretada contra el pecho. A su espalda veo a Musta subida a la mesa de la cocina como un demonio negro con colmillos, el pelo erizado y las orejas hacia atrás. Me quedo mirando a la perra y después a mi madre. Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado aquí?
– Llama a tu padre y que venga a casa -me ordena mamá con voz áspera.
Un cuarto de hora más tarde, mi padre sube con el Volvo la rampa del jardín. No dice gran cosa. Va directo a coger la escopeta y la tira en el portaequipajes. Después va a buscar a Musta, a la que no le da tiempo de bajarse de la mesa cuando lo ve entrar. Gimotea de dolor y sumisión cuando mi padre la agarra del pescuezo y de la cola. La lleva hasta el coche y la mete dentro. La perra se tumba encima de la funda de la escopeta.
El coche significa trabajo agradable al aire libre, por lo que no comprende lo que va a pasar. Es la última vez que la vemos. Mi padre vuelve a casa por la tarde sin la perra y no hablamos del tema.
Musta era una líder nata. Probablemente, a mi padre le supo muy mal perder una compañera de trabajo para el monte como ella. Podía salir corriendo en mitad de la montaña tras algo que se movía y volver con la pieza al cabo de dos horas.
Se dio cuenta de lo que le estaba pasando a mi madre. Que se estaba debilitando. Y, evidentemente, Musta trató de quitarle el liderazgo.
Aquella tarde mi madre se quedó sentada en la cocina ensimismada. Me reprendía para que me mantuviera alejada y yo entendí que estaba avergonzada por haberle tenido miedo a la perra. Musta estaba muerta por culpa de su miedo y su debilidad.
Sven-Erik Stålnacke fue a ver a Airi Bylund a la hora de comer. Se había ofrecido para hacerlo y Anna-Maria se sintió aliviada de no tener que ir ella. Sentados a la mesa, en la cocina de Airi, Sven-Erik le explicó que su marido no se había suicidado sino que había sido asesinado.
Las manos de Airi Bylund se movieron indecisas, sin saber dónde meterse. Al final empezaron a planchar una arruga inexistente del mantel.
– Así que no se quitó la vida -dijo tras un largo silencio.
Sven-Erik Stålnacke se bajó la cremallera de la chaqueta. Airi acababa de hacer bollos y hacía calor. La gata y los gatitos no habían asomado la cabeza.
– No -respondió.
Los músculos que rodeaban la boca de Airi Bylund empezaron a tensarse. La mujer se puso rápidamente de pie y empezó a preparar la cafetera.
– He pensado tanto en ello -dijo de espaldas a Sven-Erik-. Me preguntaba por qué. Sí que era un hombre que cavilaba mucho, pero que fuera a dejarme así… sin una sola palabra. Y los chicos. Son adultos, pero igualmente… Que nos abandonara, sin más.
Puso unos cuantos bollos en un plato y lo llevó a la mesa.
– También estaba enfadada. Dios, lo enfadada que he estado con él.
– Él no lo hizo -dijo Sven-Erik mirándola a los ojos.
Ella le aguantó la mirada fijamente y en sus ojos se reflejó la ira, la tristeza y el sufrimiento de los últimos meses. Un puño cerrado maldiciendo al cielo, una impotente desesperación bajo un por qué sin respuesta, la búsqueda de la propia culpa.
«Tiene los ojos bonitos», pensó él. Un sol negro con rayos azules en un cielo grisáceo. Ojos y culo bonitos.
Entonces empezó a llorar sin dejar de mirar a Sven-Erik mientras las lágrimas le corrían por la cara.
Sven-Erik se puso de pie y la rodeó con los brazos. Con una mano le sostuvo la nuca, sintiendo el tacto de su pelo suave. La gata llegó del dormitorio dando pasitos y con los cachorros pegados detrás, se paseó por entre los pies de Sven-Erik y Airi Bylund.
– Santo cielo -dijo Airi al final sorbiendo y secándose los ojos con la manga del jersey-. Se enfría el café.
– No importa -aseguró Sven-Erik al tiempo que fe mecía despacio-. Lo podemos calentar después en el micro.
Anna-Maria entró en el despacho de Alf Björnfot, el fiscal jefe, a las dos y cuarto.
– Buenas, Anna-Maria -le dijo alegre-. Qué bien que hayas podido venir. ¿Qué tal te va?
– Bastante bien, creo yo -respondió ella.
Se preguntaba por qué la habría llamado y estaba deseando que fuera directamente al grano.
Rebecka Martinsson también estaba presente. Junto a la ventana saludó a Anna-Maria con un leve movimiento de cabeza.
– ¿Y Sven-Erik? -preguntó el fiscal-. ¿Dónde lo tienes?
– Lo llamé y le dije que querías vernos. Supongo que está de camino. ¿Puedo preguntar qué…?
El fiscal se inclinó hacia delante y agitó un fax.
– Los del LEC están listos con el análisis de la gabardina que los buzos sacaron del lago Torneträsk -dijo-. La sangre del hombro derecho es de Inna Wattrang. De la parte de dentro del cuello han podido sacar una muestra de ADN y…
Le pasó el fax a Anna-Maria Mella.
– …la policía británica tenía una coincidencia de ese perfil de ADN en su registro penal.
– Morgan Douglas -leyó Anna-Maria.
– Ex paracaidista del ejército británico. A mediados de los noventa atacó a un oficial, fue condenado por agresión grave y lo despidieron. Empezó a trabajar en Blackwater, una compañía que se dedica a la protección de personas y propiedades en distintos focos de disturbios en el mundo. Ha estado en África central y fue de los primeros en llegar a Iraq. Allí, uno de sus compañeros más cercanos fue capturado y ejecutado por un grupo de resistencia islámico hace poco más de un año. Adivina cómo se llamaba.
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