Anna-Maria Mella se calló el punzante comentario de que la policía nunca acudió al lugar de los hechos porque un médico, es decir, un colega de Pohjanen, decidió saltarse las normas y rutinas, y diagnosticó un infarto en el acta de fallecimiento y dejó que la funeraria fuera a recoger el cuerpo. Pero era más importante que Pohjanen estuviera de buen humor a que ella tuviera razón.
Emitió un sonido que bien se podía interpretar como una disculpa y dejó que Pohjanen empezara a hablar.
– Vale -continuó el forense en un tono más suave-. Suerte que lo enterraron en invierno y los tejidos blandos no se ven tan afectados. Pero claro, ahora que está descongelado la cosa se acelera.
– Humm -respondió Anna-Maria pegándole un bocado a la tostada con paté.
– Es comprensible que creyeran que se trataba de un suicidio. Las heridas externas son de ahorcamiento. Hay una estría de cuerda alrededor del cuello… y ya lo habían bajado cuando el médico del distrito le hizo la observación, ¿no es cierto?
– Sí, su mujer cortó la soga. Quería evitar el chismorreo, Örjan Bylund era una persona conocida en Kiruna. Estuvo trabajando en el periódico más de treinta años.
– Entonces es difícil ver si las heridas coinciden con la… hrrr… hrr… manera de ahorcarse… hrr…
Pohjanen interrumpió su informe para carraspear.
Anna-Maria Mella se apartó el teléfono de la oreja. No tenía ningún problema para hablar de muertos mientras comía, pero oír aquel gorgoteo ruidoso le quitaba el apetito. Y él era el que hablaba de polis que se saltaban las reglas, él, que era médico y fumaba como un carretero a pesar del cáncer de faringe del que le operaron unos años atrás.
Pohjanen continuó:
– Ya empecé a dudar con la inspección exterior. Había pequeñas hemorragias en las conjuntivas de los ojos. Nada grave, alfilerazos. Y después están las heridas internas, hemorragias a diferentes niveles, alrededor de la laringe y en la musculatura.
– ¿Y?
– Pues que si es un ahorcamiento, en principio sólo tienes hemorragias debajo y alrededor de la marca de la soga, ¿no?
– Vale.
– Pero las hemorragias son demasiado grandes y están muy separadas. Además, hay una fractura en el cartílago tiroides y en uno de los cuernos del hueso hioides.
Pohjanen sonó como si hubiera terminado y fuera a colgar.
– Espera un segundo -dijo Anna-Maria-. ¿Qué conclusiones sacas de todo esto?
– Pues que lo estrangularon, qué si no. Las heridas internas en la garganta no te las puedes hacer en un ahorcamiento. Apuesto por una estrangulación. Con las manos. Y había bebido. Bastante. Así que yo de ti interrogaría a la mujer. Es bastante habitual que aprovechen cuando el marido está piripi.
– No ha sido la esposa -dijo Anna-Maria Mella-. Es más complicado que eso. Mucho más complicado.
Mauri Kallis vio que Ester se acercaba por el jardín haciendo footing. Saludó a Ulrika y a Ebba con la cabeza y siguió corriendo en dirección al bosquecillo que quedaba entre el embarcadero nuevo y el antiguo. Solía hacer esa ruta por el sendero que baja al embarcadero viejo, donde el ingeniero de montes de Mauri tenía atracada su lancha fueraborda.
No dejaba de sorprender esa obsesión suya con el entrenamiento. Parecía que hubiera sustituido a su afición por la pintura. Leía textos sobre proteínas y musculación, hacía pesas y salía a correr.
Y cuando corría parecía que cerrara los ojos. Era una práctica especial que hacía: intentaba correr sin chocar contra los árboles, simplemente dejando que los pies siguieran el sendero aunque ella no lo mirara.
Mauri recordó una cena que tuvieron hacía no mucho tiempo. Los primos de Ebba de Escania, Inna, Diddi y su mujer y el principito. Ester se acababa de instalar en el desván e Inna la había convencido para que bajara a cenar con ellos. Ester intentó escabullirse.
– Tengo que entrenar -le dijo con la mirada clavada en el suelo.
– Si no comes, por mucho que te entrenes no te servirá de nada -le contestó Inna-. Vete a correr y cuando hayas acabado ven a cenar con nosotros. Después te puedes ir cuando hayas terminado. Nadie se dará cuenta si te escapas un poco antes.
Ester se sentó a la mesa en mitad de la cena. Una mesa con mantel de lino blanco, candelabros, cubiertos de plata y toda la parafernalia. Llevaba el pelo mojado y tenía la cara llena de arañazos. Incluso le salía sangre en dos sitios.
Ebba la presentó a los demás, pálida e incómoda bajo la sonrisa, con palabras como «escuela de arte» y «exposición que ha despertado mucho interés en la Galería Lars Zanton».
A Inna le costó aguantarse la risa.
Ester cenó concentrada y en silencio con sangre en la cara, metiéndose bocados demasiado grandes y sin tocar la servilleta, que permaneció al lado del plato.
Cuando salieron a fumar al porche después de la cena, Diddi comentó:
– La he visto correr a través del bosquecillo del embarcadero viejo con los ojos vendados. Así es como se hace eso…
Terminó la frase encorvando los dedos en forma de garra y simulando arañarse y herirse la cara.
– ¿Por qué? -preguntaron los primos de Ebba.
– ¿Porque está loca? -sugirió Diddi.
– ¡Sí! -asintió Inna feliz-. Supongo que os dais cuenta de que tenemos que hacer que vuelva a pintar otra vez.
Ester atajó por el césped arrollando casi a Ulrika, a Ebba y al caballo negro. Antes habría visto su cabecita grácil, sus líneas y sus ojos grandes y hermosos. Líneas y líneas. Las oscilaciones de su lomo cuando Ebba lo montaba y lo hacía girar en el cercado. Las curvaturas de todo su cuerpo: el cuello, el lomo, las patas, los cascos. Las líneas de Ebba, espalda recta, cuello recto, nariz recta y las riendas rectas y tirantes en las manos.
Pero ahora Ester ya no se fijaba en esas cosas. Ahora observaba los músculos del caballo.
Saludó a Ulrika y a Ebba con la cabeza y se imaginó que era una yegua árabe.
«Ligera es mi carga», pensó mientras se acercaba a la arboleda que había entre el jardín y la ría Mälaren. Empezaba a conocerse el camino. Pronto podría recorrerlo entero con los ojos vendados sin chocar contra ni un solo árbol.
Los primeros en darse cuenta de que su madre estaba enferma fueron los perros, pues ella se lo ocultaba a Ester, a Antte y a su padre.
«No me enteraba de nada -pensó Ester mientras corría con los ojos vendados por el sendero que atravesaba el bosquecillo tupido de maleza hacia el viejo embarcadero de la Heredad Regla-. Mira que es raro. A menudo el tiempo y el espacio no son paredes impenetrables sino de cristal que me dejan ver a su través. Puedes saber cosas de la gente, grandes y pequeñas, pero de ella no podía ver nada. Estaba demasiado ocupada con la pintura, demasiado contenta de poder pintar al óleo como para comprender lo que pasaba. Ni tampoco quería entender por qué de repente me dejaba coger el pincel.»
Aceleró los pasos. De vez en cuando alguna rama le arañaba la cara, pero no pasaba nada, era casi como un alivio.
– Oye -le dice su madre-. Tú siempre has querido saber pintar al óleo, ¿quieres aprender ahora?
Me deja tensar el lienzo y cuando hago fuerza lo hago con tanto ahínco para que quede bien, que me da dolor de cabeza. Estiro, doblo y pongo las grapas. Mi padre ha hecho el marco porque no quiere que mi madre compre de los baratos de madera seca porque se agrietan.
Mi madre no dice nada y entiendo que lo he tensado perfecto. Ella suele comprar lienzo barato para ahorrar dinero, pero entonces hay que darle una base con tempera. Me toca hacerlo a mí. Después me marca unas líneas de ayuda con carboncillo y yo me quedo al lado observando. Pienso, rebelde, que, cuando pueda pintar yo sola, cuando haga mis propios cuadros, no tiraré ni una sola línea con el carboncillo. Me pondré directamente con el pincel y ya montaré las estructuras en mi cabeza con umbra quemada o caput mortuum.
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