David Serafín - Puerto de Luz

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Al anunciarse una visita preelectoral del presidente del Gobierno a Canarias, el ministro del Interior envía al comisario Luis Bernal y su grupo de la Brigada Criminal a la isla de Gran Canaria para reforzar las medidas de seguridad.
Es una misión que satisface a Bernal, puesto que su amante, Consuelo Lozano, ha sido destinada discretamente a una sucursal de su banco en Las Palmas, a la espera del nacimiento de su hijo, sin embargo, coincidiendo con una serie de confusos incidentes, Consuelo es secuestrada por una pandilla de independentistas… ¿Logrará el comisario garantizar debidamente la seguridad del presidente y, a la vez, rescatar a su querida Consuelo? ¿Hay alguna relación entre ambas cosas?
Con su maestría habitual, David Serafín (seudónimo de Ian Michael) nos ofrece una trama apasionante y una intriga de altos vuelos protagonizada por el popularísimo comisario Bernal.

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– Aconsejo que, entretanto, se doble la guardia en todos los edificios públicos y en las bases naval y aérea, así como en los cuarteles -dijo Bernal, y abrió la primera de las carpetas que había sobre su mesa-. Creo que será útil resumir la situación y confrontar los datos de que disponemos en este momento sobre los conspiradores y cómo tropezamos con su operación, pues creo que «tropezar» es el término exacto en este caso. Cuando llegué aquí, decidí revisar los informes policiales más recientes; me chocaron entre todos los de dos casos que podrían estar relacionados entre sí, ambos del distrito del inspector Guedes. Los dos parecían salirse de los casos corrientes en la zona. El hombre hallado ahogado en Bahía del Confital la mañana del día siete, resulta que había sido asesinado. Había recibido un golpe brutal en la sien y luego le habían ahogado en agua dulce, no en agua de mar. El doctor Peláez ha detectado residuos de queroseno y protóxido de hierro en sus vías respiratorias. El segundo caso es el de la mujer que fue hallada aquella misma mañana inconsciente arriba en La Isleta, cerca de una barraca abandonada. En estos momentos sigue en coma profundo y le ha sido imposible pronunciar más que unas cuantas palabras, que susurró al principio de su ingreso en el hospital. ¿Es así, inspector Guedes?

– Sí, así es, comisario. El estado de Rosario Pardilla se ha agravado. Los médicos creen que no durará mucho. Está conectada a una máquina cardiaco-pulmonar.

– Hábleme ahora de su nombre, Guedes: no figura en ningún registro oficial; ni en el censo electoral, ¿verdad? Cuando les dijo cómo se llamaba, ¿pronunció seguido, así, Rosario Pardilla, o más bien como una serie de susurros entrecortados?

– Bueno…, en realidad, más bien como una serie de sílabas. Ella seguía preguntando por su marido y le costó muchísimo esfuerzo pronunciar su nombre.

– La verdad es que a mí me extrañaba muchísimo que no pudiera encontrar usted el nombre de la mujer ni en sus archivos ni en los del Documento Nacional de Identidad, Guedes. Y luego se me ocurrió, mirando este plano urbano, que cerca de donde la encontraron en la calle del Coronel Rocha hay una callecita lateral llamada Pardilla… ¿No podría ser que les hubiera dicho su nombre de pila y luego el nombre de la calle en que vivía?

– Admito que no se me había ocurrido, comisario. Lo investigaré en seguida.

– ¿Y le han dicho algo los de la delegación de la ONCE, Guedes? El extraño par de agujeros del bolsillo superior del chaleco del difunto me recordaron las pinzas que llevan normalmente los vendedores de la ONCE y, por otro lado, las características físicas de la víctima sugieren que era un vendedor ambulante.

– Esta mañana me dijeron que siguen comprobando, comisario, pero es complicado porque algunos vendedores trabajan unos cuantos días y luego no vuelven a aparecer, por enfermedad o por otras razones.

– Le sugiero que ordene a sus hombres una inspección casa por casa en la calle Pardilla. Tal vez no exista ningún pariente que pudiera comunicar su desaparición, pues se me ha ocurrido la posibilidad de que ambas víctimas fueran marido y mujer. Cuando la encontraron, la mujer tenía en la mano un trozo de madera que correspondía al bastón del hombre ciego, y hallamos más trozos del mismo junto a la barraca de Coronel Rocha. Ahora bien, la barraca en cuestión tiene un gran interés, y Varga y su ayudante llevan toda la mañana realizando una inspección a fondo. Parece que habían instalado en ella un generador eléctrico y también antenas de radio en el tejado. El bidón oxidado de petróleo que había en el corral y que contenía agua estancada, podía ser precisamente donde ahogaron al ciego.

Bernal alzó entonces la vista de las carpetas de la mesa para mirar a sus oyentes, que estaban pendientes de lo que decía.

– ¿Por qué creen -prosiguió- que elegirían un lugar así, aparte por su altura relativa sobre el nivel del mar y por su aislamiento? En realidad, la zona alta que queda sobre Telde sería igualmente adecuada si lo que se buscara fuera la comunicación clandestina por radio con el norte de África o con otra isla del archipiélago…

Ninguno de los presentes propuso una explicación.

– Y luego está el caso de la señora Lozano -continuó Bernal en tono preocupado-. La señora Lozano ocupa un puesto importante en el Banco Ibérico de Madrid y fue destinada temporalmente a la sucursal de Las Palmas. Está en el último mes de embarazo, e hizo algo que, visto desde aquí, parece una temeridad. Resulta que descubrió que una sociedad, llamada Alcorán, recibía todos los meses, en pesetas, la transferencia de una importante suma, procedente de París, a donde el dinero había sido transferido en francos franceses desde Argel. Y que un tal señor Tamarán retiraba todos los meses tales sumas; la señora Lozano fue a visitarle en relación con ciertas irregularidades graves en las cuentas de sus empresas dos días después del incidente en La Isleta. Resulta ahora evidente que con su visita asustó a los conspiradores. La secuestraron, seguramente aquel mismo día por la noche en el aeropuerto de Gando y, que sepamos, aún sigue secuestrada. Se fueron de las oficinas que tenían alquiladas en la calle de Pío XII, dejando atrás pruebas de haber estado utilizando allí instalaciones de radio; una de las inquilinas del inmueble estaba furiosa por las complicadas antenas colocadas en la azotea que le impedían tender la ropa -Bernal sacó una carta del bolsillo-. En un registro de las oficinas de Alcorán encontré la copia de una carta urgente que, en principio, sólo me pareció una inocente carta de negocios escrita por el señor Tamarán a un tal señor Mencey, de la Rue Lafayette de Argel. Está escrita en francés, pero la esencia de dicha carta es que hasta el dieciocho de julio las bases comerciales tenían que cambiarse de repente y que los coeficientes que regirían a partir de entonces para el cálculo de beneficios serían los que figuraban a continuación. Fíjense en la fecha del dieciocho de julio. Luego se dan una serie de cifras que para mí carecen de significado, pero quiero que las analicen en la sección de claves -Bernal pasó la carta al gobernador militar, que la examinó con curiosidad-. No comprendí la importancia del nombre Mencey hasta ayer por la noche; anoche la señora Lozano consiguió escapar y hacernos llegar un mensaje sobre un «Plan Mencey», que, al parecer, consiste en una tentativa de tomar el poder en las islas el dieciocho de julio.

– Pero, jefe, todavía no entiendo -terció Navarro en este punto- cómo puede establecerse la conexión entre el hombre y la mujer de La Isleta y el abandono de las oficinas de Pío XII por la empresa Alcorán.

– En principio, no había nada que lo relacionara, Paco, excepto la probable utilización de transmisores de radio en ambos lugares. Pero cuando esta mañana encontramos en la Caldera de los Marteles a Catalina Umiaga, a la que mataron a golpes Tamarán o sus secuaces, comprendí el modus operandi era el mismo. Había sido brutalmente golpeada y habían arrojado el cadáver a la fisura volcánica, igual que habían arrojado el cuerpo del ciego al mar en Las Canteras. Y entonces me dije: ¿por qué, si alguien tiene un transmisor en Pío XII, necesitará otro en lo alto de La Isleta? Cuando estábamos allá arriba, el inspector Guedes me indicó la proximidad de los principales transmisores y receptores de radio, del tráfico oficial civil y militar y de la emisora del guardacostas. Eso significa que los mensaje de radio ilegales serían prácticamente indetectables por los medios de detección y vigilancia ordinarios, y que sería absolutamente imposible controlarlos, porque se mezclarían con las transmisiones legales. El lugar era también un excelente refugio desde el que atacar y tomar los principales sistemas de comunicación de radio de la isla cuando llegara el momento. La otra instalación en Pío XII pasaría como la actividad comercial normal de una empresa importante, y los conspiradores tenían que contar con un respaldo.

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