Juan Gomez-jurado - Espí­a de Dios

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Roma, 2 de abril de 2005. El Papa Juan Pablo II acaba de morir y la plaza de San Pedro se llena de fieles dispuestos a darle el último adiós. Al mismo tiempo, se inician los preparativos para el cónclave del que ha de salir el nombre del nuevo Sumo Pontifice. Pero justo entonces los dos cardenales mejor situados del ala liberal de la Iglesia, Enrico Portini y Emilio Robayra, aparecen asesinados siguiendo un mismo y macabro ritual que incluye la mutilación de miembros y mensajes escritos con simbología religiosa. Un asesino en serie anda suelto por las calles de Roma, y la encargada de perseguirlo será la inspectora y psiquiatra criminalista Paola Dicanti. Durante la investigación, la joven detective se adentrará en los más oscuros secretos del Vaticano, aquellos que hablan de conspiraciones nada decorosas y de la existencia de un centro donde se rehabilita a sacerdotes católicos con historial de abusos sexuales. A la cruel astucia del psicópata se unen las trabas que los servicios de seguridad del Vaticano ponen a la investigación: oficialmente las muertes de los cardenales no están ocurriendo y el cónclave debe celebrarse con normalidad. La aparición del padre Fowler, un ex militar norteamericano, supondrá un nuevo desafío para Dicanti, reacia a confiar en el misterioso sacerdote. Pero Fowler conoce el nombre del asesino y guarda un secreto aún más temible: su propio pasado.

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Paola asintió y se pusieron en marcha, caminando deprisa. Consiguieron alcanzar la Sacristía de San Pedro sin incidentes. Era un edificio imponente, anejo a la Basílica de San Pedro. Durante todo el año estaba abierto a los turistas y peregrinos, ya que en su parte pública era un museo que contenía algunos de los más bellos tesoros de la cristiandad.

El sacerdote apoyó la mano en la puerta.

Estaba entreabierta.

Sacristía del Vaticano

Domingo, 10 de abril de 2005. 11:42

—Mala señal, dottora —susurró Fowler.

La inspectora se llevó la mano a la cintura y sacó un revólver del 38.

—Entremos.

—Creía que Boi le había quitado la pistola.

—Me quitó mi automática, que es el arma de reglamento. Este juguete es sólo por si acaso.

Ambos cruzaron el umbral. La zona del museo estaba desierta, las vitrinas apagadas. El mármol que recubría suelos y paredes devolvía la escasa luz que entraba por las escasas ventanas. A pesar de ser mediodía, las salas estaban casi a oscuras. Fowler guiaba a Paola en silencio, maldiciendo interiormente el crujido de sus zapatos. Pasaron de largo cuatro de las salas del museo. En la sexta, Fowler se detuvo bruscamente. A menos de medio metro, parcialmente oculto por la pared que formaba el corredor por donde iban a torcer, yacía algo tremendamente inusual. Una mano enguantada en blanco y un brazo cubierto por una tela de vivos colores amarillo, azul y rojo.

Al doblar la esquina comprobaron que el brazo estaba unido a un guardia suizo. Aún agarraba la alabarda con la mano izquierda, y lo que fueron sus ojos eran ahora dos agujeros rezumantes de sangre. Un poco más allá Paola vio tendidas a dos monjas de hábitos y tocas negras, unidas en un último abrazo.

Tampoco ellas tenían ojos.

La criminalista amartilló el arma. Cruzó la mirada con Fowler.

—Está aquí.

Estaban en el corto pasillo que llevaba a la sacristía central del Vaticano, habitualmente protegida por catenaria, pero con la puerta de doble hoja abierta para que el público curiosee desde la entrada el lugar en el que se reviste el Santo Padre antes de celebrar la misa.

En ese momento estaba cerrada.

—Por Dios, que no sea demasiado tarde —dijo Paola, la mirada clavada en los cuerpos.

Con aquellas eran ya al menos ocho las víctimas de Karoski. Se juró a sí misma que serían las últimas. No lo pensó dos veces. Corrió los dos metros de pasillo hasta la puerta, esquivando los cadáveres. Tiró de una hoja con la izquierda mientras con la derecha alzada, sujeto el revólver, cruzaba el umbral.

Estaba en una sala octogonal muy alta, de unos doce metros de largo, llena de luz dorada. Frente a ella, un altar flanqueado por columnas con un óleo: el descenso de la Cruz. Pegados a las bellísimas y trabajadas paredes de mármol gris, diez armarios de teca y limoncillo contenían las sagradas vestiduras. Si Paola hubiera alzado la mirada al techo, podría haber visto la cúpula adornada con hermosos frescos por cuyas ventanas entraba la luz que inundaba el lugar. Pero la criminalista sólo tenía ojos para las dos personas que había en la estancia.

Una era el cardenal Shaw. La otra era también un purpurado. A Paola le sonaba vagamente, hasta que al final pudo reconocerlo. Era el cardenal Pauljic.

Ambos estaban junto al altar. Pauljic, detrás de Shaw, terminaba de colocarle la casulla cuando irrumpió la criminalista, con la pistola apuntando directamente hacia ellos.

—¿Dónde está? —gritó Paola, y su grito resonó con un eco por la cúpula. ¿Le han visto?

El norteamericano habló muy despacio, sin dejar de mirar la pistola.

—¿Dónde está quién, señorita?

—Karoski. El que ha matado al guardia suizo y a las monjas.

No había acabado de hablar cuando Fowler entró en la habitación. Se colocó detrás de Paola. Miró a Shaw y, por primera vez, cruzó sus ojos con el cardenal Pauljic.

Hubo fuego y reconocimiento en aquella mirada.

—Hola Viktor —dijo el sacerdote, la voz baja, ronca.

El cardenal Pauljic, más conocido como Viktor Karoski, sujetó por el cuello al cardenal Shaw con el brazo izquierdo, mientras con el derecho extraía la pistola de Pontiero y la colocaba en la sien del purpurado.

—¡QUIETO! —gritó Dicanti, y el eco fue una sucesión de oes.

—No mueva un músculo, ispettora Dicanti, o veremos el color de los sesos de éste cardenal —la voz del asesino golpeó a Paola con la fuerza de la rabia y el miedo, de la pulsante adrenalina que sentía en las sienes. Recordó la furia que la había colmado cuando, tras ver el cadáver de Pontiero, aquel animal le había llamado por teléfono.

Apuntó con cuidado.

Karoski estaba a más de diez metros, y tan solo quedaban visibles una parte de su cabeza y los antebrazos, tras el escudo humano que formaba el cardenal Shaw.

Con su destreza y con un revólver, aquel era un tiro imposible.

—Arroje el arma al suelo, ispettora , o le mataré aquí mismo.

Paola se mordió el labio inferior para no gritar de rabia. Tenía allí mismo al asesino, en frente de ella, y no podía hacer nada.

—No le haga caso, dottora . Nunca le haría daño al cardenal, ¿verdad Viktor?

Karoski aferró aún más fuerte el cuello de Shaw.

—Por supuesto que sí. Tire el arma al suelo, Dicanti. ¡Tírela!

—Por favor, haga lo que le dice —gimió Shaw con un hilo de voz.

—Una excelente interpretación, Viktor —la voz de Fowler temblaba de cólera—. ¿Recuerda que nos parecía imposible que el asesino hubiera logrado salir de la habitación de Cardoso, que estaba cerrada a cal y canto? Maldita sea, fue muy fácil. No salió nunca de ella.

—¿Cómo? —se asombró Paola.

—Nosotros rompimos la puerta. No vimos a nadie. Y entonces una oportuna petición de auxilio nos mandó en una alocada persecución por las escaleras. Viktor estaría seguramente ¿debajo de la cama? ¿En el armario?

—Muy listo, padre. Ahora tire el arma, ispettora .

—Pero claro, esa petición de auxilio y la descripción del agresor venían avalada por un hombre de fe, un hombre de total confianza. Un cardenal. El cómplice de un asesino.

—¡Cállese!

—¿Qué te prometió para que le quitaras de en medio a sus competidores, en busca de una gloria que hace tiempo dejó de merecer?

—¡Basta! —Karoski estaba como loco, su rostro empapado en sudor. Una de las cejas artificiales que llevaba se estaba despegando, caía sobre uno de sus ojos.

—¿Te buscó en el Instituto Saint Matthew, Viktor? Él fue quien te recomendó que ingresaras allí, ¿verdad?

—Acabe con esas absurdas insinuaciones, Fowler. Dígale a la mujer que tire el arma o este loco me matará —ordenó Shaw, desesperado.

—¿Cuál era el plan de Su Eminencia, Viktor? —dijo Fowler, haciendo caso omiso— ¿Tenías que simular atacarle en plena Basílica de San Pedro? ¿Y él te disuadiría de tu intento allí, a la vista de todo el pueblo de Dios y de las cámaras de televisión?

—¡No siga o le mataré! ¡Le mataré!

—Tú habrías sido el que hubiese muerto. Y él sería un héroe.

—¿Qué te prometió a cambio de las llaves del Reino, Viktor?

—¡El Cielo, maldito cabrón! ¡La vida eterna!

Karoski apartó el cañón del arma de la cabeza de Shaw. Apuntó contra Dicanti y disparó.

Fowler empujó hacia delante a Dicanti, quien dejó caer el arma. La bala de Karoski erró por muy poco la cabeza de la inspectora y destrozó el hombro izquierdo del sacerdote.

Karoski alejó de si a Shaw, quien corrió a refugiarse entre dos armarios. Paola, sin tiempo para buscar el revólver, embistió contra Karoski con la cabeza gacha, los puños cerrados. Impactó en su estómago con el hombro derecho, aplastándole contra la pared, pero no logró dejarle sin aire: las capas de relleno que llevaba para simular que era un hombre más grueso le protegieron. Aun así, el arma de Pontiero cayó al suelo con un ruido metálico y resonante.

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