Juan Gomez-jurado - Espí­a de Dios

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Roma, 2 de abril de 2005. El Papa Juan Pablo II acaba de morir y la plaza de San Pedro se llena de fieles dispuestos a darle el último adiós. Al mismo tiempo, se inician los preparativos para el cónclave del que ha de salir el nombre del nuevo Sumo Pontifice. Pero justo entonces los dos cardenales mejor situados del ala liberal de la Iglesia, Enrico Portini y Emilio Robayra, aparecen asesinados siguiendo un mismo y macabro ritual que incluye la mutilación de miembros y mensajes escritos con simbología religiosa. Un asesino en serie anda suelto por las calles de Roma, y la encargada de perseguirlo será la inspectora y psiquiatra criminalista Paola Dicanti. Durante la investigación, la joven detective se adentrará en los más oscuros secretos del Vaticano, aquellos que hablan de conspiraciones nada decorosas y de la existencia de un centro donde se rehabilita a sacerdotes católicos con historial de abusos sexuales. A la cruel astucia del psicópata se unen las trabas que los servicios de seguridad del Vaticano ponen a la investigación: oficialmente las muertes de los cardenales no están ocurriendo y el cónclave debe celebrarse con normalidad. La aparición del padre Fowler, un ex militar norteamericano, supondrá un nuevo desafío para Dicanti, reacia a confiar en el misterioso sacerdote. Pero Fowler conoce el nombre del asesino y guarda un secreto aún más temible: su propio pasado.

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¡Maldita sea! ¿Por qué nadie la tomaba en serio? Aquel caso era un auténtico quebradero de cabeza, y el mutismo por decreto sobre la naturaleza del caso sólo contribuía a que cualquier pretensión por su parte se topara con indiferencia por la de los demás. Se pasó al teléfono un buen rato, pero consiguió poca cosa. Entre llamada y llamada le pidió a Pontiero que se acercara a hablar con el viejo carmelita de Santa María in Traspontina, mientras ella iba a hablar con el cardenal Samalo. Y allí estaba, a las puertas del despacho del Camarlengo, dando vueltas como un tigre atiborrado de café de saldo.

El padre Fowler, cómodamente sentado en un lujoso banco de madera de palisandro, leía su breviario.

—Es en momentos como éste cuando lamento haber dejado de fumar, dottora .

—¿También está nervioso, padre?

—No. Pero usted está esforzándose mucho por conseguirlo.

Paola captó la indirecta del sacerdote y dejó de dar vueltas en círculos. Se sentó junto a él. Fingió leer el informe de Dante acerca del primer crimen, mientras pensaba en la extraña mirada que el superintendente vaticano había lanzado al padre Fowler cuando les presentó en la sede de la UACV por la mañana. Dante había llevado aparte a Paola y le había lanzado un escueto “ no se fíe de él ”. La inspectora se había quedado inquieta e intrigada. Decidió que en la primera ocasión que tuviera le pediría explicaciones a Dante por aquella frase.

Volvió su atención al informe. Era una pifia absoluta. Era evidente que Dante no realizaba estas tareas asiduamente, lo que por otro lado era una suerte para él. Tendrían que revisar concienzudamente la escena donde murió el cardenal Portini con la esperanza de encontrar algo más. Lo harían esa misma tarde. Al menos las fotos no eran malas del todo. Cerró la carpeta de golpe. No podía concentrarse.

Le costaba reconocer que estaba atemorizada. Estaba en el mismísimo corazón del Vaticano, un edificio aislado del resto en el centro de la Città. Aquella construcción contenía más de 1500 despachos, entre ellos el del Sumo Pontífice. A Paola, la mera profusión de estatuas y cuadros que poblaban los pasillos le turbaba y le distraía. Un resultado buscado por los estadistas del Vaticano a lo largo de siglos, que sabían cuál era el efecto que producía su Ciudad en los visitantes. Pero Paola no podía permitirse distracción alguna en su trabajo.

—Padre Fowler.

—¿Sí?

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto.

—Es la primera vez que veo a un cardenal.

—Eso no es verdad.

Paola se quedó pensativa un momento.

—Quiero decir vivo.

—Y ¿cuál es su pregunta?

—¿Cómo se dirige una a un cardenal?

—Normalmente con el término eminencia —Fowler cerró su breviario y la miró a los ojos— Tranquila, dottora . Sólo es una persona, como usted y como yo. Y usted es la inspectora al mando de la investigación, y una gran profesional. Actúe con normalidad.

Dicanti sonrió agradecida. Finalmente Dante abrió la puerta del antedespacho.

—Pasen por aquí, por favor.

En el antedespacho había dos escritorios, con dos sacerdotes jóvenes pegados al teléfono y al correo electrónico. Ambos saludaron con una educada inclinación de cabeza a los visitantes, que pasaron sin más ceremonia al despacho del Camarlengo. Era una estancia sobria, sin cuadros ni alfombras, con una librería a un lado y un sofá con unas mesas al otro. Un crucifijo de palo era la única decoración de las paredes.

En contraste con el vacío de los muros, el escritorio de Eduardo González Samalo, el hombre que llevaría las riendas de la Iglesia hasta la elección de un nuevo Sumo Pontífice, estaba atestado de papeles. Samalo, vestido con la sotana púrpura, se levantó de detrás del sofá y salió a recibirles. Fowler se agachó y le besó el anillo cardenalicio en señal de respeto y obediencia, como hacen todos los católicos al saludar a un cardenal. Paola permanecio detrás, discretamente. Hizo una ligera —y algo avergonzada— inclinación de cabeza. Ella no se consideraba católica desde hacía años.

Samalo se tomo el desplante de la inspectora con naturalidad, pero con el cansancio y el pesar claramente visibles sobre su rostro y sus espaldas. Era la máxima autoridad en el Vaticano durante unos días, pero evidentemente no lo estaba disfrutando.

—Perdonen que les haya hecho esperar. En éstos momentos tenía al teléfono a un delegado de la comisión alemana bastante nervioso. Faltan plazas hoteleras por todas partes, la ciudad es un auténtico caos. Y todo el mundo quiere estar en la primera fila en el funeral de pasado mañana.

Paola asintió, educadamente.

—Me imagino que todo éste follón tiene que ser tremendamente engorroso.

Samalo les dedico un suspiro desvencijado por toda respuesta.

—¿Está al corriente de lo ocurrido, Eminencia?

—Por supuesto. Camilo Cirin me ha informado puntualmente de los hechos acaecidos. Es una desgracia horrible todo esto. Supongo que en otras circunstancias hubiera reaccionado mucho peor a estos crímenes nefandos, pero sinceramente, no he tenido tiempo de horrorizarme.

—Como sabe, tenemos que pensar en la seguridad del resto de los cardenales, eminencia.

Samalo hizo un gesto en dirección a Dante.

—La Vigilanza ha hecho un esfuerzo especial por reunir a todos en la Domus Sanctae Marthae antes de lo previsto, así como por proteger la integridad del lugar.

—¿La Domus Sanctae Marthae?

—Se trata de un edificio reformado por petición expresa de Juan Pablo II para servir de residencia a los cardenales durante el Cónclave —intervino Dante.

—Un uso muy específico para un edificio entero, ¿no?

—El resto del año se utiliza para acoger a huéspedes distinguidos. Incluso creo que usted se alojó allí una vez, ¿no es cierto, padre Fowler? —dijo Samalo.

Fowler pareció un tanto incómodo. Por unos instantes pareció darse entre ellos una breve confrontación sin animosidad, una lucha de voluntades. Fue Fowler quien agachó la cabeza.

—En efecto, Eminencia. Fui invitado de la Santa Sede un tiempo.

—Según creo tuvo usted un problema con el Sant’Uffizio [18] [18] El Santo Oficio, cuya nomenclatura oficial es Congregación para la Doctrina de la Fe, es el nombre moderno (y políticamente correcto) de la Santa Inquisición. .

—Fui llamado a consulta acerca de actividades en las que yo había tomado parte, en efecto. Nada más.

El cardenal pareció darse por satisfecho con la visible inquietud del sacerdote.

—Ah, pero por supuesto, padre Fowler... no necesita darme ninguna explicación. Su reputación le ha precedido. Como le decía, inspectora Dicanti, estoy tranquilo respecto a la seguridad de mis hermanos cardenales, gracias al buen hacer de la Vigilanza . Se encuentran casi todos a salvo aquí, en el interior del Vaticano. Hay algunos que aún no han llegado. En principio residir en la Domus era opcional hasta el 15 de abril. Muchos cardenales estaban repartidos por congregaciones o residencias de sacerdotes. Pero ahora les hemos comunicado que deben alojarse todos juntos.

—¿Cuántos hay ahora mismo en la Domus Sanctae Marthae?

—Ochenta y cuatro. El resto, hasta ciento quince, llegarán en las próximas horas. Hemos intentado contactar con todos para avisarles de que nos manden su itinerario para aumentar la seguridad. Ellos son los que más nos preocupan. Pero como les he dicho, el Inspector General Cirin está a cargo de todo. No debe usted preocuparse, mi querida niña.

—¿En esos ciento quince está incluyendo a Robayra y a Portini? —inquirió Dicanti, molesta por la condescendencia del Camarlengo.

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