—¿Cómo se enteraron tan rápido? —dijo Paola, que miraba al suelo anonadada por la magnitud de lo que estaba escuchando.
—Ah, querida Paola... no subestime ni un momento a Camilo Cirin. Cuando apareció la segunda víctima, llamó personalmente a Negroponte. Según me dijo éste, jamás antes habían hablado y no tenía ni la más remota idea de cómo consiguió un número que existe sólo desde hace un par de semanas.
—¿Y cómo supo Negroponte tan rápido a quién enviar?
—Eso no es ningún misterio. El amigo de Fowler en el VICAP interpretó las últimas palabras registradas de Karoski antes de huir del Saint Matthew como una amenaza implícita a personalidades de la Iglesia, y así se lo comunicaron a la Vigilanza Vaticana hace cinco años. Cuando ésta mañana descubrieron a Robayra, Cirin rompió su política de lavar los trapos sucios en casa. Hizo unas llamadas y tiró de los hilos. Es un hijo de puta muy bien relacionado y con contactos al máximo nivel. Pero supongo que de eso ya se está dando cuenta, cara mía .
—Me hago una ligera idea —ironizó Dicanti.
—Según me dijo Negroponte, George Bush se ha interesado personalmente por el caso. El presidente cree que aún está en deuda con Juan Pablo II, quien hace años le miró a los ojos y le pidió que no invadiera Irak. Bush le dijo a Negroponte que le debían al menos eso a la memoria de Wojtyla.
—Dios Santo. ¿No va a haber equipo esta vez, verdad?
—Responda usted misma a la pregunta.
Dicanti no dijo nada. Si la prioridad era mantener el asunto en secreto, tendría que trabajar con lo que había. Sin más.
—¿Director, no cree que todo esto me supera un poco? —Dicanti estaba realmente cansada y abrumada por las circunstancias del caso. En su vida había dicho nada semejante, y durante mucho tiempo después se arrepintió de haber pronunciado esas palabras.
Boi le alzó la barbilla con los dedos y la obligó a mirar al frente.
—Nos supera a todos, bambina . Pero olvídese de todo. Simplemente piense que hay un monstruo matando personas. Y usted se dedica a cazar monstruos.
Paola sonrió, agradecida. Le deseó de nuevo, una última vez, allí mismo, aunque supiera que era un error y que le rompería el corazón. Por suerte fue sólo un momento fugaz, y enseguida hizo un esfuerzo por recuperar la compostura. Confiaba en que él no se hubiera dado cuenta.
—Director, me preocupa que Fowler revolotee a nuestro alrededor durante la investigación. Podría ser un estorbo.
—Podría. Y también podría ser de mucha utilidad. Ese hombre ha trabajado en las Fuerzas Aéreas y es un tirador consumado. Entre... otras aptitudes. Por no mencionar el hecho de que conoce a fondo a nuestro principal sospechoso y es sacerdote. Le será útil para moverse en un mundo al que no está usted muy habituada, al igual que el superintendente Dante. Piense que nuestro colega del Vaticano le abrirá las puertas y Fowler las mentes.
—Dante es un gilipollas insufrible.
—Lo se. Y también un mal necesario. Todas las potenciales víctimas de nuestro sospechoso están en su país. Aunque nos separen de él apenas unos metros, es su territorio.
—E Italia el nuestro. En el caso Portini actuaron de manera ilegal, sin contar con nosotros. Eso es obstrucción a la justicia.
El director se encogió de hombros, cínico.
—¿Qué habríamos ganado denunciándolos? Crearnos enemistades, nada más. Olvídese de la política y de que pudieran meter la pata en ese momento. Ahora necesitamos a Dante. Así que ya sabe, éste es su equipo.
—Usted es el jefe.
—Y usted mi ispettora favorita. En fin, Dicanti, voy a descansar un rato y mañana estaré en el laboratorio, analizando hasta la última fibra de lo que me traigan. Le dejo a usted construir su “castillo en el aire”.
Boi ya se alejaba por el pasillo, pero de repente se paró en seco y se dio la vuelta, mirándola de hito en hito.
—Solo una cosa más. Negroponte me ha pedido que cojamos a ése cabrón. Me lo ha pedido como favor personal. ¿Me sigue? Y no le quepa duda de que estaré encantado de que nos deba un favor.
Parroquia de Saint Thomas
Augusta, Massachusetts
Julio de 1992
Harry Bloom dejó la cesta con la colecta encima de la mesa del fondo de la sacristía. Echó una última ojeada a la iglesia. No quedaba nadie... No iba mucha gente a primera hora los sábados. Sabía que si se daba prisa llegaría a tiempo de ver la final de los 100 metros lisos. Solo tenía que dejar la casulla de monaguillo en el armario, cambiar los brillantes zapatos por las zapatillas deportivas y volar a casa. La señorita Mona, la maestra de cuarto grado, le reñía cada vez que corría en los pasillos del colegio. Su madre le reñía cada vez que corría dentro de casa. Pero en la media milla que separaba la iglesia de su casa estaba la libertad... podía correr todo lo que quisiera, siempre que mirara a ambos lados antes de cruzar la calle. Cuando fuera mayor sería atleta.
Dobló cuidadosamente la casulla y la colocó en el armario. Dentro estaba su mochila, de la que sacó las zapatillas. Se estaba quitando los zapatos con cuidado cuando sintió la mano del padre Karoski en el hombro.
— Harry, Harry... estoy muy decepcionado contigo.
El niño se iba a girar, pero la mano del padre Karoski no le dejó.
— ¿Es que he hecho algo malo?
Hubo un cambio de inflexión en la voz del padre. Como si respirase más deprisa.
— Ah, y encima te haces el listillo. Aún peor.
— Padre, de verdad que no sé lo que he hecho...
— Qué descaro. ¿Acaso no has llegado tarde al rezo del Santo Rosario antes de misa?
— Padre, es que mi hermano Leopold no me dejaba usar el baño, y bueno, ya sabe... No ha sido culpa mía.
— ¡Silencio, desvergonzado! No inventes excusas. Ahora añades el pecado de la mentira al de tu desinterés.
Harry se sorprendió de que le hubiera pillado. Lo cierto es si había sido culpa suya. Ponían G.I. Joe en la tele, y remoloneó un rato en el salón antes de salir zumbando por la puerta al ver la hora que era.
— Perdón, padre...
— Está muy mal que los niños mientan.
Jamás había escuchado al padre Karoski hablando de esa manera, tan enfadado. Ahora estaba comenzando a asustarse mucho. Intentó darse la vuelta una vez más, pero la mano le apretó contra la pared, muy fuerte. Solo que ya no era una mano. Era una Garra, como la del Hombre Lobo en el serial de la NBC. Y la Garra le clavaba las uñas, aprisionaba su rostro contra la pared como si quisiera obligarle a atravesarla.
— Ahora, Harry, recibirás tu castigo. Bájate los pantalones y no te vuelvas, o será mucho peor.
El niño escuchó el ruido de algo metálico cayendo al suelo. Se bajó los pantalones con auténtico pánico, convencido de que iba a recibir una tanda de azotes. El anterior monaguillo, Stephen, le había contado en voz baja que el padre Karoski le había castigado una vez, y que le había dolido mucho.
— Ahora recibirás tu castigo —repitió Karoski, con voz ronca, la boca muy cerca de su nuca. Sintió un escalofrío. Le llegó una vaharada de aliento a menta fresca mezclada con after shave. En una increíble pirueta mental, se dio cuenta que el padre Karoski usaba la misma loción que su padre.
— ¡Arrepiéntete!
Harry sintió un empujón y un dolor agudo entre las nalgas y creyó que se moría. Se arrepintió de haber llegado tarde, lo sentía de verdad, mucho. Pero aunque se lo dijo a la Garra, no sirvió de nada. El dolor continuó, más fuerte con cada arrepiéntete . Harry, con la cara aplastada contra la pared, alcanzaba a ver sus zapatillas en el suelo de la sacristía, y deseó tenerlas puestas, correr lejos con ellas, libre y lejos.
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