—¿Por qué desastrosas?
—Hubiera ido algo mejor si el objetivo hubiera sido llevar algo de paz a la mente del paciente. Pero mucho me temo que el doctor Conroy sentía una curiosidad morbosa por el caso de Karoski, hasta extremos inmorales. En casos similares, lo que el hipnotizador intenta es implantar de forma artificial recuerdos positivos en la memoria del paciente, recomendándole que olvide los peores hechos. Conroy prohibió esa línea de actuación. No sólo hizo recordar a Karoski sino que le obligó a escuchar las cintas en las que, con voz de falsete, pedía a su madre que le dejara en paz.
—¿Qué clase de Mengele tenían al frente de ese lugar? —se horrorizó Paola.
—Conroy estaba convencido de que Karoski debía aceptarse a sí mismo. Según él era la única solución. Debía reconocer que había tenido una infancia dura y que era homosexual. Como les dije antes, había realizado un diagnóstico previo y luego intentaba meter en él con calzador al paciente. Para colmo sometió a Karoski a un cóctel de hormonas, algunas de ellas experimentales, como una variante del anticonceptivo Depo-Covetán. Con éste fármaco, inyectado en dosis anormales, Conroy reducía el nivel de respuesta sexual de Karoski, pero potenciaba su agresividad. La terapia se alargaba más y más, y no había progresos positivos. Había épocas en que estaba más tranquilo, simplemente, pero Conroy lo interpretaba como éxitos de su terapia. Al final se produjo una castración química. Karoski es incapaz de tener una erección, y esa frustración le destruye.
—¿Cuándo entró usted en contacto con él por primera vez?
—A mi llegada al Instituto, en 1995. Hablé mucho con él. Entre ambos se estableció una relación de cierta confianza, que se dio al traste más adelante, como ahora les contaré. Pero no quiero adelantarme. Verán, a los quince días de la llegada de Karoski al instituto se le recomendó una pletismografía peneana. Se trata de una prueba en la que se conecta un aparato al pene mediante unos electrodos. Dicho aparato mide la respuesta sexual a determinados estímulos.
—Lo conozco —dijo Paola, como el que dice que ha oído hablar del virus Ébola.
—Bien... Se lo tomó muy mal. Durante la sesión se le mostraron imágenes terribles, extremas.
—¿Cómo de extremas?
—Relacionadas con pedofilia.
—Joder.
—Karoski reaccionó con violencia e hirió gravemente al especialista que controlaba la máquina. Los celadores consiguieron reducirle, de lo contrario le habría matado. A raíz de ese episodio Conroy debería haber reconocido que no estaba en condiciones de tratarle y haberle encaminado a un hospital mental. Pero no lo hizo. Contrató a dos celadores fuertes con el encargo de no quitarle ojo de encima y comenzó a someterle a terapia de regresión. Coincidió con mi llegada al Instituto. Con el paso de los meses, Karoski se fue retrayendo. Sus exabruptos de ira desaparecían. Conroy lo achacó a grandes mejoras en su personalidad. Levantaron bastante la vigilancia a su alrededor. Y una noche, Karoski forzó la cerradura de su habitación (que por precaución se solía cerrar por fuera a determinadas horas) y le cercenó las manos a un sacerdote que dormía en su misma ala. Dijo a todos que el sacerdote era un hombre impuro, y que él había visto como tocaba a otro sacerdote de manera “impropia”. Mientras los celadores corrían hacia la habitación desde la que salían los aullidos del cura, Karoski lavaba las manos bajo el grifo de la ducha.
—El mismo modus operandi . Creo, padre Fowler, que no queda duda ninguna entonces —dijo Paola.
—Ante mi asombro y desesperación, Conroy no denunció el hecho a la policía. El sacerdote mutilado recibió una indemnización y unos médicos de California consiguieron volver a implantarle ambas manos, aunque con una movilidad muy reducida. Y entretanto Conroy mandó reforzar la seguridad y construyó una celda de aislamiento de tres por tres metros. Ese fue el alojamiento de Karoski hasta que se fugó del Instituto. Entrevista tras entrevista, terapia de grupo tras terapia de grupo, Conroy iba fracasando y Karoski iba evolucionando hacia el monstruo que es ahora. Yo escribí varias cartas al cardenal, explicándole el problema. No recibí respuesta. En 1999, Karoski escapó de la celda y cometió su primer asesinato conocido: el padre Peter Selznick.
—Oímos hablar de él aquí. Se dijo que se había suicidado.
—Pues no era cierto. Karoski se escapó de la celda forzando la cerradura con un bolígrafo y usó un trozo de metal que había afilado en su celda para arrancarle a Selznick la lengua y los labios. También le arrancó el pene y le obligó a morderlo. Tardó tres cuartos de hora en morirse, y no se enteró nadie hasta la mañana siguiente.
—¿Qué dijo Conroy?
—Oficialmente definió el episodio como un “contratiempo”. Consiguió encubrirlo, y coaccionó al juez y al sheriff del condado para que dictaminaran suicidio.
—¿Y se avinieron a ello? ¿Sin más? —dijo Pontiero.
—Ambos eran católicos. Creo que Conroy les manipuló a ambos apelando a su deber como tales de proteger a la Iglesia. Pero aunque no quisiera reconocerlo, mi ex jefe estaba realmente estaba muy asustado. Veía que la mente de Karoski se le escapaba, como si absorbiera su voluntad día a día. A pesar de ello se negó en repetidas ocasiones a denunciar los hechos a una instancia superior, por miedo sin duda a perder la custodia del interno. Yo escribí más cartas a la archidiócesis, pero no se me escuchó. Hablé con Karoski, pero no encontré en él ni rastro de remordimiento, y me di cuenta de que finalmente allí había otra persona. Ahí se rompió todo contacto entre ambos. Aquella fue la última vez que hablé con él. Sinceramente, aquella bestia encerrada en la celda me daba miedo. Y Karoski siguió en el Instituto. Se colocaron cámaras. Se contrató a más personal. Hasta que una noche de junio de 2000 se esfumó. Sin más.
—¿Y Conroy? ¿Cómo reaccionó?
—Estaba traumatizado. Se dio aún más a la bebida. A la tercera semana le explotó el hígado y murió. Una pena.
—No exagere —dijo Pontiero.
—Dejémoslo, mejor. Se me encargó la dirección temporal de la institución, mientras se buscaba un sustituto adecuado. La archidiócesis no confiaba en mí, supongo que por mis continuas quejas acerca de mi superior. Yo apenas estuve un mes en el cargo, pero lo aproveché lo mejor que pude. Reestructuré la plantilla a toda prisa, contando con personal profesional, y redacté nuevos programas para los internos. Muchos de esos cambios no llegaron a implantarse, pero otros sí, así que mereció la pena el esfuerzo. Envié un conciso informe a un antiguo contacto en el VICAP [12] [12] VICAP son las siglas en inglés del Programa de Captura de Criminales Violentos, una división del FBI que trata con los delincuentes más extremos.
, llamado Kelly Sanders. Se mostró preocupado por el perfil del sospechoso y por el crimen sin castigo del padre Selznick y dispuso un operativo para capturar a Karoski. Nada.
—¿Así, sin más? ¿Desapareció? —Paola estaba asombrada.
—Desapareció sin más. En 2001 se creyó que había reaparecido, ya que hubo un crimen con mutilación parcial en Albany. Pero no era él. Muchos le dieron por muerto, pero por suerte metieron su perfil en el ordenador. Yo, mientras, encontré hueco en un comedor de beneficencia del Harlem hispano, en Nueva York. Trabajé allí unos meses, hasta ayer mismo. Un antiguo jefe me reclamó para el servicio, así que supongo que vuelvo a ser un capellán castrense. Me comunicaron que había indicios de que Karoski había vuelto actuar, después de todo éste tiempo. Y aquí estoy. Les traigo un portafolio con la documentación más pertinente que reuní sobre Karoski en los cinco años que traté con él —dijo Fowler, tendiéndole el grueso expediente, de más de catorce centímetros de grosor—. Hay e-mails relacionados con la hormona de la que les he hablado, transcripciones de sus entrevistas, algún artículo de periódico en el que se le menciona, cartas de psiquiatras, informes... Es todo suyo, dottora Dicanti. Pregúnteme si tiene cualquier duda.
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