—Totalmente. El mejor aval para entrar en la plantilla del Instituto era pertenecer a Dignity , una asociación que promueve el sacerdocio para las mujeres y la libertad sexual para los sacerdotes varones. Aunque personalmente no esté de acuerdo con los postulados de esa asociación, no es mi deber juzgarlos en absoluto. Lo que sí puedo es juzgar la capacidad profesional del personal, y ésta era muy, muy escasa.
—No veo donde nos lleva todo esto —dijo Pontiero, encendiéndose un cigarro.
—Déme cinco minutos más y lo verá. Como les decía, el padre Conroy, gran amigo de Dignity y liberal de puertas para adentro, dirigió el Saint Matthew de manera absolutamente errática. Llegaron sacerdotes honestos que habían enfrentado alguna acusación infundada (que los hubo) y gracias a Conroy acabaron abandonando el sacerdocio, que era la luz de sus vidas. A otros muchos se les dijo que no lucharan contra su naturaleza y que vivieran la vida. Se consideraba un éxito que algún religioso se laicizara y emprendiera una relación homosexual.
—¿Y eso es un problema? —preguntó Dicanti.
—No, no lo es si es lo que la persona de verdad quiere o necesita. Pero las necesidades del paciente no le importaban nada al doctor Conroy. Primero marcaba el objetivo y luego lo aplicaba a la persona, sin conocerla previamente. Jugaba a Dios con las almas y las mentes de aquellos hombres y mujeres, algunos con graves problemas. Y lo regaba todo con buen whisky de malta. Bien regado.
—Dios santo —dijo Pontiero, escandalizado.
—Puede creerme, Él no estaba allí, subinspector. Pero lo peor no es eso. Debido a graves errores en la selección de los candidatos, ingresaron durante los años 70 y 80 en los seminarios católicos de mi país muchos jóvenes que no eran aptos para conducir almas. Ni siquiera eran aptos para conducirse a sí mismos. Esto es un hecho. Con el tiempo, muchos de éstos chicos acabaron vistiendo una sotana. Hicieron mucho daño al buen nombre de la Iglesia Católica, y lo que es peor, a muchos niños y jóvenes Muchos sacerdotes acusados de abuso sexual, culpables de abuso sexual, no fueron a la cárcel. Se les apartaba de la vista; se les cambiaba de parroquia en parroquia. Y algunos acababan finalmente en el Saint Matthew [7] [7] Las cifras reales: entre 1993 y 2003 el Instituto Saint Matthew atendió a 500 religiosos, de los que 44 fueron diagnosticados pedófilos, 185 efebófilos, 142 compulsivos y 165 con trastornos de sexualidad no integrada (dificultad para integrar la misma en la propia personalidad).
. Una vez allí, y con suerte, se les encauzaba hacia la vida civil. Pero por desgracia a muchos de ellos se les devolvía al ministerio, cuando debían estar entre rejas. Dígame, dottora Dicanti, ¿cuántas posibilidades existen de rehabilitar a un asesino en serie?
—Absolutamente ninguna. Una vez que se ha cruzado la línea, no hay nada que hacer.
—Pues es lo mismo para un pedófilo compulsivo. Por desgracia en este campo no existe la bendita certeza que tienen ustedes. Saben que entre manos tienen una bestia que hay que cazar y encerrar. Pero es mucho más difícil para el terapeuta que atiende al pedófilo saber si éste ha cruzado definitivamente la línea o no. Sólo hubo un caso en el que jamás tuve la más mínima duda. Y fue un caso en el que, debajo del pedófilo, había algo más.
—Déjeme adivinar: Viktor Karoski. Nuestro asesino.
—El mismo.
Boi carraspeo antes de intervenir. Una costumbre irritante que repetía a menudo.
—Padre Fowler, ¿sería tan amable de explicarnos cómo está tan seguro de que es él quien ha hecho pedazos a Robayra y a Portini?
—Como no. Karoski llegó al Instituto en agosto de 1994. Había sido trasladado de varias parroquias, con su superior evitando el problema de una a otra. En todas ellas hubo quejas, algunas más graves que otras, aunque ninguna con violencia extrema. Según las denuncias recogidas, creemos que en total abusó de 89 niños, aunque podrían ser más.
—Joder.
—Usted lo ha dicho, Pontiero. Verá, la raíz de los problemas de Karoski residía en su infancia. Nació en Katowice, en Polonia, en 1961, allí...
—Espere un momento, padre. ¿Tiene por tanto ahora 44 años?
—En efecto, dottora . Mide 1,78 y pesa en torno a 85 kilos. Es de constitución fuerte, y sus test de inteligencia arrojaban un coeficiente entre 110 y 125, según cuándo los hiciera. En total hizo siete en el Instituto. Le distraían.
—Tiene un pico elevado.
— Dottora , usted es psiquiatra, mientras que yo estudié psicología y no fui un alumno especialmente brillante. Las psicopatías más agudas de Fowler se revelaron demasiado tarde como para que leyera literatura sobre el tema, así que dígame: ¿es cierto que los asesinos en serie son muy inteligentes?
Paola se permitió media sonrisa irónica y miró a Pontiero, quien le devolvió la mueca.
—Creo que el subinspector responderá más contundentemente a la pregunta.
—La ispettora siempre dice: Lecter no existe y Jodie Foster debería ceñirse a los dramas de época.
Todos rieron, no por la gracia del chiste sino para aliviar un poco la tensión.
—Gracias, Pontiero. Padre, la figura del superpsicópata es un mito creado por las películas y por las novelas de Thomas Harris. En la vida real no podría haber nadie así. Ha habido asesinos reincidentes con coeficientes altos y otros con coeficientes bajos. La gran diferencia entre ambos es que los que tienen coeficientes altos suelen actuar durante más tiempo porque son más precavidos. Lo que sí que se les reconoce unánimente a nivel académico es una gran habilidad para ejecutar la muerte.
—¿Y a nivel no académico, dottora ?
—A nivel no académico, padre, le reconozco que alguno de éstos hijoputas es más listo que el diablo. No inteligente, sino listo. Y hay algunos, los menos, que tienen un elevado coeficiente, una habilidad innata para su despreciable tarea y para disimular. Y en un caso, en un solo caso hasta la fecha, estas tres características coincidieron con que el criminal era una persona de gran cultura. Estoy hablando de Ted Bundy.
—Su caso es muy famoso en mi país. Estranguló y sodomizó con el gato de su coche a unas 30 mujeres.
—36, padre. Que sepamos —le corrigió Paola, que recordaba muy bien el caso de Bundy, ya que era materia de estudio obligada en Quantico.
Fowler, asintió, triste.
—Como le decía, dottora , Viktor Karoski vino al mundo en 1961 en Katowice, irónicamente a pocos kilómetros del lugar de nacimiento del papa Wojtyla. En 1969 la familia Karoski, compuesta por él, sus padres y dos hermanos se trasladan a Estados Unidos. El padre consiguió trabajo en la fábrica de General Motors en Detroit, y según todos los registros era un buen trabajador, aunque muy irascible. En 1972 hubo un reajuste ocasionado por la crisis del petróleo y Karoski padre fue a la calle el primero. En aquel momento el padre había conseguido la ciudadanía americana, así que se sentó en el estrecho apartamento donde vivía toda la familia a beberse su indemnización y el subsidio de desempleo. Se empleó a fondo en la tarea, muy a fondo. Se convirtió en otra persona, y comenzó a abusar sexualmente de Viktor y de su hermano pequeño. El mayor, de 14 años, se largó un día de casa, sin más.
—¿Karoski le contó todo esto? —dijo Paola, intrigada y extrañada a la vez.
—Sólo después de intensas terapias de regresión. Cuando llegó al centro su versión era que había nacido en una modélica familia católica.
Paola, quien anotaba todo con su menuda letra de funcionaria, se pasó la mano por los ojos, intentando arrastrar fuera el cansancio antes de hablar.
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