—Bien, supongo que en realidad quiero decir ciento trece cardenales —respondió Samalo con resquemor. Era un hombre orgulloso y no le gustaba que una mujer le corrigiera.
—Seguro que su eminencia ya ha pensado en algún plan al respecto —intervino Fowler, conciliador.
—En efecto... Haremos correr el rumor de que Portini se encuentra enfermo en la casa de campo de su familia, en Córcega. La enfermedad, por desgracia finalizará trágicamente. En cuanto a Robayra, unos asuntos relacionados con su pastoral le impedirán asistir al Cónclave, aunque sí viajará a Roma para rendir obediencia al nuevo Sumo Pontífice. Por desgracia fallecerá en trágico accidente de coche, como muy bien podrá certificar la Polizia. Estas noticias sólo trascenderán a la Prensa después del Cónclave, no antes.
Paola no salía de su asombro.
—Veo que su Eminencia lo tiene todo atado y bien atado.
El Camarlengo se aclaró la garganta antes de responder.
—Es una versión como otra cualquiera. Y es una que no hace daño a nadie.
—Salvo a la verdad.
—Esto es la Iglesia Católica, ispettora . La inspiración y luz que muestra el camino a mil millones de personas. No podemos permitirnos más escándalos. Desde ése punto de vista ¿qué es la verdad?
Dicanti torció el gesto, aunque reconoció la lógica implícita en las palabras del anciano. Se le ocurrieron muchas formas de replicarle, pero comprendió que no sacaría nada en claro. Prefirió continuar con la entrevista.
—Supongo que no le habrán comunicado aún a los cardenales el motivo de su prematura concentración.
—En absoluto. Se les ha pedido expresamente que no salgan de la Ciudad sin un acompañante de la Vigilanza o de la Guardia Suiza, con la excusa de que había en la ciudad un grupo radical que había proferido amenazas contra la jerarquía católica. Creo que todos lo entendieron.
—¿Conocía personalmente a las víctimas?
El rostro del cardenal se ensombreció por un momento.
—Si, válgame el cielo. Con el cardenal Portini coincidí menos, a pesar de que él era italiano, pero mis asuntos han estado siempre muy centrados en la organización interna del Vaticano, y él dedicó su vida a la doctrina. Escribía mucho, viajaba mucho... fue un gran hombre. Personalmente no estaba de acuerdo con su política tan abierta, tan revolucionaria.
—¿Revolucionaria? —se interesó Fowler.
—Mucho, padre, mucho. Abogaba por el uso del preservativo, por la ordenación de mujeres sacerdotes... hubiera sido el papa del siglo XXI. Además era relativamente joven, ya que apenas contaba 59 años. Si se hubiera sentado en la silla de Pedro hubiera encabezado el Concilio Vaticano III que muchos ven tan necesario para la Iglesia. Su muerte ha sido una desgracia absurda y sin sentido.
—¿Contaba con su voto? —dijo Fowler.
El Camarlengo rió entre dientes.
—No me estará pidiendo en serio que le revele a quién voy a votar, ¿verdad padre?
Paola volvió a coger las riendas de la entrevista.
—Eminencia, ha afirmado que coincidió menos con Portini, ¿qué hay de Robayra?
—Un gran hombre. Entregado por completo a la causa de los pobres. Tenía defectos, claro. Era muy dado a imaginarse vestido de blanco en el balcón de la plaza de San Pedro. No es que hiciera público ése deseo, por supuesto. Éramos muy amigos. Nos escribimos en muchas ocasiones. Su único pecado era el orgullo. Siempre hacía gala de su pobreza. Firmaba sus cartas con un beati pauperes . Yo, para hacerle rabiar, siempre finalizaba mis correos con un beati pauperes spirito [19] [19] Robayra hacía referencia a la cita “ Bienaventurados los pobres porque vuestro es el reino de Dios ” (Lucas VI, 6). Samalo le respondía con “ Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos ” (Mateo V, 20).
, aunque nunca quiso dar por comprendida la indirecta. Pero por encima de sus defectos era un hombre de Estado y un hombre de Iglesia. Hizo muchísimo bien a lo largo de su vida. Yo nunca le imaginé calzando las sandalias del Pescador [20] [20] Las sandalias rojas, al igual que la tiara, el anillo y la sotana blanca son los tres símbolos más importantes que reconocen al Sumo Pontífice. A lo largo del libro se hace referencia a ellos en varias ocasiones.
, supongo que por mi gran cercanía con él.
Según hablaba de su amigo, el viejo cardenal se iba haciendo más pequeño y gris, la voz se le entristecía y la cara revelaba la fatiga acumulada en su cuerpo de setenta y ocho años. A pesar de que no compartía sus ideas, Paola sintió lástima por él. Supo que detrás de aquellas palabras, teñidas de honroso epitafio, el viejo español lamentaba no poder tener un hueco para llorar a solas por su amigo. Maldita dignidad. Mientras lo pensaba se dio cuenta de que estaba comenzando a mirar más allá del capelo cardenalicio y de la sotana púrpura y ver a la persona que la llevaba. Debía de aprender a dejar de ver a los eclesiásticos como seres unidimensionales, pues los prejuicios de la sotana podían poner en riesgo su trabajo.
—En fin, supongo que nadie es profeta en su tierra. Como les he dicho, coincidimos en muchas ocasiones. El bueno de Emilio vino aquí hace siete meses, sin ir más lejos. Uno de mis asistentes nos tomó una fotografía en el despacho. Creo que la tengo por algún sitio.
El purpurado se acercó al escritorio, y sacó de un cajón un sobre con fotografías. Buscó en su interior y tendió una de las instantáneas a sus visitantes.
Paola sostuvo la foto sin mucho interés. Pero de repente clavó en ella los ojos, abiertos como platos. Agarró con fuerza a Dante por el brazo.
—Oh, mierda. ¡Mierda!
Iglesia de Santa María in Traspontina
Via della Conciliazione, 14
Miércoles, 6 de abril de 2005. 10:41 AM
Pontiero llamó insistentemente a la puerta trasera de la iglesia, la que daba a la sacristía. Según las instrucciones de la Policía, el hermano Francesco había colocado un cartel en la puerta, de letras vacilantes, que indicaba que la Iglesia estaba cerrada por reformas. Pero además de obediente el fraile debía estar un poco sordo, ya que el subinspector llevaba 5 minutos aporreando el timbre. Tras él, miles de personas abarrotaban la Via dei Corridori, en número aún mayor y más desordenado de lo que lo hacían en la Via della Conciliazione.
Finalmente oyó ruido al otro lado de la puerta. Los cerrojos se descorrieron y el hermano Francesco asomó el rostro por una rendija, bizqueando a la fuerte luz del sol.
—¿Sí?
—Hermano, soy el subinspector Pontiero. Me recordará de ayer.
El religioso asintió, una y otra vez.
—¿Qué deseaba? Ha venido a decirme que ya puedo abrir mi iglesia, bendito sea Dios. Con la de peregrinos que hay afuera... Véalo usted mismo, vea...-dijo señalando a los miles de personas de la calle.
—No, hermano. Necesito hacerle unas preguntas. ¿Le importa que pase?
—¿Tiene que ser ahora? Estaba rezando mis oraciones...
—No le robaré mucho tiempo. Solo será un momento, de verdad.
Francesco menó la cabeza, a un lado y a otro.
—Qué tiempos estos, qué tiempos. Sólo hay muerte por todas partes, muerte y prisas. Ni mis oraciones me dejan rezar.
La puerta se abrió despacio, y se cerró tras Pontiero con un fuerte ruido.
—Padre, ésta es una puerta muy pesada.
—Si, hijo mío. A veces me cuesta abrirla, sobre todo cuando vengo cargado del supermercado. Ya nadie ayuda a los viejos a llevar las bolsas. Qué tiempos, qué tiempos.
—Debería usar un carrito, hermano.
El subinspector acarició la puerta por dentro, miró atentamente el pasador y los gruesos goznes que la unían a la pared.
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