Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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– Quiero estar seguro -dijo Brunetti.

– ¿Seguro de qué?

– De que lo que me dijo el chico es verdad.

Vianello se impacientó.

– ¿Es que no te das cuenta de que si es verdad o no es lo que menos importa? -Agarró del brazo a Brunetti y le hizo bajar los tres escalones de la cabina. Cuando estuvieron sentados frente a frente, el inspector prosiguió-: Es posible que el chico dijera la verdad, pero eso es lo de menos, Guido. Es el hijo de un gitano con una larga lista de antecedentes, que acusa al hijo del ministro del Interior.

– Eso me lo has dicho ya tres veces, Lorenzo -dijo Brunetti con fatiga.

– Y te lo diré otras tres si es necesario para que me escuches -replicó el inspector. Hizo una pausa larga y añadió suavizando el tono-: Si tú quieres arruinar tu carrera, yo no.

– Nadie te lo ha pedido.

– Ahora mismo voy camino del campamento contigo, ¿no? Estaré allí mientras hablas con alguien con quien Patta te ha prohibido expresamente que hables.

– Él no me ha dicho eso exactamente -protestó Brunetti, meticuloso.

– Ni falta que hacía. Te ha dicho que dejes el asunto, y tú lo primero que haces es ir al campamento sin autorización, desafiando las órdenes de tu superior, de nuestro superior, para hablar con unas personas a las que te ha pedido que dejes en paz.

– El chico y la otra hermana estaban allí aquella noche. Ellos vieron lo que pasó.

– ¿Y crees que los padres dejarán que hablen contigo o con el juez?

– La madre quiere venganza, tanto como el chico, o más.

– ¿Así que ahora somos vigilantes que ayudan a los gitanos en su lucha contra el resto del mundo? -Para ocultar la exasperación, Vianello volvió la cara, levantó la cabeza y cerró los ojos un momento, como implorando paciencia. La lancha aminoraba la marcha y Brunetti vio que llegaban a piazzale Roma. Se levantó y empujó una hoja de las puertas oscilantes.

– Puedes regresar con Foa -dijo subiendo a cubierta.

Al llegar arriba, oyó a Vianello subir tras él.

– Por el amor de Dios, Guido, deja de hacerte la prima donna -refunfuñó el inspector.

Era otro conductor, pero también conocía el camino del campamento y, durante el trayecto, habló de las veces que había tenido que hacer el recorrido llevando a gente. El hombre era afable y hablador, y su monólogo permitió a sus pasajeros hacer una tregua en su propia conversación.

Brunetti ya había oído antes todo aquello, y apenas prestaba atención, mientras recreaba la vista contemplando el paisaje primaveral que los rodeaba desde que habían salido de la ciudad. Al igual que la mayoría de la gente de ciudad, Brunetti tenía una idea romántica del campo y de la vida rural. Una vez en que la familia comía un pollo asado y Chiara, en una de sus fases vegetarianas, le preguntó si él había matado algún pollo, Brunetti le contestó que nunca había matado nada. Ahora no recordaba cómo había acabado la discusión; como casi todas las discusiones inútiles, suponía.

El coche giró, redujo la marcha y se detuvo, y el conductor bajó a abrir la verja. Una vez dentro del campamento, volvió a bajar, cerró, subió al coche, describió un amplio semicírculo y paró de cara a la verja, como deseoso de marchar cuanto antes.

– Espere aquí -dijo Brunetti inclinándose para ponerle la mano en el hombro. Él y Vianello se apearon y cerraron las puertas. No se veía a nadie; hoy ningún hombre estaba sentado en las escaleras de las caravanas.

Brunetti enseguida vio que el Mercedes azul había desaparecido, lo mismo que la roulotte en la que había adivinado las figuras femeninas y a la que Rocich había vuelto después de cada entrevista. Los coches que se habían llevado las grúas no habían vuelto a sus sitios delante de las roulottes , que seguían en la fila de detrás como piezas de ajedrez sin sus peones.

Brunetti y Vianello se acercaron a la caravana del jefe. En el instante en que se pararon frente a ella, brotó de la hilera de roulottes una sinfonía de tonos de telefonini , como una explosión de trinos de pájaros. Brunetti distinguió hasta cuatro tonos diferentes, antes de que se hiciera el silencio.

Pasaron varios minutos, se abrió la puerta de la roulotte y salió Tanovic. Los miró con una sonrisa fácil que intranquilizó a Brunetti.

– Ah, señor Policía -dijo el hombre bajando la escalera. Saludó a Vianello con un movimiento de la cabeza-. Y señor Ayudante Policía. -Se acercó sin dejar de sonreír, pero no les tendió la mano. Ellos tampoco-. ¿Por qué visitan nosotros otra vez? -Volvió la cabeza y recorrió con la mirada toda la línea de coches, girando sobre sí mismo-. ¿Se llevarán más coches? -Lo preguntó en tono jocoso, pero Brunetti vio en sus ojos un rencor que pulverizaba el humorismo.

– No; vengo a hablar con el signor Rocich -dijo Brunetti, señalando el lugar en el que habían estado el Mercedes y la roulotte -. Pero veo que se han marchado. ¿Sabe adónde han ido?

El hombre volvió a sonreír.

– Ah, señor Policía, difícil decir. -Se inclinó e hizo extensiva su sonrisa a Vianello, que permaneció impasible-. Mi gente son, ¿cómo dicen ustedes?, nómadas. Hoy aquí y cuando nos vamos nadie sabe adónde. -Volvió a sonreír, pero la voz se había vuelto agria-: A nadie importa.

– Tengo su número de matrícula -dijo Brunetti-. Quizá la policía de tráfico pueda ayudarme a encontrarlo.

La sonrisa se hizo más ancha y aún menos amistosa.

– Coche viejo. Número viejo. No sirve, me parece.

– ¿Qué quiere decir «coche viejo»? -preguntó Brunetti.

– Ahora coche nuevo. Número nuevo.

– ¿Qué coche?

– Muy bueno. No coche italiano de mierda. Coche de verdad. Alemán.

– ¿Qué marca?

El hombre levantó las manos, rechazando la idea de que un coche pudiera tener nombre.

– Coche grande, alemán, nuevo. -Y, cuando Brunetti se disponía a hablar, añadió-: Número nuevo.

– Comprendo. En tal caso, tendremos que mirar en el registro.

– Ah, venta particular. Sin papeles. De amigo. Coche aún del amigo. Difícil encontrar, me parece -dijo con otra sonrisa.

– ¿Cómo se llama el amigo? -preguntó Brunetti.

El hombre se encogió de hombros con elocuencia.

– Él no dice. Sólo amigo. Pero coche muy grande. Muy caro.

– ¿De dónde ha sacado el dinero para comprarlo?

– Ah, otro amigo le da dinero.

– ¿Un gi…? -empezó Brunetti, pero rectificó-: ¿Un amigo romaní?

– Puede decir gitano, señor Policía -dijo el hombre sin molestarse ya en filtrar el veneno de su voz.

– ¿Un amigo gitano, pues? -preguntó Brunetti.

– No; un gadje . Él busca al hombre en Venecia y le pide dinero. El hombre muy generoso; le da mucho dinero. Compra coche -concluyó. Levantó una mano y la agitó con elegancia diciendo-: Bye, bye .

– ¿Qué hombre? -preguntó Brunetti.

– Hombre que dice su hijo.

– ¿Y ese hombre le dio el dinero para el coche?

Señal afirmativa. Sonrisa.

– Y más.

– ¿Sabe cuánto más?

– Él no dice. Quizá tiene miedo de decir a gitano porque gitano roba, ¿eh? -La sonrisa volvía a ser malévola.

Brunetti dio media vuelta bruscamente y chocó con Vianello, que dio un paso atrás.

– Vámonos -dijo Brunetti yendo hacia el coche.

El hombre les dejó llegar al coche antes de gritarles:

– Él me dio algo para usted, señor Policía. -Ahora hablaba con soltura, como si ya se hubiera cansado de hacer el papel de gitano balbuciente.

Con una mano en la empuñadura de la puerta, Brunetti se volvió. El gitano metió la mano abierta en el bolsillo de la chaqueta, la sacó cerrada y la tendió en dirección a Brunetti.

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