Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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Se hizo el silencio mientras los dos hombres estudiaban las posibilidades de actuación. Al fin, Brunetti dijo, procurando que sonara como si fuera la cosa más natural que podía pedir un padre:

– Podría preguntar a mis hijos.

– ¿Preguntarles qué? -dijo Vianello sin poder disimular el asombro.

– Si conocen a alguno de los chicos. Y si han oído hablar de ellos.

La mirada de Vianello, larga y severa, hizo que Brunetti se sintiera incómodo.

– Tienen la misma edad -explicó, y añadió-: Bueno, más o menos.

– Gracias a Dios que los míos aún son pequeños -dijo Vianello con una indiferencia sospechosa.

– ¿Para qué? -preguntó Brunetti, aunque ya sabía la respuesta.

– Para trabajar para nosotros -dijo el inspector.

Brunetti reprimió el impulso de defenderse. Miró el reloj y vio que eran casi las tres.

– Me voy a casa -dijo levantándose.

Al parecer, también Vianello había dicho ya todo lo que tenía que decir.

– Si preguntan por mí, di que he tenido que salir, ¿quieres? -dijo Brunetti.

– Por supuesto.

Ni el Supremo Augur habría podido detectar un mensaje oculto en la voz de Vianello, pero Brunetti sabía que lo había. El comisario se levantó y, al dar la vuelta a la mesa, descargó una palmada en el hombro de Vianello. Luego salió de la questura y se fue a casa.

Abordó el tema durante la cena, entre el risotto con espinacas y el cerdo con setas. Chiara, que esta noche tenía un aspecto diferente y, por lo visto, había abandonado la dieta vegetariana, dijo que no conocía a Ludovica Fornari, pero había oído hablar de ella.

– ¿Has oído hablar de ella? -preguntó Brunetti sirviéndose otro trozo de cerdo.

– Y hasta yo -dijo Raffi, volviendo a concentrar la atención en la fuente de zanahorias con jengibre.

– ¿Qué has oído? -preguntó Brunetti con indiferencia.

Paola le lanzó una mirada tan penetrante como suspicaz y se adelantó a preguntar:

– Chiara, ¿llevas mi Flor de Pasión ?

Brunetti no sabía a qué se refería el nombre, pero, como Chiara llevaba un jersey de algodón blanco, dedujo que no podía ser una prenda de vestir. Quedaba el lápiz de labios u otra cosa que hubiera podido ponerse en la cara. O un perfume, aunque él no lo había percibido, y Paola no solía usarlo.

– Sí -dijo Chiara, titubeando.

– Ya me parecía a mí -dijo Paola con una amplia sonrisa-. Te queda muy bien. -Ladeó la cabeza y contempló la cara de su hija-. Probablemente, mejor que a mí, de modo que puedes quedártelo.

– ¿No te importa, mamma ?

– En absoluto. -Paseando una alegre mirada alrededor de la mesa, Paola dijo-: De postre no hay más que fruta, pero esta noche podríamos empezar la temporada del gelato . ¿Algún voluntario para ir a buscarlo a San Giacomo dell'Orio?

Raffi pinchó las rodajas de zanahoria que quedaban en el plato, se las puso en la boca, dejó el tenedor y levantó la mano.

– Yo iré.

– ¿Pero qué sabor? -Paola, que nunca había mostrado preferencia por el sabor del helado que comía, mientras la ración fuera abundante, preguntó ahora con fingida vivacidad-: Chiara, ¿por qué no vas con tu hermano para ayudarle a decidir?

Chiara echó la silla hacia atrás y se levantó.

– ¿Cuánto traemos?

– La caja grande; el primer día hay que ser espléndidos. -Y a Raffi-: Coge dinero de mi portamonedas. Está al lado de la puerta.

Antes de que Brunetti terminara su cena, y en franco desafío a la norma familiar, los chicos ya habían salido del apartamento y trotaban escalera abajo.

Brunetti dejó el tenedor y, al oír el golpe del cubierto en la madera de la mesa, notó el silencio de la cocina.

– ¿Puedo preguntar a qué viene eso? -dijo.

– Eso viene a que no quiero que mis hijos hagan de espías -dijo Paola con vehemencia. Y, sin dejarle empezar siquiera a defenderse, añadió-: Y no me digas que preguntabas sólo para tener de qué hablar durante la cena. Te conozco, Guido. Y no lo consiento.

Brunetti miró el plato que tenía delante. De pronto, se sentía tan repleto que no se explicaba cómo había podido comer tanto. Apuró el vino y dejó la copa en la mesa.

Comprendía que ella tenía razón, pero le dolía que se lo hiciera ver con tanta crudeza. Volvió a mirar el plato, tomó el tenedor y lo puso encima de él, atravesado, y después el cuchillo, en simétrico paralelo.

– Y, Guido, tú tampoco querrías eso -dijo ella en tono más suave-. Te conozco, ya te lo he dicho. -Hizo una pausa y añadió-: Y, porque te conozco, sé que te pesaría haberlo hecho.

Él echó la silla hacia atrás y se levantó. Tomó el plato para llevarlo al fregadero. Al pasar por detrás de ella, le puso la mano en el hombro, y Paola la cubrió con la suya inmediatamente.

– A ver si traen chocolate -dijo él, que había recuperado el apetito.

CAPÍTULO 29

A la mañana siguiente, Brunetti seguía en la cama mucho después de que Paola se levantara y se fuera a dar su clase de primera hora. Repasaba sus opciones, contemplando el caso de la niña gitana desde otra perspectiva, o lo que le parecía otra perspectiva. En realidad, no tenía nada. La única prueba tangible de que la niña no se había caído al escapar de la escena de un robo era el testimonio de un niño que afirmaba que a su hermana la había matado el hombre tigre. Como prueba de ello, Brunetti tenía un gemelo y un anillo con un trozo de vidrio rojo.

No había en el cadáver de la niña más señales de violencia que las que podía haberle producido resbalar por un tejado de terracota, y la causa de la muerte era ahogamiento.

Su percepción de que los Fornari se habían enterado de algo incriminatorio era totalmente subjetiva. Su primera impresión -y la de Vianello- era la de que la sorpresa manifestada por la esposa de Fornari al enterarse del robo era sincera.

El propio Fornari parecía preocupado cuando Brunetti habló con él, pero a un empresario que hacía transacciones en Rusia no le faltarían motivos de preocupación. Su mujer también estaba nerviosa esta vez. ¿Y qué? La hija parecía perfectamente tranquila al saludar a Brunetti. Pero ahora recordó la tos. Tuvo aquel acceso de tos cuando él dijo que ya se iba y que avisaría a Vianello. «Al ispettor Vianello», había dicho.

Pero tampoco esto significaba nada: la gente tose.

Brunetti se puso boca arriba y estuvo mirando al techo hasta que la luz que iba entrando en la habitación le hizo comprender que ya no podía seguir remoloneando en la cama. Lo único que cabía era hablar con Patta, para ver si, por una vez, el vicequestore era capaz de descubrir una trama en todos estos hechos.

– Otra vez se está dejando llevar por la imaginación, Brunetti -dijo Patta horas después, tal como Brunetti había previsto. El comisario no había malgastado el tiempo en tratar de adivinar cuáles serían las palabras que utilizaría su superior, pero conocía de antemano su reacción-. Está claro que ellos no sospechaban lo ocurrido -explicó el vicequestore -. Probablemente, madre e hijo, al llegar a casa y ver el balcón de la terraza abierto, pensaron que se habrían olvidado de cerrarlo; son cosas que ocurren con frecuencia. Desgraciadamente, mientras ellos estaban fuera, entró la niña. -Patta, que se paseaba por el despacho mientras exponía su hipótesis, se detuvo y dio media vuelta con brusquedad, como el sagaz fiscal de las películas americanas-: ¿No dijo que llevaba una sandalia de plástico?

– Sí.

– Pues ahí está -dijo Patta abriendo las manos como el que acaba de presentar la prueba definitiva que hace innecesario seguir con el debate.

– ¿Está qué? -se aventuró a preguntar Brunetti.

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