Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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La expresión de Patta dejaba claro que Brunetti se la estaba jugando. Con una voz impregnada de sensatez, el vicequestore explicó:

– Plástico. En un tejado inclinado. Tejas de terracota. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Es que tendré que hacerle un dibujo, comisario? -El empleo por Patta del título de Brunetti solía suponer un aviso.

– No, señor. Comprendo.

– Así pues, la tal signora Vivarini y su hijo regresan a casa, ella encuentra la vidriera abierta, pero no sospecha nada. -Patta, convertido ahora en el simpático abogado defensor, hizo una pausa, para sonreír en dirección a Brunetti-. Eso no puede ser motivo de preocupación, ¿verdad, comisario?

– No, señor.

– Usted dijo que le pareció que la signora Vivarini se sorprendió al enterarse del robo, ¿no?

– Sí, señor.

– Entonces no sé a qué vienen las dudas.

– Ya le dije lo de la hija, cómo se puso a toser cuando mencioné el título de Vianello. -Al oírse decirlo, Brunetti se dio cuenta de lo banal, casi patético, del incidente-. Hasta entonces, todo había sido perfectamente normal: ella entró, se presentó como Ludovica Fornari, me dio la mano, pero cuando yo dije…

– ¿Qué? -le interrumpió Patta, repentinamente alerta.

– ¿Perdón?

– ¿Cómo ha dicho que se llama la muchacha?

– Ludovica Fornari. ¿Por qué? -Y entonces se acordó de añadir-: Señor.

– Usted ha hablado siempre de una signora Vivarini -dijo Patta.

– Está en el informe, señor. Fornari es el apellido del marido.

Patta hizo un brusco ademán de impaciencia, como si hiciera ya mucho tiempo que había superado el punto en el que debía prestar atención a los informes por escrito.

– ¿Por qué no me lo dijo antes? -inquirió.

– No me pareció importante, señor.

– Pues claro que es importante -dijo Patta, hablando como si se dirigiera a un alumno muy torpe.

– ¿Podría decirme por qué, señor?

– ¿No es usted veneciano?

Sorprendido, lo más que Brunetti pudo decir fue:

– Sí.

– ¿Y no sabe quién es ella?

Brunetti sabía quiénes eran los padres, pero, por la forma de hablar de Patta, comprendió que no sabía nada.

– No, señor.

– Es la fidanzata del hijo del ministro del Interior. Eso es.

Si esto hubiera sido una película de tribunales convencional, y Brunetti, el abogado cuya única función en la escena fuera la de ser derrotado por el brillante coup de théâtre de su oponente, éste habría sido el momento en el que debía darse una palmada en la frente y exclamar: «Debí suponerlo» o «No tenía ni la más remota idea».

Brunetti guardó silencio, aparentemente, para permitir a Patta ampliar la información pero, en realidad, para darse tiempo de encajar las piezas.

– Me sorprende usted, Brunetti, en serio -prosiguió Patta-. Mi hijo conoce a los dos hermanos, pertenece al mismo club de remo que el chico, pero yo no imaginaba de quiénes estaba usted hablando. La chica Fornari. Desde luego.

Brunetti escuchaba con una expresión de viva atención pintada en la cara, como siguiendo el guión de la película de la serie B.

El ministro del Interior. Entre cuyas atribuciones figuraba la del mando de las fuerzas del orden, incluida la policía. La prensa rosa adoraba a la familia: la esposa, heredera de un magnate de la industria; el hijo mayor, antropólogo, desaparecido, presuntamente muerto, en Nueva Caledonia; una hija, famosa por sus idas y venidas entre Roma y Los Ángeles, en pos de una carrera cinematográfica que no acababa de fraguar; otra hija, casada con un médico español y afincada discretamente en Madrid; y el ahora heredero, un joven de genio imprevisible que había estado implicado en más de una riña de discoteca y respecto al que circulaban entre la policía rumores de faltas más graves, sin que hasta el momento se hubiera instruido caso alguno. La madre, Brunetti lo sabía, era veneciana; y el ministro, romano.

– …idea totalmente insostenible -decía Patta, hacia el final de su perorata-. Por lo tanto, ni que decir tiene que la sola idea de involucrarlo ni remotamente en semejante episodio es inconcebible, y no vamos a contemplarla ni un momento. -El vicequestore calló, esperando la respuesta de su subordinado, que no llegaba porque Brunetti estaba absorto pensando en qué podría averiguar acerca del chico y cómo.

Al fin, el comisario movió la cabeza de arriba abajo, como si hubiera seguido cada una de las palabras que había pronunciado su superior. Sentía curiosidad, entre otras cosas, por saber a quién se refería Patta al decir «nosotros» ni a quién no podían involucrar. Este último tanto podía ser el ministro como su hijo. Y «nosotros» debía de ser la policía, pero también podía ser toda la clase política.

– ¿Está lo bastante claro, comisario? -preguntó Patta, imprimiendo ahora en su voz la torva amenaza que suele reservarse para el villano del melodrama.

– Sí, señor -respondió Brunetti. Se puso en pie-: Sin duda su análisis de la situación es correcto, y debemos extremar las precauciones para no implicar a persona tan importante en nuestra investigación sin plena justificación.

– No cabe justificación alguna -sentenció Patta, sin disimular la irritación-. En absoluto.

– No, señor -dijo Brunetti-. Evidentemente. -Dio unos pasos hacia la puerta, esperando la advertencia final de Patta, pero el vicequestore no dijo más. Brunetti dio cortésmente los buenos días a su superior y salió del despacho.

La signorina Elettra le preguntó al verlo salir:

– Desagradable, ¿eh?

– Por lo visto, la chica Fornari es la novia del hijo del ministro del Interior -dijo él. La vio abrir mucho los ojos y empezar a considerar los hechos con otra perspectiva. Entonces, por si el teniente Scarpa andaba rondando por los alrededores, añadió-: Desde luego, no podemos intentar siquiera averiguar el historial del chico ni si se han formulado acusaciones contra él.

Ella movió la cabeza negativamente, descartando semejante posibilidad.

– Siendo hijo de un ministro, seguro que las indagaciones no darían resultado -dijo muy seria, extendiendo la mano derecha hacia el teclado que estaba a un lado de la mesa: el arroyo de montaña que discurría por la pantalla del ordenador desapareció, sustituido por una panoplia de programas-. Sería perder el tiempo -añadió, volviendo la silla de cara a la pantalla.

– Completamente de acuerdo, signorina -dijo Brunetti, y subió a su despacho, a esperar los resultados de la búsqueda.

Mamma mia -dijo ella entrando en el despacho del comisario dos horas después-. Es un chico muy activo. -Se acercó a la mesa con varios papeles en la mano. Se detuvo y, uno a uno, fue levantándolos y dejándolos caer aleteando en la mesa, mientras decía-: Tenencia de drogas. -Aleteo, aleteo-. Archivado por falta de pruebas. Agresión con agravantes. -Aleteo, aleteo-. Archivado porque la víctima retiró la denuncia. Otra agresión. -Aleteo, aleteo. Levantó un papel un poco más que los otros y dijo-: He puesto los cuatro arrestos por conducir bajo los efectos del alcohol en la misma hoja. No me ha parecido bien malgastar tanto papel con él. -Aleteo, aleteo-. En cada ocasión, un juez comprensivo tomó en consideración su edad y sus sinceros propósitos de enmienda, y lo absolvió. -La sonrisa que acompañaba estas palabras era la de una tía benévola, satisfecha al comprobar que las fuerzas del orden habían descubierto, lo mismo que ella, la pureza de corazón de su sobrino preferido. Brunetti observó que sólo quedaban dos papeles-. Agresión a un policía -dijo ella, depositando uno de los papeles delante de Brunetti, en lugar de dejarlo caer, como dando a entender que habían terminado las fruslerías-. Una disputa en un restaurante de Bérgamo. Empezó cuando entró en el establecimiento uno de esos tamiles que venden rosas. El hijo del ministro, Antonio se llama, le dijo que se fuera y, como el tamil no se iba, se puso a gritarle. Un cliente, un policía que estaba cenando con su esposa, se acercó y trató de calmarlo.

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