– Confiemos en que así sea, ¿eh?
– Sí, señor.
El agente sacó el coche de la autostrada , paró en un stop, miró a uno y otro lado y giró a la izquierda. A causa del tráfico en sentido contrario, o quizá porque ya había dicho todo lo que tenía que decir, el hombre enmudeció y Brunetti dirigió la atención al paisaje. Le era difícil comprender cómo podían los automovilistas encontrar su punto de destino. Eran tantas las cosas que, podían cambiar: los árboles y las flores brotaban y morían, los campos se araban o se segaban, los coches aparcados cambiaban de sitio. Y, si uno se perdía, era difícil pararse y, más aún, tratar de volver por donde había venido. Y, encima, la constante tensión del tráfico, con coches por todas partes, zumbando como insectos.
Tomaron otra curva. Brunetti miraba a uno y otro lado sin reconocer el sitio. Las casas desaparecieron y el mundo se tornó verde.
Al fin, el coche se detuvo frente a la verja del campamento. El conductor se apeó, la abrió, volvió al coche, cruzaron, bajó de nuevo y cerró. Si se abría con tanta facilidad, ¿de qué servía?
Dos hombres estaban sentados en la escalera de una caravana y otros tres miraban bajo el capó de un coche. Ninguno se dio por enterado de la llegada del coche de la policía, pero Brunetti observó que se habían quedado quietos como por ensalmo.
Brunetti se apeó y con una seña indicó al conductor que se quedara dentro. Se acercó a los tres hombres.
– Buon giorno, signori -dijo. Uno tras otro, ellos lo miraron y volvieron a inclinarse sobre las vísceras del coche. Uno dijo algo señalando una botella de plástico que tenía un tubo insertado a través de un tapón rojo, extendió el brazo y la golpeó con el dedo, haciendo temblar el líquido que contenía. Los otros dos comentaron la acción de su compañero.
Los tres hombres irguieron el cuerpo y, como si hubieran ensayado la maniobra, se apartaron del coche simultáneamente y se dirigieron hacia las caravanas. Al cabo de un momento, Brunetti se acercó a los dos hombres que estaban sentados en la escalera. Ellos lo miraron y enseguida volvieron la cara.
– Buon giorno, signori -los saludó él.
– No italiano -dijo uno, sonriendo a su amigo.
Brunetti volvió al coche de la policía. El conductor bajó el cristal y miró a Brunetti.
– ¿Sabe usted mucho de coches? -preguntó el comisario.
– Sí, señor.
– ¿Alguna irregularidad en esos coches? Me refiero a infracciones -puntualizó Brunetti señalando con la barbilla el semicírculo de vehículos que tenían delante.
El conductor se apeó. Dio dos pasos hacia los coches y los miró despacio.
– Dos tienen rotas las luces de posición traseras -dijo volviéndose hacia Brunetti-. Y los neumáticos de otros tres están prácticamente lisos. -El hombre miró a Brunetti y preguntó-: ¿Quiere más?
– Sí.
El conductor fue hasta los coches e hizo un meticuloso examen de cada uno de ellos, comprobando si los asientos traseros tenían cinturón, si los faros estaban enteros y si llevaban en lugar visible la tarjeta verde del seguro. Después volvió a donde estaba Brunetti y dijo:
– Dos no pueden circular legalmente. Uno está casi sin neumáticos y dos llevan tarjetas del seguro de hace más de tres años.
– ¿Es suficiente para que se los lleve la grúa?
– No estoy seguro, comisario. Nunca he estado en Tráfico. -Miró los coches y añadió-: Quizá sí.
– Veremos lo que se puede hacer. ¿Quién tiene jurisdicción aquí?
– La provincia de Treviso.
– Bien.
Brunetti había reflexionado con frecuencia en el significado de lo que se había dado en llamar el Activo de una persona, expresión que, generalmente, abarca los bienes inmuebles, valores, dinero y otras propiedades, es decir, cosas que uno puede ver, contar y tocar. Que él supiera, la expresión no se utilizaba para designar intangibles tales como la buena o la mala voluntad que acompañan a una persona a lo largo de la vida, el amor que da y que recibe, ni los favores que se le deben, que, en este caso concreto, eran lo que contaba.
El comisario, cuyo patrimonio económico podía cuantificarse fácilmente, disponía de vastos recursos de otro orden: ahora mismo, sin ir más lejos, podía contar con un antiguo compañero de universidad que en la actualidad era vicequestore de Treviso, por orden de quien, al cabo de treinta minutos, llegaban a la verja del campamento nómada tres grúas de la policía de Tráfico.
El conductor de Brunetti abrió la verja y las grúas entraron. De la primera saltó a tierra un agente uniformado que, sin mirar a Brunetti ni a su conductor, se acercó al primero de los tres coches denunciados. El agente introdujo el número de matrícula en un ordenador portátil, esperó que la respuesta apareciera en la pantalla y tecleó más información. Al cabo de un momento, el ordenador escupió una pequeña hoja blanca que el agente puso debajo del limpiaparabrisas del coche. Luego repitió el proceso con otros dos coches y, cuando hubo terminado, hizo una seña con la mano a los conductores de las grúas.
Con una precisión que Brunetti no pudo menos que admirar, los camiones se situaron delante de los coches, dieron media vuelta e hicieron marcha atrás. Con movimientos tan sincronizados como el de los tres nómadas al apartarse del capó, los conductores engancharon los coches y volvieron a los camiones. El agente saludó a Brunetti, volvió a subir a la cabina del primer camión y cerró la puerta con un golpe seco. Los motores de los camiones zumbaron en un tono más agudo. Lentamente, la parte delantera de los coches se elevó, las grúas se pusieron en fila y salieron por la verja remolcando cada una un coche. Una vez fuera, pararon y el agente se apeó y cerró la verja. Las grúas se alejaron. La operación no había durado ni cinco minutos.
El conductor de Brunetti volvió a sentarse al volante, pero Brunetti se quedó de pie delante del coche. Al cabo de unos minutos, el que parecía el jefe del campamento abrió la puerta de la caravana y bajó la escalera. Brunetti dio unos pasos a su encuentro. Tanovic se detuvo a un metro de él.
– ¿Por qué hace eso? -preguntó agriamente señalando con un brusco movimiento de la cabeza el vacío que habían dejado los coches.
– No quiero que corran riesgos -dijo Brunetti. Y, antes de que el otro pudiera hablar, añadió-: Es peligroso desobedecer ciertas leyes.
– ¿Qué leyes desobedecemos? -preguntó el hombre con voz cargada de indignación.
– Hay que tener seguro para llevar coche -explicó Brunetti-. Y faros y cinturón de seguridad. No hacen lo que manda la policía.
– No tenían que llevarse coches -dijo el hombre con otra sacudida de la cabeza.
– Usted está aquí ahora, ¿verdad? -preguntó Brunetti-. Hablando conmigo.
El hombre agrandó los ojos al oír esto, como si él prefiriese jugar a ver quién era el más fuerte, sin hablar de las jugadas.
– Yo vengo otro rato -dijo-. Tengo trabajo ahora.
– Yo no tengo tiempo que perder -dijo Brunetti con una voz muy desagradable-. Usted me hace perder tiempo. Yo le hago perder tiempo.
El hombre no quería entrar a discutir eso.
– ¿Qué quiere?
– Hablar con signor y signora Rocich.
El hombre miraba a Brunetti como si aún esperan la respuesta a su pregunta.
Brunetti esperaba a que el otro hablara. Al entrar había visto el Mercedes azul con el guardabarros abollado. Esperó un poco más, suspiró y dio media vuelta. Se acercó al coche de la policía, se inclinó hacia la ventanilla y dijo al conductor en voz lo bastante alta como par a que el otro hombre lo oyera:
– Llame otra vez a Treviso, por favor.
– Espere, espere -oyó decir a Tanovic a su espalda-. Ya viene.
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