Durante el silencio que siguió, Brunetti dijo:
– No debería pincharle.
– Yo no como bombones -respondió ella secamente-. Pinchar al teniente me proporciona el mismo placer, con la ventaja de que no engorda.
A Brunetti no le parecía que la signorina Elettra corriera peligro de engordar, y no era dado a cuestionar las diversiones ajenas, pero le parecía que dedicarse deliberadamente a fastidiar al lugarteniente de Patta era un placer más peligroso que comer algún que otro bombón.
– Yo me lavo las manos -dijo riendo-. Pero admiro su valentía.
– Es un tigre de papel, comisario. Todos lo son.
– ¿Quiénes, todos?
– Los hombres como él, siempre adustos y callados, rondando tu mesa. Quieren hacerte creer que pueden cortarte en pedacitos y usar esquirlas de tus huesos para sacarse tu carne de entre los dientes. -Brunetti se preguntó si ésta sería también su opinión de los hombres del campamento gitano, pero, antes de que acabara siquiera de pensarlo, ella dijo-: No se preocupe por él, comisario.
– De todos modos, me parece más prudente no ponerse a malas.
Ella respondió con cierta aspereza en la voz.
– Puesto a elegir, el vicequestore prescindiría de él al instante.
– ¿Por qué? -preguntó Brunetti sinceramente sorprendido. El teniente Scarpa era el leal esbirro del vicequestore desde hacía más de una década, siciliano como él, un hombre que parecía darse por satisfecho con las migajas que caían de la mesa de los poderosos. A Brunetti siempre le había parecido implacable en su afán por ayudar a Patta en su carrera.
– Porque el vicequestore sabe que en él puede confiar -respondió ella, para total desconcierto del comisario, que confesó:
– No comprendo.
– Él sabe que en Scarpa puede confiar; sabe, pues, que no sería arriesgado deshacerse de él, siempre que le procurara un puesto mejor. Pero de mí no está tan seguro, de modo que nunca se atrevería ni a intentar siquiera prescindir de mis servicios. -Brunetti casi no reconocía su voz, exenta como estaba de su habitual tono humorístico. Pero entonces ella prosiguió, volviendo a su plácida entonación de siempre-: Y, contestando a su pregunta, la única persona que esta mañana ha entrado en su despacho, además de usted, es el teniente Scarpa.
– Ah -se permitió decir Brunetti, le dio las gracias y colgó el teléfono. Se acercó un papel y empezó una lista de nombres. Primero, el dueño del anillo y el reloj. Le era familiar el nombre de Fornari: con la mirada fija en la pared de enfrente, buscó en la memoria. La esposa había dicho que estaba en Rusia, pero el nombre del país, no ayudaba. ¿Qué vendía? ¿Accesorios de cocina? No Muebles de cocina que trataba de exportar a Rusia. Si ahí estaba, justo en el linde de la memoria: permisos di exportación, Guardia di Finanza , fábricas. Algo relacionado con dinero o con una empresa extranjera… pero no, no acababa de definirse, y Brunetti decidió desistir.
Escribió el nombre de la esposa, el de la hija, el del hijo y hasta el de la asistenta. Eran las únicas personas que podían estar en el apartamento la noche en que murió la niña. Añadió las palabras «zíngara», «romaní», «sinti», «nómadas» al pie de la hoja, echó la silla hacia atrás y reanudó la contemplación de la pared de enfrente, y entonces le vino a la memoria la cara de la niña muerta.
La mujer parecía lo bastante vieja como para ser la abuela, pero aquella cara arrugada, de mejillas hundidas, era la de la madre de una niña de once años. Ninguno de los tres hijos tenía más de catorce, por lo que no se les podía arrestar. No había visto niños en el campamento, ni siquiera indicios de la presencia de niños, lo que era aún más extraño: ni bicis, ni muñecas ni otros juguetes tirados en medio del desorden. Los niños italianos, durante el día, están en el colegio; la ausencia de los niños gitanos, empero, sugería que ellos estaban trabajando, o haciendo lo que ellos entendían por trabajo.
Los chicos Fornari debían de estar en la escuela a esta hora. Si la niña tenía dieciséis años, estaría terminando la secundaria, y el chico ya podía ir a la universidad. Levantó el teléfono y volvió a marcar el número de la signorina Elettra.
– Debo pedirle otro favor -dijo-. ¿Tiene acceso a los archivos de las escuelas de la ciudad?
– Ah, el Departamento de Instrucción Pública -dijo ella-. Juego de niños.
– Bien. La hija de los Fornari, Ludovica, tiene dieciséis años, y Matteo, su hermano, dieciocho. Me gustaría que viera si existe alguna particularidad que pueda sernos de interés.
Él esperaba oírle decir que la petición era muy vaga, pero ella se limitó a preguntar:
– ¿Nombre completo de los padres?
– Giorgio Fornari y Orsola Vivarini.
– Vaya, vaya -dijo ella al oír el segundo nombre.
– ¿La conoce? -preguntó Brunetti.
– No, señor. Pero me gustaría conocer a una mujer a la que han endilgado el nombre de Orsola y ella pone a su hija Ludovica.
– Mi madre tenía una amiga que se llamaba Italia -dijo él-. Y también conocía a muchos Benitos, a una Vittoria y hasta a un Addis Abeba.
– Otros tiempos. U otra mentalidad, imponer a una criatura un nombre que, más que nombre, es una fantasmada.
– Sí -dijo él, recordando a las Tiffanys, Denis y Sharons que había arrestado-. Mi mujer dijo una vez que si en una serie de televisión americana saliera un Pig Shit, tendríamos que prepararnos para una generación de ellos.
– Me parece que son más populares los brasileños.
– ¿Los brasileños?
– Los culebrones.
– Ah, desde luego -asintió él, sin saber qué decir.
– Veré qué puedo encontrar -dijo ella-. Y llamaré a esa dottoressa Pitteri.
– Muchas gracias, signorina -terminó él.
Brunetti sabía que podía buscar información sobre Giorgio Fornari con el ordenador, pero la zona de la memoria en la que estaba ubicado el nombre era la misma en la que se alojaban las habladurías y los rumores, de manera que la clase de información que le interesaba era la que no aparece en diarios y revistas ni en los informes del Gobierno. Trató de reconstruir la situación en la que había oído el nombre de Fornari por primera vez. Algo relacionado con dinero, y algo que tenía que ver con la Guardia di Finanza , porque días atrás, al leer en el periódico una alusión a la policía de delitos económicos, le vino a la memoria el nombre de Fornari.
Un antiguo condiscípulo de Brunetti era ahora capitán de la Guardia di Finanza. El comisario no había olvidado la tarde que habían pasado en la laguna unos tres años atrás. La patrullera, equipada a uno y otro lado con turbinas de película de acción, asombró a Brunetti, acostumbrado a las lanchas de la policía y de los carabinieri . Aquella tarde, el comisario aprendió el verdadero significado del concepto «gran velocidad», mientras el piloto los llevaba por el Canale di San Nicolò y más allá, como si no fuera a parar hasta avistar las islas de las costas de Croacia. El amigo de Brunetti justificó la excursión como «operación de coordinación con otras fuerzas del orden», pero en realidad, con la complicidad del piloto, aquello fue una escapada de colegiales, en la que no fallaron los gritos de júbilo ni las palmadas en la espalda, que no acabó hasta que se recibió por radio una llamada pidiendo su posición.
Desentendiéndose de la llamada, el piloto viró en redondo y la lancha salió disparada hacia la ciudad, dejando atrás las barcas de pesca como si fueran islotes y dando grandes saltos al tomar de través deliberadamente la estela de un transatlántico que se dirigía a la ciudad.
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