Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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Hoy Patta se acercó a la mesa, dejó el papel, miró a Brunetti y puso la hoja de cara abajo. Luego dio media vuelta y se quedó apoyado en la mesa, con una mano a cada lado. Esto situaba a Brunetti en una especie de limbo táctico: por un lado, no podía sentarse estando de pie su superior, y la posibilidad de que Patta pudiera deambular hacia otro punto del despacho, le hacía dudar de dónde debía ponerse.

El comisario dio unos pasos hacia Patta; éste hoy vestía un traje gris pizarra de corte depurado, que lo hacía más alto y más esbelto. Brunetti se fijó en una pequeña insignia de oro -¿una especie de cruz?- que llevaba en la solapa.

Sustrayéndose a la distracción, Brunetti dijo:

– He ido a Dolo, como usted me pidió, vicequestore .

Patta asintió, indicio de que hoy representaba el papel de celoso guardián de la seguridad pública.

– Iban conmigo un maresciallo de carabinieri y una funcionaria de los servicios sociales que atiende a los romaníes.

Patta volvió a mover la cabeza de arriba abajo, ya fuera para indicar que seguía el relato, ya en señal de aprobación del gentilicio empleado por Brunetti.

– Al principio, el que parecía el jefe trató de impedirnos hablar con los padres, pero cuando le hicimos comprender que teníamos intención de quedarnos allí hasta conseguirlo, llamó al padre y yo le di la noticia. -Silencio de Patta-. Él ha preguntado cómo podíamos estar seguros de su identidad, y le he dado las fotos. Él las ha enseñado a la madre. Ella estaba… -Brunetti no sabía cómo describir a Patta el dolor de la madre-. Estaba desesperada. -No sabía qué podía añadir. Ésos eran los hechos.

– Lo siento -dijo Patta, para sorpresa de Brunetti.

– ¿Cómo dice, señor?

– Lo siento por la mujer -dijo Patta, muy serio-. Nadie debería perder a un hijo. -Entonces, con un brusco cambio de tono, preguntó-: ¿Y la otra mujer?

– ¿La de los servicios sociales, señor?

– No. La que usted fue a ver a su casa. Acerca de las joyas.

– La niña tuvo que haber estado en esa casa -respondió Brunetti. Al ver que Patta iba a decir algo, añadió-: Si no, ¿cómo se explica que tuviera el anillo y el reloj? -Nada más decirlo, Brunetti advirtió que daba la impresión de estar muy interesado en el caso, y añadió con indiferencia-: De otro modo, ¿cómo iba a tenerlos?

– Pero es no significa gran cosa, ¿verdad? -peguntó Patta-. Quiero decir que eso no es motivo para suponer que le ocurriera algo mientras estaba allí, salvo tropezar y caer. Mucha gente se cae del tejado.

Brunetti sabía de un solo caso, en los diez últimos años, pero se guardó de hacer la observación. Quizá los tejados eran más peligrosos en Palermo, la ciudad natal de Patta. Como la mayoría de las cosas.

– Suelen trabajar en grupo -observó Brunetti.

– Ya sé, ya sé -respondió Patta, agitando una mano, como si Brunetti fuera una mosca impertinente-. Pero eso tampoco significa nada.

Como si fuera realmente una mosca, el radar de Brunetti empezó a captar en el despacho otro extraño zumbido, una emanación que partía de Patta, de sus ojos, del tono de su voz o de la forma en que los dedos de su mano derecha se movían a veces hacia aquel papel, para retroceder rápidamente hacia su costado.

Brunetti asumió un aire pensativo.

– Sin duda tiene razón, señor -dijo al fin, procurando imprimir en su aquiescencia un tono de decepción-. Pero podría ser útil hablar con ellos.

– ¿Con quiénes?

– Con los otros niños.

– Descartado -dijo Patta con voz desmesurada. Y entonces, como si compartiera la sorpresa de Brunetti ante semejante desenfreno vocal, prosiguió, con más suavidad-: Es decir, sería muy complicado: necesitaría una orden de un juez del tribunal de menores y debería acompañarle alguien de los servicios sociales. Además, necesitaría un intérprete. -Hablaba como dando el asunto por terminado, pero, después de una pausa, añadió cautamente-: Por otra parte, en primer lugar, no podría estar seguro de que fueran sus verdaderos hermanos. -Meneó la cabeza contemplando la imposibilidad de que Brunetti pudiera salvar tantos obstáculos.

– Comprendo lo que quiere decir, señor -dijo Brunetti encogiéndose de hombros con resignación, bajando la voz y venciendo la tentación de caer en la ironía o el sarcasmo. Porque comprendía realmente lo que quería decir Patta: en este asunto estaba involucrada la próspera clase media, y Patta había decidido que era preferible no investigar lo que pudiera haber ocurrido en aquel tejado.

Y Brunetti, como el caracol cuya antena tropieza con algo duro, optó por esconderse en la concha.

– No había pensado en todas esas cosas -admitió a regañadientes. Esperó unos segundos, por si Patta decidía clavar otro clavo en el ataúd y, en vista de que no era así, lo hizo él-: Además, tampoco podríamos hacer que esos niños testificaran, ¿verdad?

– Desde luego que no -convino Patta. Se apartó de la mesa y dio la vuelta hacia su sillón-. Vea si se puede hacer algo por la madre -dijo Patta, para gran satisfacción de Brunetti, ya que, para interesarse por lo que pudiera hacerse, tendría que ir a hablar con ella, ¿no?

– Ahora le dejo trabajar, señor -dijo Brunetti.

Patta estaba ya muy ocupado para contestar, y Brunetti lo dejó entregado a su quehacer.

La signorina Elettra levantó la cabeza cuando él salió del despacho de Patta.

– El vicequestore piensa que de nada serviría seguir con esto -dijo Brunetti, cuidando de dejar la puerta abierta.

Ella, mirando la puerta, le dio pie:

– ¿Y usted piensa lo mismo, comisario?

– Sí, creo que sí. La pobre criatura cayó del tejado y se ahogó. -Entonces recordó que no se habían tomado disposiciones respecto al cadáver. Ahora que Patta había dado por cerrada la investigación, habría que entregarlo a la familia, aunque en caso de muerte por accidente Brunetti ignoraba a quién correspondía hacerlo-. ¿Sería tan amable de llamar al dottor Rizzardi y preguntarle cuándo podrá entregarse el cuerpo? -Durante un momento, Brunetti pensó en acompañarlo él, pero no se sintió con ánimo-. Una mujer de los servicios sociales, la dottoressa Pitteri, no recuerdo el nombre de pila, que desde hace tiempo se ocupa de los romaníes, quizá sepa…, en fin, lo que ellos querrán hacer.

– ¿Quiere decir con la niña, comisario? -preguntó la signorina Elettra.

– Sí.

– Está bien. La llamaré y le tendré informado.

– Gracias -dijo él saliendo del despacho.

CAPÍTULO 23

Mientras subía a su despacho, Brunetti sintió el deseo de dar media vuelta, salir de la questura y, como había hecho más de una vez cuando iba a la escuela, tomar el vaporetto e ir al Lido a pasear por la playa. ¿Quién iba a saberlo? Peor aún, ¿a quién iba a importarle? Patta, probablemente, estaría felicitándose de la facilidad con que había conseguido proteger a la clase media de una investigación embarazosa, y la signorina Elettra se ocuparía de los ingratos trámites de entregar el cadáver de la niña a la familia.

Brunetti entró en su despacho e inmediatamente marcó el número de la signorina Elettra. Cuando ella contestó, él dijo:

– Cuando salí de su despacho, Patta tenía un papel en la mano. ¿Sabe de qué se trata?

– No, señor -fue la lacónica respuesta.

– ¿Cree que podría echarle un vistazo?

– Un momento, preguntaré al teniente Scarpa -dijo ella, y entonces Brunetti la oyó preguntar en una voz que sonó más débil al apartar ella el teléfono-: Teniente, ¿sabe qué le pasa a la fotocopiadora del tercer piso? -Un largo silencio y de nuevo su voz, un poco más alta, como si se dirigiera a alguien que estaba más lejos-: Debe de haberse atascado el papel, teniente. ¿Haría el favor de echarle una mirada?

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