Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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Brunetti notó que el coche aminoraba la marcha. Cuando alzó la cabeza, estaban saliendo de la autostrada . Al final de la rampa, giraron a la izquierda y se encontraron en una autovía que discurría entre edificaciones bajas: naves industriales, cercados de venta de coches usados, gasolineras, un bar, un aparcamiento, otro aparcamiento. Al segundo semáforo, torcieron a la derecha, por entre casas unifamiliares, cada una en su parcela. Cuando se acabaron las casas, empezaron los campos.

Más semáforos, más casas, pero éstas estaban rodeadas de cercas de tela metálica. En muchos jardines se veían perros, perros grandes. Recorrieron otro kilómetro, el conductor señaló con la mano, aminoró la marcha y torció a la derecha.

Brunetti vio que paraban frente a una verja. El conductor hizo sonar el claxon una vez y otra, y, en vista de que no había respuesta, se apeó dejando abierta la puerta del coche y abrió la verja. Una vez hubo entrado el coche, a una palabra de Steiner, paró, se bajó y cerró la verja.

Brunetti vio frente a ellos un desigual semicírculo de coches y, detrás, una fila de remolques aparcados desordenadamente. Los había de madera y de metal, y algunos eran modernos y aerodinámicos. Uno de ellos tenía techo a dos aguas y una pequeña chimenea en el centro, que recordó a Brunetti los dibujos de los libros infantiles. En los costados de los remolques y en el espacio entre uno y otro se amontonaban y desperdigaban cajas de plástico y de cartón, mesas plegables, barbacoas e infinidad de bolsas de plástico reventadas y arrugadas. Más allá se veían senderos abiertos en la maleza, que enseguida se borraban. Entre los matorrales asomaba chatarra oxidada: un frigorífico, una anticuada lavadora con escurridor de manubrio, un par de somieres y un coche abandonado.

Mucho mejor aspecto tenían los coches que estaban delante de los remolques, la mayoría eran nuevos o, por lo menos, se lo parecían a Brunetti, que no era experto en la materia.

El conductor detuvo el coche en lo que podía considerarse el centro del anárquico aparcamiento y quitó el contacto. Brunetti oyó los leves crujidos del motor al enfriarse, el chirrido de los muelles de la puerta de Steiner al abrirse y, luego, trinos de pájaros que llegaban, quizá, de los árboles del otro lado de la tela metálica que rodeaba el campamento.

Entonces vio abrirse la puerta de una caravana, luego la de otra, luego las de otras dos, y a hombres que bajaban las escaleras. Los hombres no hablaban ni parecían comunicarse entre sí, pero se acercaron y se pararon delante del coche de los policías formando una fila irregular, como si actuaran de común acuerdo.

Vianello y después el conductor abrieron sus puertas y se apearon. Cuando Brunetti volvió a mirar a los hombres que se habían parado delante del coche, vio que otros tres se habían unido a ellos. Y notó que los pájaros dejaron de cantar.

CAPÍTULO 21

Los hombres no se movían, y los pájaros, poco a poco, reanudaron sus cantos. El aire era tibio al sol de la tarde que los envolvía. Brunetti veía los campos del otro lado de la cerca ondularse suavemente hacia un grupo de castaños: seguramente, de allí venían los trinos. Qué dulce es la vida, pensaba Brunetti.

Desvió la mirada de los árboles y observó a los hombres. Ahora eran nueve los que estaban frente a ellos. Le chocó que todos llevaran sombrero, unos sombreros sucios que quizá en otro tiempo habían sido de colores distintos, pero ahora todos tenían el mismo tono marrón apagado y polvoriento. Ninguno de los hombres iba bien rasurado. Muchos italianos de distintas edades cultivan ahora el look de la barba de varios días porque consideran que define un estilo. Brunetti nunca había tenido muy claro qué estilo se pretendía definir, sólo sabía que éste era el propósito. Estos hombres, empero, daban la impresión de que no se afeitaban por desidia o porque lo consideraban una muestra de amaneramiento. Las barbas eran más o menos pobladas y más o menos largas, pero ninguna parecía muy limpia.

Todos tenían la tez y los ojos oscuros y todos vestían pantalón de pana, jersey y chaqueta oscura. Algunos llevaban camisa. Los zapatos tenían la suela gruesa y el cuero rozado.

Steiner y el conductor vestían uniforme de carabinieri y en ellos se concentraba la atención de los hombres del campamento, que sólo concedían a Brunetti y Vianello breves miradas de curiosidad. Un golpe seco que sonó a su derecha sobresaltó a Brunetti. Miró a Steiner y vio al maresciallo volverse hacia el ruido con la mano en la culata del revólver.

Siguiendo la dirección de la mirada de Steiner, Brunetti vio a la dottoressa Pitteri asiendo todavía la empuñadura de la puerta que acababa de cerrar violentamente, y una leve sonrisa en los labios.

– No quería asustarlo, maresciallo -dijo mientras se le agriaba la sonrisa-. Le ruego que me perdone.

Steiner se volvió de nuevo hacia los hombres que tenían delante. Dejó caer la mano, pero su instintiva reacción no había pasado inadvertida. Dos de los hombres no pudieron reprimir la sonrisa, pero no sonreían a Steiner.

La dottoressa Pitteri se acercó a los hombres, que no dieron señales de reconocerla y, mucho menos, de alegrarse de verla. Ella se paró y dijo algo que Brunetti no pudo oír. Ninguno de los hombres respondió y ella volvió a hablar, ahora alzando el tono. Aunque esta vez Brunetti oyó sus palabras, no consiguió entender lo que decía. La mujer se mantenía erguida, con los pies separados, y Brunetti observó que tenía unas pantorrillas robustas y que sus pies parecían anclados en el suelo.

Entonces habló a la mujer uno de los hombres, que estaba en el lado derecho de la fila. Ella lo miró y dijo unas palabras, a las que el hombre respondió en voz lo bastante alta como para que le oyeran los policías:

– Hable italiano. Se le entiende mejor. -Tenía un acento muy marcado, pero se notaba que dominaba el italiano y hablaba con aire de autoridad, aunque no era el más viejo.

Brunetti tenía la impresión de que la mujer había afianzado más aún los pies en la tierra apisonada de delante de las caravanas. Ella mantenía los brazos colgando -había dejado el bolso en el coche-, y Brunetti vio que apretaba los puños.

– Quiero hablar con Bogdan Rocich -la oyó decir.

La cara del hombre permaneció impasible, pero Brunetti vio que dos de los otros intercambiaban una mirada y un tercero miraba de soslayo al que había hablado.

– No está -respondió el hombre.

– Está su coche -dijo ella, y el hombre volvió los ojos hacia un Mercedes de un azul descolorido que tenía una profunda abolladura en el guardabarros derecho.

– No está -repitió el hombre.

– Está su coche -dijo ella como si no le hubiera oído.

– Se ha ido con un amigo -explicó otro de los hombres, e iba a decir más, pero el jefe le lanzó una mirada que le hizo cerrar la boca. El portavoz dio un paso hacia la mujer y luego otro, y Brunetti quedó impresionado al ver que ella no sólo no retrocedía ni se inmutaba sino que clavaba los pies en el suelo más firmemente todavía.

Ahora el hombre estaba a menos de un paso y, sin ser alto, parecía dominarla con su estatura.

– ¿Qué quiere de él? -inquirió.

– Quiero hablar -respondió la mujer tranquilamente, y Brunetti observó que abría los puños y apuntaba al suelo con los dedos.

– Puede hablar conmigo -dijo el hombre-. Soy su hermano.

Signor Tanovic, usted no es su hermano, ni es su primo. -La voz de la mujer era serena, relajada, como si los dos se hubieran citado en un parque para charlar-. He venido a hablar con el signor Rocich.

– Le he dicho que no está. -Durante toda la conversación, su cara había permanecido impasible, como tallada en granito.

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