Steiner se puso en pie apoyando las manos en la mesa y fue hacia la puerta.
– Tardaré unos veinte minutos en organizarlo: una lancha y un coche y alguien de servicios sociales. Los recogeremos en una lancha, digamos, dentro de media hora.
Brunetti extendió la mano, dio las gracias al maresciallo y se fue, de regreso a la questura .
De Vianello, ni rastro. No estaba en la sala de agentes y nadie sabía adónde había ido. Brunetti entró en el despacho de la signorina Elettra por si el inspector estaba con ella o, lo que era menos probable, con Patta.
– ¿Ha visto a Vianello? -preguntó, sin saludar.
Ella levantó la mirada de los papeles que tenía delante y, después de una pausa más bien larga, dijo:
– Creo que lo espera en su despacho, comisario -y volvió a inclinar la cabeza sobre los papeles.
– Gracias -dijo Brunetti.
Ella no contestó.
Hasta que estuvo en la escalera no advirtió Brunetti la brusquedad de su tono y la frialdad con que ella había respondido, pero ahora no tenía tiempo para ceremonias. Encontró a Vianello en el despacho, de pie delante de la ventana, mirando hacia el otro lado del canal. Antes de que Brunetti pudiera hablar, el inspector dijo:
– Steiner me ha llamado, para decirme que la lancha estaba llegando al puesto y que estarán aquí dentro de unos minutos.
Brunetti asintió con un gruñido, fue a la mesa y levantó el teléfono. Cuando oyó a Patta contestar con su nombre, dijo:
– Vicequestore , Brunetti. Al parecer, los carabinieri han localizado a los padres de la niña que se ahogó la semana pasada. Sí, señor, la gitana -confirmó, preguntándose si durante la última semana se habrían ahogado más niñas sin que Patta se lo hubiera comunicado-. Los carabinieri desean que alguien de la questura esté presente cuando les informen -añadió, procurando imprimir en su voz impaciencia e irritación. Escuchó un momento y dijo-: Cerca de Dolo. No, señor; no me han dicho exactamente dónde. Pero he pensado que usted es la persona más indicada para acompañarles por ser la de más alto rango.
En respuesta a la pregunta de su superior, Brunetti dijo:
– Contando el trayecto en la lancha y la espera de un coche en piazzale Roma, porque parece que ha habido un malentendido y no llegará hasta las tres…, no creo que lleve más de dos horas, quizá un poco más, depende de lo que tarde el coche. -Brunetti escuchó un rato y dijo-: Desde luego, lo comprendo. Pero no hay otra manera de informarles. Allí no hay teléfonos ni los carabinieri tienen un número de telefonino al que poder llamar.
Brunetti miró a Vianello apartando el auricular del oído, mientras Patta vertía sus pretextos al aire. De pronto, Vianello se inclinó hacia adelante señalando a la entrada del canal por donde venía la lancha. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y se acercó el teléfono.
– Comprendo, vicequestore , pero no estoy seguro de la conveniencia… Desde luego, me hago cargo de la importancia de mantener buenas relaciones con los carabinieri , pero sin duda ellos preferirán que una persona de más alta…
Brunetti cruzó una mirada con Vianello e hizo con el índice un movimiento de rotación, dando a entender que la conversación podía prolongarse. Así fue, hasta que Vianello echó a andar hacia la puerta y Brunetti interrumpió a su superior diciendo:
– Puesto que insiste, señor… Le haré un informe completo cuando regrese.
El comisario colgó el teléfono, agarró el sobre con las fotos de la niña y salió rápidamente detrás de Vianello, que ya bajaba la escalera.
Vianello saltó a la lancha y estrechó la mano de Steiner al tiempo que extendía la otra para sostener a Brunetti, que embarcaba a su vez. El inspector se dirigió al maresciallo tuteándolo, y Brunetti decidió imitar el tono de camaradería de Vianello y propuso el tuteo, dando su nombre de pila a Steiner, quien, con una palmada en el brazo, dijo que le llamara Walter.
Todavía de pie en la cubierta, Brunetti explicó que Patta le había pedido que fuera a dar la noticia a los padres de la niña, omitiendo los detalles de la conversación. Steiner permaneció impasible y sólo se permitió decir:
– Los superiores eficaces conocen la importancia de saber delegar.
– Por supuesto -respondió Brunetti, y la camaradería iniciada con el tuteo se consolidó.
Los hombres entraron en la cabina mientras la lancha avanzaba lentamente hacia piazzale Roma, donde debía reunirse con ellos una funcionaria de los servicios sociales. Durante el viaje, Brunetti refirió a Steiner cómo se había hallado el cadáver y le puso al corriente de los resultados completos de la autopsia.
El maresciallo asintió.
– Ya había oído decir que esconden cosas ahí, pero nunca nos habíamos topado con uno de esos casos. -Meneó la cabeza varias veces, como tratando de ensanchar el campo de su comprensión de la conducta humana-. Una niña de once años que se esconde joyas en la vagina. -Guardó silencio un momento y murmuró-: Dio mio .
La lancha pasaba por debajo de Rialto, pero ninguno de los hombres que viajaban en la cabina se apercibió de ello.
– La asistente social se llama Cristina Pitteri. Hace unos diez años que trata con gitanos -dijo Steiner con voz átona, lo que hizo que Brunetti y Vianello intercambiaran una rápida mirada.
– ¿En qué consiste su trabajo? -preguntó Vianello.
– Tiene el título de asistente social psiquiátrica -explicó Steiner-. Trabajaba en el frenopático del palazzo Boldù, pero pidió el traslado y acabó en la oficina que se encarga de los distintos grupos nómadas.
– ¿Hay otros? -preguntó Vianello.
– Sí. Están los sinti . No son tan asociales como los gitanos, pero proceden de los mismos lugares y viven poco más o menos de la misma forma.
– ¿Ella qué hace, concretamente? -preguntó Brunetti.
Steiner meditó la respuesta hasta que la lancha dejó atrás el Ponte degli Scalzi y la estación.
– Se encarga de lo que llaman liaison interétnica dijo haciendo hincapié en la palabra extranjera.
– ¿Qué significa eso?
La expresión de Steiner se suavizó con una sonrisa, pero sólo momentáneamente.
– A mi modo de ver, eso significa que trata de conseguir que nosotros los entendamos y que ellos nos entiendan.
– ¿Eso es posible? -preguntó Vianello.
Steiner se levantó y empujó la puerta que conducía a la escalera.
– Vale más que se lo pregunte a ella -dijo por encima del hombro, subiendo a cubierta.
El piloto acercó la lancha a uno de los muelles de taxis situados a la derecha del imbarcadero del 82. Los tres hombres saltaron a tierra. Brunetti y Vianello siguieron a Steiner hacia un sedán oscuro que esperaba con el motor en marcha. Una mujer robusta de pelo castaño y corto que aparentaba unos cuarenta años estaba en la acera, al lado del coche, fumando. Vestía falda, jersey y chaqueta con cuello a caja y calzaba zapatos planos, color marrón oscuro, con lustre de piel cara. La mujer tenía la cara redonda con unas facciones que parecían haber sido comprimidas: los ojos, muy juntos, y el labio superior, mucho más abultado que el inferior, contribuían a dar la impresión de que el conjunto iba emigrando lentamente hacia la nariz, en una especie de deriva continental.
Steiner se acercó a la mujer y le tendió la mano. Ella tardó un momento en corresponder al saludo, lo justo para que se notara.
– Dottoressa -dijo él con formal deferencia-, le presento al dottor Brunetti y al ispettor Vianello, su ayudante. Ellos encontraron a la niña.
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